miércoles, 17 de junio de 2015

El escribidor a contramano

César Aira es un personaje singular dentro del contexto de la narrativa latinoamericana de hoy. Recién ahora empieza a ser visible, después de décadas. Decir de él, como de Gómez de la Serna, que es un escritor “prolífico”, ya es decir poco, porque hasta ese calificativo le queda chico. Más de 90 libros en sesenta y tantos de años. Aunque él, en las poquísimas entrevistas que ha dado fuera de su país, insiste en que escribe poco (“una  página por día”) pero luego aclara que escribe todos los días y que, a la corta o a la larga, termina publicando todo lo que escribe. Ya es sabido: cada tres meses manda un borrador a alguna editorial. Siguiendo el principio de uno de sus maestros, Osvaldo Lamborghini, que reza “primero publicar, después escribir”, Aira ha hecho trizas la idea de “corpus literario”.
Yo he tenido una relación tormentosa con el mitificador del barrio de Flores: la primera novela que leí de él me pareció que tenía el peor remate de la historia de la literatura: inverosímil, forzado, ridículo, berreta... Hizo falta algún tiempo para que entendiera que Aira arruinaba sus novelas a propósito, como parte de su, si se me permite la expresión, política estética. Él ha dicho que no sabe cerrar sus libros, que se aburre, que quiere terminarlo de una vez y empezar otro; pero que como además tiene el prurito balzaciano de querer darle un cierre “decimonónico” a sus historias, entonces las remata así, con el primer exabrupto que se le ocurre, pegándole un cachetazo al efecto de verosimilitud. Y aparecen los delirios aireanos, que ya son muy conocidos en el ambiente. Recién entonces pude seguir leyéndolo. Es cierto, de sus casi cien títulos, hay algunos decididamente malos, y en el afán del autor por querer publicarlo todo, esos libros diluyen un poco el efecto de los buenos. He aquí una idea fuerte: lo bueno y lo malo, lo publicable y lo tirable, el nivel “esperable” de un artista “reconocido”. Yo veo acá una primera provocación a estas nociones tan aferradas a la idea de “obra”.
Recuerdo una frase de Borges, que podría resumirse así: “Escribir lo necesario, romper mucho y publicar poco”. Es, en el fondo, una idea bien burguesa. Hay que cuidar la obra, hay que ser cauto, hay que mantener el nivel estético. Aira quiere que lo lean, repite que es uno de los pocos  escritores que disfruta mucho escribiendo (al contrario de los que cada diez años publican algo para renovar, dice él, el “carnet de escritor”) y en el fondo sigue el consejo que alguna vez le dio Unamuno a uno de sus lectores: “Usted publique y deje que sea el lector el que seleccione”. Aira es, en el fondo, una máquina de escribir, no puede refrenar sus pulsiones narrativas. No corrige. No da entrevistas. No hace presentaciones de sus libros. Pero escribe y publica. Escribe y escribe. Publica y publica. Ésta es otra lección que yo debería aprender: no perder el tiempo paveando en las tertulias literarias. Mejor encerrarse a escribir. La sociabilidad en la literatura es una buena excusa, ahora me doy cuenta, para no enfrentar la página en blanco. A don César pareciera importarle un corno la idea burguesa de lo “estéticamente bien acabado” y pareciera cagarse en la “sociabilidad literaria”, en ese “hacerse ver” que facilitaría el poder publicar.
Y ahora debería comentar otro de los buenos atributos del césar de Flores: le manda inéditos a quien se lo pida, no importa que sea una editorial menos que chica, de subsistencia, unipersonal, de ésas que duran lo que duran las revistas literarias. Él mismo lo dice: muchas editoriales de Buenos Aires se inauguran con un libro mío. Aunque sea un cuento de treinta páginas, él algo le manda a quien se lo pida. Y se desentiende del proceso de edición: deja que el editor haga lo que quiera con sus borradores, pues él ya estará compenetrado en la escritura de otro libro. Yo no conozco a ningún otro escritor conocido que tenga semejante gesto de generosidad. Hay delirios aireanos para todo el mundo, su prolificidad es parejamente pródiga a la hora de repartir, de dar. Otro gesto anti burgués para aplaudir.
Sólo entendiendo estas estrategias estéticas, por decirlo así, se pueden entender sus libros arruinados (y diré que es una lástima: crea ambientes verosímiles, para personajes palpables, desarrolla una trama coherente, pero en las últimas treinta páginas, ¡paf!, echa todo a perder cerrando la historia con alguno de sus delirios inesperados), su desmesura a la hora de publicar, sus libros que mejor haber perdido... Y su inmensa gentileza para  con los editores noveles. Por eso hoy lo aprecio, porque puedo entender cuál es su juego, su política.

(Aún tiene teléfono de línea, y está en la guía. Tengo la dirección de su casa, tal vez algún día me baje en la estación Flores del ferrocarril del oeste, me llegue hasta la avenida Bonorino y le toque timbre. No por cholulismo, sino para conocer en persona a ese tipo tímido, anteojos de “culo de botella” y sonrisa pueril que no para de contar historias.)

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