César Aira es un
personaje singular dentro del contexto de la narrativa latinoamericana de hoy.
Recién ahora empieza a ser visible, después de décadas. Decir de él, como de
Gómez de la Serna ,
que es un escritor “prolífico”, ya es decir poco, porque hasta ese calificativo
le queda chico. Más de 90 libros en sesenta y tantos de años. Aunque él, en las
poquísimas entrevistas que ha dado fuera de su país, insiste en que escribe
poco (“una página por día”) pero luego
aclara que escribe todos los días y que, a la corta o a la larga, termina
publicando todo lo que escribe. Ya es sabido: cada tres meses manda un borrador
a alguna editorial. Siguiendo el principio de uno de sus maestros, Osvaldo
Lamborghini, que reza “primero publicar, después escribir”, Aira ha hecho
trizas la idea de “corpus literario”.
Yo he tenido una
relación tormentosa con el mitificador del barrio de Flores: la primera novela
que leí de él me pareció que tenía el peor remate de la historia de la
literatura: inverosímil, forzado, ridículo, berreta... Hizo falta algún tiempo
para que entendiera que Aira arruinaba sus novelas a propósito, como parte de
su, si se me permite la expresión, política estética. Él ha dicho que no sabe
cerrar sus libros, que se aburre, que quiere terminarlo de una vez y empezar otro;
pero que como además tiene el prurito balzaciano de querer darle un cierre “decimonónico”
a sus historias, entonces las remata así, con el primer exabrupto que se le
ocurre, pegándole un cachetazo al efecto de verosimilitud. Y aparecen los
delirios aireanos, que ya son muy conocidos en el ambiente. Recién entonces
pude seguir leyéndolo. Es cierto, de sus casi cien títulos, hay algunos
decididamente malos, y en el afán del autor por querer publicarlo todo, esos
libros diluyen un poco el efecto de los buenos. He aquí una idea fuerte: lo
bueno y lo malo, lo publicable y lo tirable, el nivel “esperable” de un artista
“reconocido”. Yo veo acá una primera provocación a estas nociones tan aferradas
a la idea de “obra”.
Recuerdo una frase de
Borges, que podría resumirse así: “Escribir lo necesario, romper mucho y
publicar poco”. Es, en el fondo, una idea bien burguesa. Hay que cuidar la
obra, hay que ser cauto, hay que mantener el nivel estético. Aira quiere que lo
lean, repite que es uno de los pocos
escritores que disfruta mucho escribiendo (al contrario de los que cada
diez años publican algo para renovar, dice él, el “carnet de escritor”) y en el
fondo sigue el consejo que alguna vez le dio Unamuno a uno de sus lectores: “Usted
publique y deje que sea el lector el que seleccione”. Aira es, en el fondo, una
máquina de escribir, no puede refrenar sus pulsiones narrativas. No corrige. No
da entrevistas. No hace presentaciones de sus libros. Pero escribe y publica. Escribe
y escribe. Publica y publica. Ésta es otra lección que yo debería aprender: no
perder el tiempo paveando en las tertulias literarias. Mejor encerrarse a
escribir. La sociabilidad en la literatura es una buena excusa, ahora me doy
cuenta, para no enfrentar la página en blanco. A don César pareciera importarle
un corno la idea burguesa de lo “estéticamente bien acabado” y pareciera
cagarse en la “sociabilidad literaria”, en ese “hacerse ver” que facilitaría el
poder publicar.
Y ahora debería
comentar otro de los buenos atributos del césar de Flores: le manda inéditos a
quien se lo pida, no importa que sea una editorial menos que chica, de
subsistencia, unipersonal, de ésas que duran lo que duran las revistas
literarias. Él mismo lo dice: muchas editoriales de Buenos Aires se inauguran
con un libro mío. Aunque sea un cuento de treinta páginas, él algo le manda a
quien se lo pida. Y se desentiende del proceso de edición: deja que el editor
haga lo que quiera con sus borradores, pues él ya estará compenetrado en la
escritura de otro libro. Yo no conozco a ningún otro escritor conocido que
tenga semejante gesto de generosidad. Hay delirios aireanos para todo el mundo,
su prolificidad es parejamente pródiga a la hora de repartir, de dar. Otro
gesto anti burgués para aplaudir.
Sólo entendiendo estas
estrategias estéticas, por decirlo así, se pueden entender sus libros arruinados
(y diré que es una lástima: crea ambientes verosímiles, para personajes palpables,
desarrolla una trama coherente, pero en las últimas treinta páginas, ¡paf!, echa
todo a perder cerrando la historia con alguno de sus delirios inesperados), su
desmesura a la hora de publicar, sus libros que mejor haber perdido... Y su inmensa
gentileza para con los editores noveles.
Por eso hoy lo aprecio, porque puedo entender cuál es su juego, su política.
(Aún tiene teléfono de
línea, y está en la guía. Tengo la dirección de su casa, tal vez algún día me
baje en la estación Flores del ferrocarril del oeste, me llegue hasta la
avenida Bonorino y le toque timbre. No por cholulismo, sino para conocer en
persona a ese tipo tímido, anteojos de “culo de botella” y sonrisa pueril que
no para de contar historias.)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario