viernes, 19 de junio de 2015

Ciencia ficción x 3

Tres noticias de los otros mundos (posibles o hipotéticos), me han alegrado la semana. Y me han dado alimento para la imaginación (es que me pasan tan pocas cosas interesantes...). Pasen y vean. Creer o reventar.
La primera: me entero que en pocas semanas llegará al ex planeta (ahora “planeta enano”) Plutón la sonda robótica de la NASA bautizada como “New Horizons”. Después de un viaje de nueve años, la nave no tripulada orbitará este helado mundo de los suburbios del sistema solar, sus satélites conocidos y algunos otros cuerpos celestes de esa zona limítrofe conocida como el cinturón de Kuiper, donde habitan los “objetos transneptunianos”, hoy por hoy los más prometedores de este rincón cercano de la galaxia. Me fascinan los mundos desconocidos, y aunque la misión no lleve ninguna sonda de descenso sobre la superficie misma del planeta, las fotografías que se tomen en el acercamiento me tienen ansioso como un chico.
La segunda: por recomendación de un amigo veo una película de ciencia ficción estrenada hace poco. Se trata de colonizar nuevos mundos para escaparle a la hambruna que se viene en éste. Y hacen falta exploradores. Descubren un agujero de gusano cerca de Saturno, salvoconducto que lleva a los astronautas directo al sistema solar de una estrella distante. Allí exploran mundos vírgenes, donde el tiempo avanza con mucha mayor velocidad que en la tierra: una hora allí equivale a nueve años de vida terrestre. El primer planeta es de agua, atravesado por inmensas olas que vistas a la distancia parecen montañas. El segundo planeta es de hielo, con sus estribaciones blancas y grises atravesando la superficie (rompí el hechizo quedándome hasta el final de los créditos: informaban que las escenas se habían filmado en las escarpadas regiones de Islandia). Las recreaciones son muy estimulantes, y el giro que se le da al argumento (el viaje a través de ese hipotético atajo espacio-temporal que son los agujeros de gusano) es una vuelta de tuerca ingeniosa para postular un viaje interplanetario de grandes distancias, ya que en un futuro cercano aún careceremos de tecnología adecuada para cruzar las inconmensurables extensiones del universo (que sigue expandiéndose). El film no deja de ser un producto de Hollywood, quiero decir, con su inevitable cuota de patetismo y escenas lacrimosas para ejercitar el vicio del sensiblero, pero los efectos especiales que recrean esos mundos imaginarios han puesto al alicaído cine de ciencia ficción en un primer plano como hace tiempo yo no veía. Ah, y otro dato a su favor: a la hora de explicar los fenómenos de la física en el espacio profundo, no se ahorran datos técnicos.

La tercera: ayer a la mañana me llegó a casa por correo una carta de mi ex banco, una corporación que si bien lleva el nombre de una ciudad española, hoy es un poderoso gigante multinacional. Durante más de quince años, desde antes incluso que lo compraran estos capitales trasnacionales, soporté los manoseos del banco, hasta que me cansé. Por eso me llamó la atención que me mandaran una carta, ya que es esperable que no les importe en lo más mínimo perder a un cliente-insecto como yo. Y vean por dónde. La misiva me informaba que yo debía pasar a cobrar (¡no a pagar! ¡a cobrar!) una indemnización. Cierta ONG de defensa del consumidor los había obligado a devolverle a miles de ex clientes un porcentaje de lo que les habían cobrado indebidamente como parte de los gastos de mantenimiento de sus cuentas. Tuve que leerla varias veces para creerlo. ¿Existía aún algún David que pudiera doblegar a semejante Goliat en este páramo agreste llamado capitalismo financiero? Que una organización pública haya conseguido, en nombre de ese oxímoron de fantasía llamado “defensa del consumidor”, forzar a un poderosísimo monstruo de la banca mundial a pagarle a perejiles como nosotros un resarcimiento en metálico por sus abusos, eso sí que es ciencia ficción. Esta mañana fui (con la certeza de que entraba por última vez, por lo menos a una sucursal de este banco) e hice dos monumentales colas: una para llegar hasta la mesa de entrada, donde un empleado me hizo la liquidación, más otra cola para llegar hasta el cajero. Casi dos horas para cobrar 655 pesos (que para ser el 20% de devolución mensual en casi 15 años, me pareció poco, pero bue... vinieron de arriba). Como tantas veces, esa espera demencial de horas, en una fila que se mueve muy lento para llegar a una de las dos cajas, me hubiera parecido (otra vez) el fracaso más patente de la raza humana. Pero esta vez no: esta mañana, con las circunstancias frescas en mi cabeza (a saber, que mi incursión a la cueva de ese pulpo insaciable del capitalismo financiero era la última, y que además venía a cobrar) me entretuve observando ese mundo tan extraño. Ahí estaba el empleado de la seguridad privada, en sus múltiples esfuerzos por agilizar una cola que, viniendo desde el fondo, en el primer piso, casi salía a la calle. Ahí estaban las caras de los que a diario deben padecer esas esperas, con sus uniformes de trabajo, con sus hijos colgándoles de la mano, embolados por el aburrimiento. En un momento la cola ascendió al primer piso, y desde la altura, parado en un escalón, tuve una visión panorámica de esa sucursal terrestre del planeta rojo, con sus dos especies en evidente separación: empleados y clientes. Cuando llegué a la caja, la empleada me pasó un documento donde yo aceptaba las condiciones de pago (y juraba no reclamar nunca más nada), y mientras los llenaba con mis datos le dije a través del blíndex de seguridad “milagro: una vez ganamos nosotros”. La mujer se sonrió y cabeceó, pero no dijo nada: una cámara, colgada ahí arriba, filmaba la película de nuestras vidas segundo a segundo.

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