Hay un género literario
al que se lo identifica con un término de seductora polisemia. Y es llamativo
cómo esa modulación de la llamada “prosa de no ficción” pudo cambiar tanto sus
verdaderas intenciones hasta significar lo opuesto. Tanto mutó, que hoy esa
palabrita (“ensayo”), con todo lo que tiene de estimulante, despierta en la
mente de muchos lectores desprevenidos promesas de un acartonado aburrimiento.
No conozco ningún otro
registro del que se pueda establecer su origen con tanta precisión: un autor y
un libro (de hecho, el único libro de ese autor). Michel de Montaigne se retira
a un castillo a sus 38 años para comenzar la redacción de sus Essais. Lo hace bajo esta tácita
declaración de intenciones: “Quiero que se me vea en mi forma simple, natural y
ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro.” Allí
está lo revolucionario de sus escritos. El Miguelito de la Montaña inventa un género
y una palabra: va a ensayar sobre un tema, va a escribir mientras piensa (o a
pensar escribiendo), dirá lo poco o mucho que sabe sin tener argumento para
todo, sin haber establecido con claridad sus objetivos. No importa. Lo valioso
de sus abordajes es la manera en que lo dirá, su particular punto de vista, su
caprichosa mirada sobre lo que lo rodea. En las antípodas del erudito, él
probará, ensayará, y no le importará el no arribar a conclusiones contundentes,
porque lo interesante estaba en los escollos del camino, en los vaivenes del
discurrir de la escritura. Lo dice sin vueltas (ése es otro de sus méritos): Él
es el objeto de su libro. La exacerbación caprichosa de una subjetividad, la
forma (el cómo) puesta con la prepotencia del artista sobre el asunto (el qué).
En ningún otro género de ideas esta voluntad de un yo que quiere decir se puede
ver con mayor potencia expresiva. Desde la montaña, Miguel respira profundo y
dice, opina, sugiere y juzga sobre los más variados temas que van desde la
muerte hasta el tamaño de su miembro viril. No importa, ahí está su stilus,
Montaigne es un campeón de la libertad de pensamiento, del decir con sencillez
y sin vueltas, eso que los griegos llamaban parresía.
¿Y entonces por qué,
me pregunto, la palabra ha sido tan desvirtuada que ni los mismos escritores hoy
la quieren usar? Artículos, notas de prensa, columnas de opinión... ¿Todos
estos géneros practicados en el periodismo gráfico no son acaso formas del
ensayo entendido así, como acabo de hacerlo, “a la Montaigne ”? Hubo, creo, en
el último siglo y medio, una apropiación de esta palabra por parte de la
academia en combinación con el pensamiento positivista-cientificista. De allí,
por un tobogán de “objetividad”, fuentes documentadas y un “se” abstracto que
quiere denotar imparcialidad, llegamos a esos mamotretos jergosos llamados
“papers”. ¿Hay algo más aburrido e insustancial que una tesis doctoral, un texto
pensado para una revista especializada o una conferencia? La capilla literaria materializada
en todo su esplendor, el paper académico como el conducto por el cual el
autismo de “hablarnos entre nos” se vuelve realidad. Y a eso, el común de los
mortales llama “ensayo”. Claro, lo hacen desde lejos, porque si esos reportes
forenses de los círculos académicos representan al ensayo, nadie querrá
acercárseles. Que para dormir ya está la industria farmacéutica de los
ansiolíticos...
Hay un diario nacional
que tiene una sección semanal especial llamada “columna de escritores”. Es el
único medio de prensa que ha convocado, desde 2055, a escritores a
participar de sus páginas. Es sencillamente fantástica, y salva de ese
periódico (como de cualquiera) la chatura gris de la noticia intrascendente, la
columna del periodista especializado que no sabe hacer otra cosa que despanzurrar
la última noticia, la minucia efímera a la que se le presta atención porque hay
que llenar muchas páginas todos los días, que de eso viven. Allí están
escribiendo, en mi opinión, el mejor narrador argentino de hoy (Martín Kohan) y
el mejor poeta (Fabián Casas), con la ventaja inmensa de que el diario publica
esos textos en la versión digital el mismo día de su impresión en papel. En
estas columnas semanales se cruzan todo, todos y de todo: la vida cotidiana, la
experiencia personal, las noticias de actualidad, algunas cuestiones de fondo
(como la literatura y la intelectualidad, que a la mayoría de los lectores de
diarios le resbala), pero siempre desde su óptica personalísima, desde su
registro de voz que los aleja de los periodistas de profesión, de los
“analistas políticos” atentos a las mínimas miserias de los figurines articulados.
Y sin embargo... Veo
un video de una charla que dieron tres de estos escritores columnistas en la
última Feria del libro. Y nada. La palabra “ensayo” brilla por su ausencia. Hablan
de artículo, de columna, de nota de prensa, de colaboración, pero el
significante que mejor definiría sus textos (¿o acaso están haciendo otra cosa
que la de “ensayar”?) jamás es dicho. De hecho, ni siquiera se quieren hacer
cargo de la palabra escritor, aunque hayan aceptado formar parte de una doble
página cuya volanta reza “Columna de escritor”. No soy un purista de las
etiquetas, al fin y al cabo los textos son magníficos y están ahí cada semana,
en el kiosco de la esquina o a un clic de distancia, pero me lamento que ellos,
los mejores ensayistas literarios que participan de la prensa, no quieran
reivindicar al padre por detrás de cualquier padre, inventor de un género
literario y de una manera de llamarlo. Llamado
que hacía desde el aire puro de la montaña a la que se subía para decir lo suyo
sin acartonamientos ni falsas erudiciones, porque era, al fin de cuentas, un
hombre común al que le gustaba el desafío de probarse a sí mismo.
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