Hace unos años,
revisaba yo una mesa de saldos de un cambalache de pueblo que también vendía
libros viejos. Sacaban a la vereda pilas de ejemplares destartalados, y le
ponían un cartelón que se dejaba leer desde lejos: $ 5. Parecía que los
comerciantes mucho no sabían de literatura, porque a veces saldaban a autores interesantes.
Había que ir con tiempo y ensuciarse las manos jugando el juego de desenterrar
el tesoro. Noté que a muchos de los transeúntes que pasaban por esa calle
céntrica lo que los atraía a la mesa, más que la mercancía, era el irrisorio precio
de venta. Tal vez así fue como se acercó un muchacho que pasaba, se paró a mi
lado y empezó a revolver esa mezcolanza de literatura, historietas, revistas
técnicas y manuales de escuela. Algo le comentó a una mujer que estaba con él,
presumiblemente su madre. Ella le dijo, mirando las pilas desordenadas, “sí,
hay mucho interesante, pero yo no sé nada”. Cuando escuché eso, reprimí las
ganas de intervenir para decirle “señora, es literatura, no hay nada que saber.
Deje que le cuenten una historia”. Pero me guardé el comentario, tal vez por
pulsiones atávicas que me llegaban de la niñez, cuando mis padres me instaban a
no hablar con extraños.
Charlando con un ex
compañero del profesorado de lengua (él sí terminó la carrera y hoy es docente en
escuelas de nivel secundario, yo en cambio sigo incólume en mi meta de loser,
una de cuyas facetas es la de “abandonador profesional de carreras”) le comenté
esta anécdota. Y después le pregunté por qué creía él que a la literatura la
gente no letrada la miraba de lejos, con temor reverencial, y la abandonaba con
el mayor de los respetos. Por qué se ha instalado esa idea de que es necesario cierto
saber técnico o erudito para leer literatura, como si Quevedo (por citar un
autor ya elevado en el pedestal del canon) hubiera escrito El Buscón pensando
en doctores de la
Academia. Pero , en cambio, argumentaba yo ante Damián, ese
mismo prejuicio no existía en el cine: nadie, antes de ir a ver la última
película de, digamos, Wody Allen, creía que debería ponerse a estudiar la
filmografía del neoyorquino, conocer en profundidad su simbología, sus
características formales con que ha elaborado sus films, y después sí, con esa
sapiencia, ya preparado, entraba en la sala. No, le decía a mi ex compañero de
estudios, en el cine la gente iba al cine a que le cuenten una historia; si les
gustaba se quedaban hasta el final, si no, se paraban y se iban. Pero nadie se
arrodillaba ante un film, como sí pasaba con el objeto libro. ¿En qué se falló
para que la literatura se haya alejado así de la gente?
Y Damián me hizo ver
que eso que se llama “literatura” era materia de enseñanza del sistema educativo
estatal desde su misma creación. Y que el cine (aún, por suerte) no se les
enseñaba teóricamente a los chicos. Es decir: no se los forzaba a ver
películas, sí a leer libros. Es cierto, me dije, en su misión no de educar,
sino de domesticar (desactivar creatividad, imaginación, talento) la escuela ha
logrado levantarle un altar a la literatura que la distancie de “los que no
saben”. Y desde bien temprano, como parte del “plan de estudios”, en las
escuelas se les inculca a los chicos a reverenciar a los libros desde lejos,
porque, aunque la ficción no se proponga nada más (ni nada menos) que
entretener contando una historia bien escrita, el libro es algo sólo apto para
“gente sabida”.
Concluyo que el Poder
ha neutralizado a la literatura con ese otro mecanismo de censura, mucho más
sutil que la vulgar y lisa prohibición, y que es la sacralización.
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