Para quienes como yo
tuvimos (y tenemos) pocas experiencias vitales fuertes, y además necesitamos
estímulos para escribir, los escritos de otros y la imaginación son las
plegarias diarias de nuestro credo. Por eso, me animaría a decir que mis
lecturas van en dos direcciones: una hedonista, la otra funcional. Leo porque
algunos libros (algunos autores) me causan un gran placer (y un lector hedonista
no debería buscarle más excusas para su afición); pero también leo
operativamente, quiero decir, busco aquellos registros que se aproximen a lo
que estoy escribiendo para sacar ideas, empaparme del tono, saber lo que ya se
escribió, conocer más a fondo las posibilidades del registro, incluso para
conocer cómo violentar las reglas del género. Las huellas han quedado en mi
biblioteca: cuando escribía un diario (de escritor, se entiende, de esos que se
planean para publicarse) incursioné en muchos textos autobiográficos: diarios,
memorias, autobiografías... Desde aquí, donde estoy sentado, más allá de la
pantalla de la notebook, puedo ver algunos lomos en los anaqueles: La viuda de
Dostoievski, Tolstoi, Casanova, Gombrowicz, Kafka, Mann... Marcas de lecturas,
de proyectos... Aprendizajes que han quedado como marcas en los libros que
conservo.
Y a propósito de esta segunda
intención de lectura que he mencionado, hay en el abordaje de un libro de alguien
que se propone escribir y lo hace (evito puntillosamente la palabra “escritor”)
una manifiesta pretensión formal en su praxis: este lector “con el lápiz en la
mano” quiere saber cómo está hecho eso en lo que se sumerge. Y de esto quería
hablar, porque lo he pensado bastante últimamente. Un racionalista-neurótico
como quien aquí escribe necesita orden, previsión, cálculo para moverse en la
selva imprevisible de la escritura: quiere saber hacia dónde va lo que está
haciendo, en otras palabras: busca un procedimiento. Y el procedimiento de
querer conocerle las entrañas a las cosas lleva a una actitud peligrosa, pues desmantela
todo texto que se propone a sí mismo como esencia: mitos de fundación, escrituras
“sagradas”, declaraciones hechas desde un hipotético “tiempo cero” de la
lengua... Y el lector-escribidor va a esos registros armado de una ganzúa,
quiere conocerle las hilachas al revés de esas tramas que se auto postulan como
de una sola cara.
Pero volviendo a los
textos literarios, que son los que me interesan, y pensando en esta segunda
intencionalidad operativa de la que hablaba, diré que hay dos tipos de autores:
los estilistas que priorizan la forma, y los que sólo se proponen contar una
historia sin (al parecer) tener un estilo ni jugar con el lenguaje. (Sé que
hago mal con esta otra clasificación reduccionista, pero ya he comentado mi
enfermedad racional-neurótica, y necesito ordenar para mejor pensar.) Dentro de
la primera categoría nombraría (perdón que sólo nombre argentinos, pero es de
lo que más conozco) a Juan José Saer, Ricardo Piglia, Marín Kohan, Marcelo Cohen,
claro que a Borges... De la segunda, los que se concentran en el fondo: Soriano,
Juan Forn, Bioy Casares, Saccomano... Poner
en primer plano el registro lingüístico, u “ocultar la cámara” dejando que la
historia sea la protagonista. La literatura vuelta hacia sí misma o inclinada
hacia afuera. En definitiva: escritores no
escribibles o escritores escribibles.
Claro que los primeros que nombré son mejores escritores que los segundos, pero
a veces se aprende más de los buenos (aunque no grandes) artistas. Yo,
escribidor sin talento ni otras cualidades destacables, he aprendido mucho más
de los “contadores de historias” que de los experimentadores (aunque estos
también cuentan historias). Si debiera escribir como Saer, uno de los mejores
narradores de la lengua española, me sentiría, como dicen los chicos, “en el
horno” antes de intentarlo. La perfección apabulla. En cambio, leo una novela
del gordo Soriano y pienso “capaz que puedo”. Es obvio: si uno apenas puede
hacer 2 + 2, mejor ni intentar hacer 2 al cuadrado. Intentarlo, a sabiendas del
fracaso que nos reservan nuestras propias limitaciones, sería desilusionarse
una vez más, y ya son muchos sopapos para un mismo ego...
Como decía un manual
que alguna vez leí, antes de tener estilo hay que aprender a escribir. Bueno,
como lector-escribidor yo me pienso aún dentro de este proceso. Pero el tiempo
pasa y uno quiere salir a la cancha. Es mejor no ilusionarse con lo que no se
tiene ni se puede desarrollar: el talento. Mejor concentrarse en lo que sí, con
mucha práctica, puede adquirirse: la técnica. Y llegar a contar historias
llanas, ágiles, entretenidas, en ese “estilo que parece no tener estilo”,
bueno, no es poco mérito tampoco. Aunque la experimentación con las formas sea
un objetivo inalcanzable para las carencias propias, como he dicho, es preferible
“2 + 2” a nada.
Por otro lado, para
muchos la sencillez es un punto de llegada, no de partida. Esta postura también
es atendible. No hay que desilusionarse: de tanta prueba y error, algo (un
alguito), luego de tirar lo tirable, tal vez quede de todo lo producido. ¿Pero
qué otra persona más ilusionada puede haber que aquélla que, sin la más mínima
expectativa de ser publicado ni tenido en cuenta, todos los días, dos veces por
día, contra todos los pronósticos y sus muchas limitaciones, lleva a cabo la
quijotada de sentarse frente a la página en blanco y volver a intentarlo?
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