domingo, 21 de junio de 2015

Aprendizajes de escribidor

Para quienes como yo tuvimos (y tenemos) pocas experiencias vitales fuertes, y además necesitamos estímulos para escribir, los escritos de otros y la imaginación son las plegarias diarias de nuestro credo. Por eso, me animaría a decir que mis lecturas van en dos direcciones: una hedonista, la otra funcional. Leo porque algunos libros (algunos autores) me causan un gran placer (y un lector hedonista no debería buscarle más excusas para su afición); pero también leo operativamente, quiero decir, busco aquellos registros que se aproximen a lo que estoy escribiendo para sacar ideas, empaparme del tono, saber lo que ya se escribió, conocer más a fondo las posibilidades del registro, incluso para conocer cómo violentar las reglas del género. Las huellas han quedado en mi biblioteca: cuando escribía un diario (de escritor, se entiende, de esos que se planean para publicarse) incursioné en muchos textos autobiográficos: diarios, memorias, autobiografías... Desde aquí, donde estoy sentado, más allá de la pantalla de la notebook, puedo ver algunos lomos en los anaqueles: La viuda de Dostoievski, Tolstoi, Casanova, Gombrowicz, Kafka, Mann... Marcas de lecturas, de proyectos... Aprendizajes que han quedado como marcas en los libros que conservo.
Y a propósito de esta segunda intención de lectura que he mencionado, hay en el abordaje de un libro de alguien que se propone escribir y lo hace (evito puntillosamente la palabra “escritor”) una manifiesta pretensión formal en su praxis: este lector “con el lápiz en la mano” quiere saber cómo está hecho eso en lo que se sumerge. Y de esto quería hablar, porque lo he pensado bastante últimamente. Un racionalista-neurótico como quien aquí escribe necesita orden, previsión, cálculo para moverse en la selva imprevisible de la escritura: quiere saber hacia dónde va lo que está haciendo, en otras palabras: busca un procedimiento. Y el procedimiento de querer conocerle las entrañas a las cosas lleva a una actitud peligrosa, pues desmantela todo texto que se propone a sí mismo como esencia: mitos de fundación, escrituras “sagradas”, declaraciones hechas desde un hipotético “tiempo cero” de la lengua... Y el lector-escribidor va a esos registros armado de una ganzúa, quiere conocerle las hilachas al revés de esas tramas que se auto postulan como de una sola cara.
Pero volviendo a los textos literarios, que son los que me interesan, y pensando en esta segunda intencionalidad operativa de la que hablaba, diré que hay dos tipos de autores: los estilistas que priorizan la forma, y los que sólo se proponen contar una historia sin (al parecer) tener un estilo ni jugar con el lenguaje. (Sé que hago mal con esta otra clasificación reduccionista, pero ya he comentado mi enfermedad racional-neurótica, y necesito ordenar para mejor pensar.) Dentro de la primera categoría nombraría (perdón que sólo nombre argentinos, pero es de lo que más conozco) a Juan José Saer, Ricardo Piglia, Marín Kohan, Marcelo Cohen, claro que a Borges... De la segunda, los que se concentran en el fondo: Soriano, Juan Forn,  Bioy Casares, Saccomano... Poner en primer plano el registro lingüístico, u “ocultar la cámara” dejando que la historia sea la protagonista. La literatura vuelta hacia sí misma o inclinada hacia afuera. En definitiva: escritores no escribibles o escritores escribibles. Claro que los primeros que nombré son mejores escritores que los segundos, pero a veces se aprende más de los buenos (aunque no grandes) artistas. Yo, escribidor sin talento ni otras cualidades destacables, he aprendido mucho más de los “contadores de historias” que de los experimentadores (aunque estos también cuentan historias). Si debiera escribir como Saer, uno de los mejores narradores de la lengua española, me sentiría, como dicen los chicos, “en el horno” antes de intentarlo. La perfección apabulla. En cambio, leo una novela del gordo Soriano y pienso “capaz que puedo”. Es obvio: si uno apenas puede hacer 2 + 2, mejor ni intentar hacer 2 al cuadrado. Intentarlo, a sabiendas del fracaso que nos reservan nuestras propias limitaciones, sería desilusionarse una vez más, y ya son muchos sopapos para un mismo ego...
Como decía un manual que alguna vez leí, antes de tener estilo hay que aprender a escribir. Bueno, como lector-escribidor yo me pienso aún dentro de este proceso. Pero el tiempo pasa y uno quiere salir a la cancha. Es mejor no ilusionarse con lo que no se tiene ni se puede desarrollar: el talento. Mejor concentrarse en lo que sí, con mucha práctica, puede adquirirse: la técnica. Y llegar a contar historias llanas, ágiles, entretenidas, en ese “estilo que parece no tener estilo”, bueno, no es poco mérito tampoco. Aunque la experimentación con las formas sea un objetivo inalcanzable para las carencias propias, como he dicho, es preferible “2 + 2” a nada.

Por otro lado, para muchos la sencillez es un punto de llegada, no de partida. Esta postura también es atendible. No hay que desilusionarse: de tanta prueba y error, algo (un alguito), luego de tirar lo tirable, tal vez quede de todo lo producido. ¿Pero qué otra persona más ilusionada puede haber que aquélla que, sin la más mínima expectativa de ser publicado ni tenido en cuenta, todos los días, dos veces por día, contra todos los pronósticos y sus muchas limitaciones, lleva a cabo la quijotada de sentarse frente a la página en blanco y volver a intentarlo?

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