Pobre los payasos de
profesión, que alegraban a los chicos por dos pesos y andaban de acá para allá
con sus circos trashumantes. Qué culpa tienen ellos de estos giles que salen
por tevé. Las convenciones marketineras para hacer programas paracieran haber
llegado hasta los rincones menos esperados: los así llamados “culturales”. El
mandato es único: Hay que ser divertido, pavear, actuar, hacerse el payaso todo
el tiempo, porque si no el televidente se aburre. Parten de la presmisa, claro,
de que el conocimiento, el saber, en fin, lo libresco, son cosas tediosas que
hay que pasar “de contrabando”, como el jarabe para la tos con gusto a
frutilla.
Trasnochado, hago
zapping, y de repente lo veo a Sasturain, escritor él, disfrazado de detective.
Está en un set que supone ser su oficina de investigador privado, y dialoga con
su secretaria (más tarada que él) sobre un supuesto “caso literario” a
resolver. Lo que le da pie para, acto seguido, ir a entrevistar a escritores
locales vinculados con la novela negra. Aparece Piglia, promotor de una famosa
colección de los sesentas, que trata de seguirle a su colega el juego de la
actuación, pero se lo nota incómodo.
O sea que toda esa
puesta en escena se había montado para hablar de la literatura policial, pero
de manera “divertida”. ¿Quedará alguien que no se rebaje a hacer el ridículo
frente a una cámara? Me acuerdo de eso que el pedagogo Jaim Etcheverry llamaba la
“escuela divertida”, que forma parte de “la sociedad divertida”: prohibido
ponerse serio, reflexivo, pensativo, todo tiene que ser “pum para arriba” diría
un conductor de tevé que llegó tan lejos con su plan de estupidización que hoy
los sociólogos en chancletas hablan de “tinellización”. Y esa mentalidad había
llegado a la pedagogía educativa en la forma del “docente divertido”: frente a
sus alumnos debía hacer de payaso para que los chicos le presten atención. Hay
que reírse, ser un histriónico que vive todo el día súper excitado, hay que
estar “jodón” siempre. La introspección no vende, eso es evidente. A esa ola
parece haberse subido Sasturain en este programa de literatura que sale al aire
por la televisión abierta en el horario “cultural” de las doce de la noche. De
él apenas he leído un cuento que tengo en una antología, pero al verlo así, apayasado,
se me han ido todas las ganas que tenía de conseguir sus novelas. Automáticamente
lo encasillo en la categoría de “viejo boludo”. Gordo, pelado y con barba, sin
disfrazarse ya daba el perfil de un caricaturesco “Papá Noel”. ¿Es que ya no
alcanzan los programas con un conductor sentado detrás de una mesa, que charla
con invitados sobre libros? Como si los verdaderos lectores necesitaran que le
monten este circo...
Recordé un programa
que hacía el difunto librero y poeta (en este orden de importancia) H. Yanover.
Encerrado en su librería de la avenida Las Heras, el viejito caminaba por entre
los anaqueles con una cámara que lo seguía, y cada tanto se detenía para
comentar algún libro, leyendo fragmentos, intercalando sus anécdotas de décadas
en el ambiente. Don Héctor conseguía en ese programa (La librería en su casa)
una sensación de intimidad muy seductora: a veces, detrás de él, la cámara dejaba
ver la calle, los autos, la gente pasando por ahí, ya de noche, la vida
capitalina que seguía con su rutina, mientras él (con la librería cerrada) le recitaba
a sus telespectadores algún poema con voz cansina. Era él mismo, sin tener que
actuar ni vestirse de nada, sin guiones ni extras. Don Héctor deambulaba por su
librería mostrando libros, hablándole a cara limpia a la cámara, de espaldas al
murmullo de la calle.
En fin, pareciera ser
que la farandulización de la realidad no tiene límite, karaokeando una canción
de los setenta, diría que es un “monstruo grande y pisa fuerte” toda una
tradición cultural que valoraba el esfuerzo, el ejercicio concienzudo de pensar
y estudiar, como parte del mérito.
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