lunes, 29 de junio de 2015

Vidas

Para quienes nos las pasamos encerrados, desconcertando al frío de junio con nuestra ausencia, la tevé puede ser una fuente (indirecta, pero bue...) de experiencias. Veo que un programa de esos yanquis, de compra y venta de objetos usados, pero en amanerada versión british, alguien se aparece con un diario íntimo escrito en el siglo 17. Su portador cuenta a cámara que perteneció a su familia durante muchas generaciones, y como él anda falto de chash se ha venido hasta esa sucursal europea de los afamados agiotistas de Las Vegas para venderlo. Como estamos en Londres, el tipo se desprende de la reliquia manuscrita por unos pocos cientos de libras.
Al verlo tuve un rapto de fascinación, porque mis antepasados ―incluso mi abuelo paterno, al que no conocí en vida y que llegó de España a este rincón vacío de Sudacaland (y de cuyo nombre me empecino por no acordarme) en 1904―, son un completo misterio para mí. Hago cuentas: 4 abuelos, 8 bisabuelos, ¡16 tatarabuelos! Y no me separan de sus vidas extintas más de 200 años, pero la realidad es que apenas sé los nombres de mis abuelos, y ni eso de mis bisabuelos, que andarían muy ocupados con sus existencias, por Italia y España, durante el siglo 19. Pero no necesito remontarme a esos ocho corredores enmascarados de mi semilla, porque de mi abuelo paterno, de quien porto el apellido, sólo sé estos pocos datos que me han contado mi padre y uno de mis tíos: llegó al país en 1904 en la bodega de un barco, como polizón. Tenía 18 años y le escapaba al servicio militar obligatorio o comoquiera que se llamase en España por entonces a esa obligación cívica. (Por qué no narró esa experiencia capital para cualquiera, ni qué decir para un joven, como lo es la de dejar atrás todo lo conocido e internarse solo en un país del que quizás hasta su nombre desconocía. Lo que daría por conocer aunque sea una hora de ese viaje en la doble noche del Atlántico y de la bodega de un barco...) Llegó, se instaló en este pueblo que apenas tenía 30 años de formal existencia jurídica, formó familia y acá se quedó para siempre. (En esa misma casa que compró de un pueblito de la llanura, yo paso mis días.) El otro dato escandaloso (para mi madre y mi abuela, que lo comentaban cada tanto, no para sus protagonistas ni para la época) que sé es que contrajo matrimonio con mi abuela (con el visto bueno legal de sus padres) de apenas 15 años de edad.
Siempre me he preguntado por qué a ninguno se le ocurrió llevar unas memorias, un registro de los hechos más importantes en sus vidas, sus hábitos, sus quehaceres, aunque más no sea para que su descendencia supiese de dónde venían, cómo sobrellevaban el día a día de aquellos tiempos sin dudas más difíciles que los nuestros. Quizás eran analfabetos, o tal vez la vorágine del cotidiano subsistir no les dejaría margen para pensar en lujos como el narrar una memoria personal y familiar. Me han dicho que, si pago, hay gente que se dedica a revolver archivos oficiales y rastrear parientes lejanos, pero yo sólo añoro el manuscrito, lo que huele a experiencia. Hoy todo esto no tendría sentido, mil y una crónica escrita y audiovisual dejará testimonio de sobra para la reconstrucción de las costumbres actuales en un hipotético futuro (¿200 años es mucho pedir, habrá mundo aún?). Pero en aquel entonces, qué fantástico habría sido el relatar la propia vida en primera persona.

Internet hace maravillas, tantas como idioteces promociona. Conozco el nombre de la ciudad de donde mi abuelo paterno vino, y alguna vez he buscado por mi apellido. Han aparecido coincidencias: la base de datos de una popular máquina de frivolidades ha volcado algunos nombre propios, pero no me animé a contactarlos. La verdad es que ni siquiera en el nombre de esta ciudad mi padre está seguro. Parece increíble, ¿no?, tanta desidia, que alguien no esté seguro ni del nombre de la ciudad de donde su progenitor era oriundo. Pero bue... les presento a mi familia. 

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