Tres noticias de los otros
mundos (posibles o hipotéticos), me han alegrado la semana. Y me han dado
alimento para la imaginación (es que me pasan tan pocas cosas interesantes...).
Pasen y vean. Creer o reventar.
La primera: me entero
que en pocas semanas llegará al ex planeta (ahora “planeta enano”) Plutón la
sonda robótica de la NASA bautizada como “New Horizons”. Después de un viaje de
nueve años, la nave no tripulada orbitará este helado mundo de los suburbios
del sistema solar, sus satélites conocidos y algunos otros cuerpos celestes de
esa zona limítrofe conocida como el cinturón de Kuiper, donde habitan los
“objetos transneptunianos”, hoy por hoy los más prometedores de este rincón
cercano de la galaxia. Me fascinan los mundos desconocidos, y aunque la misión no
lleve ninguna sonda de descenso sobre la superficie misma del planeta, las
fotografías que se tomen en el acercamiento me tienen ansioso como un chico.
La segunda: por
recomendación de un amigo veo una película de ciencia ficción estrenada hace
poco. Se trata de colonizar nuevos mundos para escaparle a la hambruna que se
viene en éste. Y hacen falta exploradores. Descubren un agujero de gusano cerca
de Saturno, salvoconducto que lleva a los astronautas directo al sistema solar
de una estrella distante. Allí exploran mundos vírgenes, donde el tiempo avanza
con mucha mayor velocidad que en la tierra: una hora allí equivale a nueve años
de vida terrestre. El primer planeta es de agua, atravesado por inmensas olas que
vistas a la distancia parecen montañas. El segundo planeta es de hielo, con sus
estribaciones blancas y grises atravesando la superficie (rompí el hechizo quedándome
hasta el final de los créditos: informaban que las escenas se habían filmado en
las escarpadas regiones de Islandia). Las recreaciones son muy estimulantes, y
el giro que se le da al argumento (el viaje a través de ese hipotético atajo espacio-temporal
que son los agujeros de gusano) es una vuelta de tuerca ingeniosa para postular
un viaje interplanetario de grandes distancias, ya que en un futuro cercano aún
careceremos de tecnología adecuada para cruzar las inconmensurables extensiones
del universo (que sigue expandiéndose). El film no deja de ser un producto de Hollywood,
quiero decir, con su inevitable cuota de patetismo y escenas lacrimosas para
ejercitar el vicio del sensiblero, pero los efectos especiales que recrean esos
mundos imaginarios han puesto al alicaído cine de ciencia ficción en un primer
plano como hace tiempo yo no veía. Ah, y otro dato a su favor: a la hora de
explicar los fenómenos de la física en el espacio profundo, no se ahorran datos
técnicos.
La tercera: ayer a la
mañana me llegó a casa por correo una carta de mi ex banco, una corporación que
si bien lleva el nombre de una ciudad española, hoy es un poderoso gigante
multinacional. Durante más de quince años, desde antes incluso que lo compraran
estos capitales trasnacionales, soporté los manoseos del banco, hasta que me cansé.
Por eso me llamó la atención que me mandaran una carta, ya que es esperable que
no les importe en lo más mínimo perder a un cliente-insecto como yo. Y vean por
dónde. La misiva me informaba que yo debía pasar a cobrar (¡no a pagar! ¡a
cobrar!) una indemnización. Cierta ONG de defensa del consumidor los había
obligado a devolverle a miles de ex clientes un porcentaje de lo que les habían
cobrado indebidamente como parte de los gastos de mantenimiento de sus cuentas.
Tuve que leerla varias veces para creerlo. ¿Existía aún algún David que pudiera
doblegar a semejante Goliat en este páramo agreste llamado capitalismo
financiero? Que una organización pública haya conseguido, en nombre de ese
oxímoron de fantasía llamado “defensa del consumidor”, forzar a un poderosísimo
monstruo de la banca mundial a pagarle a perejiles como nosotros un
resarcimiento en metálico por sus abusos, eso sí que es ciencia ficción. Esta
mañana fui (con la certeza de que entraba por última vez, por lo menos a una
sucursal de este banco) e hice dos monumentales colas: una para llegar hasta la
mesa de entrada, donde un empleado me hizo la liquidación, más otra cola para
llegar hasta el cajero. Casi dos horas para cobrar 655 pesos (que para ser el
20% de devolución mensual en casi 15 años, me pareció poco, pero bue...
vinieron de arriba). Como tantas veces, esa espera demencial de horas, en una
fila que se mueve muy lento para llegar a una de las dos cajas, me hubiera
parecido (otra vez) el fracaso más patente de la raza humana. Pero esta vez no:
esta mañana, con las circunstancias frescas en mi cabeza (a saber, que mi incursión
a la cueva de ese pulpo insaciable del capitalismo financiero era la última, y que
además venía a cobrar) me entretuve observando ese mundo tan extraño. Ahí
estaba el empleado de la seguridad privada, en sus múltiples esfuerzos por
agilizar una cola que, viniendo desde el fondo, en el primer piso, casi salía a
la calle. Ahí estaban las caras de los que a diario deben padecer esas esperas,
con sus uniformes de trabajo, con sus hijos colgándoles de la mano, embolados
por el aburrimiento. En un momento la cola ascendió al primer piso, y desde la
altura, parado en un escalón, tuve una visión panorámica de esa sucursal
terrestre del planeta rojo, con sus dos especies en evidente separación:
empleados y clientes. Cuando llegué a la caja, la empleada me pasó un documento
donde yo aceptaba las condiciones de pago (y juraba no reclamar nunca más
nada), y mientras los llenaba con mis datos le dije a través del blíndex de
seguridad “milagro: una vez ganamos nosotros”. La mujer se sonrió y cabeceó,
pero no dijo nada: una cámara, colgada ahí arriba, filmaba la película de
nuestras vidas segundo a segundo.
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