Para quienes nos las
pasamos encerrados, desconcertando al frío de junio con nuestra ausencia, la
tevé puede ser una fuente (indirecta, pero bue...) de experiencias. Veo que un
programa de esos yanquis, de compra y venta de objetos usados, pero en amanerada
versión british, alguien se aparece
con un diario íntimo escrito en el siglo 17. Su portador cuenta a cámara que
perteneció a su familia durante muchas generaciones, y como él anda falto de chash se ha venido hasta esa sucursal europea
de los afamados agiotistas de Las Vegas para venderlo. Como estamos en Londres,
el tipo se desprende de la reliquia manuscrita por unos pocos cientos de
libras.
Al verlo tuve un rapto
de fascinación, porque mis antepasados ―incluso mi abuelo paterno, al que no
conocí en vida y que llegó de España a este rincón vacío de Sudacaland (y de
cuyo nombre me empecino por no acordarme) en 1904―, son un completo misterio
para mí. Hago cuentas: 4 abuelos, 8 bisabuelos, ¡16 tatarabuelos! Y no me
separan de sus vidas extintas más de 200 años, pero la realidad es que apenas
sé los nombres de mis abuelos, y ni eso de mis bisabuelos, que andarían muy
ocupados con sus existencias, por Italia y España, durante el siglo 19. Pero no
necesito remontarme a esos ocho corredores enmascarados de mi semilla, porque
de mi abuelo paterno, de quien porto el apellido, sólo sé estos pocos datos que
me han contado mi padre y uno de mis tíos: llegó al país en 1904 en la bodega
de un barco, como polizón. Tenía 18 años y le escapaba al servicio militar
obligatorio o comoquiera que se llamase en España por entonces a esa obligación
cívica. (Por qué no narró esa experiencia capital para cualquiera, ni qué decir
para un joven, como lo es la de dejar atrás todo lo conocido e internarse solo
en un país del que quizás hasta su nombre desconocía. Lo que daría por conocer
aunque sea una hora de ese viaje en la doble noche del Atlántico y de la bodega
de un barco...) Llegó, se instaló en este pueblo que apenas tenía 30 años de
formal existencia jurídica, formó familia y acá se quedó para siempre. (En esa
misma casa que compró de un pueblito de la llanura, yo paso mis días.) El otro
dato escandaloso (para mi madre y mi abuela, que lo comentaban cada tanto, no
para sus protagonistas ni para la época) que sé es que contrajo matrimonio con
mi abuela (con el visto bueno legal de sus padres) de apenas 15 años de edad.
Siempre me he
preguntado por qué a ninguno se le ocurrió llevar unas memorias, un registro de
los hechos más importantes en sus vidas, sus hábitos, sus quehaceres, aunque
más no sea para que su descendencia supiese de dónde venían, cómo sobrellevaban
el día a día de aquellos tiempos sin dudas más difíciles que los nuestros. Quizás
eran analfabetos, o tal vez la vorágine del cotidiano subsistir no les dejaría
margen para pensar en lujos como el narrar una memoria personal y familiar. Me
han dicho que, si pago, hay gente que se dedica a revolver archivos oficiales y
rastrear parientes lejanos, pero yo sólo añoro el manuscrito, lo que huele a
experiencia. Hoy todo esto no tendría sentido, mil y una crónica escrita y
audiovisual dejará testimonio de sobra para la reconstrucción de las costumbres
actuales en un hipotético futuro (¿200 años es mucho pedir, habrá mundo aún?).
Pero en aquel entonces, qué fantástico habría sido el relatar la propia vida en
primera persona.
Internet hace
maravillas, tantas como idioteces promociona. Conozco el nombre de la ciudad de
donde mi abuelo paterno vino, y alguna vez he buscado por mi apellido. Han
aparecido coincidencias: la base de datos de una popular máquina de
frivolidades ha volcado algunos nombre propios, pero no me animé a contactarlos.
La verdad es que ni siquiera en el nombre de esta ciudad mi padre está seguro.
Parece increíble, ¿no?, tanta desidia, que alguien no esté seguro ni del nombre
de la ciudad de donde su progenitor era oriundo. Pero bue... les presento a mi
familia.
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