sábado, 27 de junio de 2015

Ensayos en torno a una palabra

Hay un género literario al que se lo identifica con un término de seductora polisemia. Y es llamativo cómo esa modulación de la llamada “prosa de no ficción” pudo cambiar tanto sus verdaderas intenciones hasta significar lo opuesto. Tanto mutó, que hoy esa palabrita (“ensayo”), con todo lo que tiene de estimulante, despierta en la mente de muchos lectores desprevenidos promesas de un acartonado aburrimiento.
No conozco ningún otro registro del que se pueda establecer su origen con tanta precisión: un autor y un libro (de hecho, el único libro de ese autor). Michel de Montaigne se retira a un castillo a sus 38 años para comenzar la redacción de sus Essais. Lo hace bajo esta tácita declaración de intenciones: “Quiero que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro.” Allí está lo revolucionario de sus escritos. El Miguelito de la Montaña inventa un género y una palabra: va a ensayar sobre un tema, va a escribir mientras piensa (o a pensar escribiendo), dirá lo poco o mucho que sabe sin tener argumento para todo, sin haber establecido con claridad sus objetivos. No importa. Lo valioso de sus abordajes es la manera en que lo dirá, su particular punto de vista, su caprichosa mirada sobre lo que lo rodea. En las antípodas del erudito, él probará, ensayará, y no le importará el no arribar a conclusiones contundentes, porque lo interesante estaba en los escollos del camino, en los vaivenes del discurrir de la escritura. Lo dice sin vueltas (ése es otro de sus méritos): Él es el objeto de su libro. La exacerbación caprichosa de una subjetividad, la forma (el cómo) puesta con la prepotencia del artista sobre el asunto (el qué). En ningún otro género de ideas esta voluntad de un yo que quiere decir se puede ver con mayor potencia expresiva. Desde la montaña, Miguel respira profundo y dice, opina, sugiere y juzga sobre los más variados temas que van desde la muerte hasta el tamaño de su miembro viril. No importa, ahí está su stilus, Montaigne es un campeón de la libertad de pensamiento, del decir con sencillez y sin vueltas, eso que los griegos llamaban parresía.
¿Y entonces por qué, me pregunto, la palabra ha sido tan desvirtuada que ni los mismos escritores hoy la quieren usar? Artículos, notas de prensa, columnas de opinión... ¿Todos estos géneros practicados en el periodismo gráfico no son acaso formas del ensayo entendido así, como acabo de hacerlo, “a la Montaigne”? Hubo, creo, en el último siglo y medio, una apropiación de esta palabra por parte de la academia en combinación con el pensamiento positivista-cientificista. De allí, por un tobogán de “objetividad”, fuentes documentadas y un “se” abstracto que quiere denotar imparcialidad, llegamos a esos mamotretos jergosos llamados “papers”. ¿Hay algo más aburrido e insustancial que una tesis doctoral, un texto pensado para una revista especializada o una conferencia? La capilla literaria materializada en todo su esplendor, el paper académico como el conducto por el cual el autismo de “hablarnos entre nos” se vuelve realidad. Y a eso, el común de los mortales llama “ensayo”. Claro, lo hacen desde lejos, porque si esos reportes forenses de los círculos académicos representan al ensayo, nadie querrá acercárseles. Que para dormir ya está la industria farmacéutica de los ansiolíticos...
Hay un diario nacional que tiene una sección semanal especial llamada “columna de escritores”. Es el único medio de prensa que ha convocado, desde 2055, a escritores a participar de sus páginas. Es sencillamente fantástica, y salva de ese periódico (como de cualquiera) la chatura gris de la noticia intrascendente, la columna del periodista especializado que no sabe hacer otra cosa que despanzurrar la última noticia, la minucia efímera a la que se le presta atención porque hay que llenar muchas páginas todos los días, que de eso viven. Allí están escribiendo, en mi opinión, el mejor narrador argentino de hoy (Martín Kohan) y el mejor poeta (Fabián Casas), con la ventaja inmensa de que el diario publica esos textos en la versión digital el mismo día de su impresión en papel. En estas columnas semanales se cruzan todo, todos y de todo: la vida cotidiana, la experiencia personal, las noticias de actualidad, algunas cuestiones de fondo (como la literatura y la intelectualidad, que a la mayoría de los lectores de diarios le resbala), pero siempre desde su óptica personalísima, desde su registro de voz que los aleja de los periodistas de profesión, de los “analistas políticos” atentos a las mínimas miserias de los figurines articulados.

Y sin embargo... Veo un video de una charla que dieron tres de estos escritores columnistas en la última Feria del libro. Y nada. La palabra “ensayo” brilla por su ausencia. Hablan de artículo, de columna, de nota de prensa, de colaboración, pero el significante que mejor definiría sus textos (¿o acaso están haciendo otra cosa que la de “ensayar”?) jamás es dicho. De hecho, ni siquiera se quieren hacer cargo de la palabra escritor, aunque hayan aceptado formar parte de una doble página cuya volanta reza “Columna de escritor”. No soy un purista de las etiquetas, al fin y al cabo los textos son magníficos y están ahí cada semana, en el kiosco de la esquina o a un clic de distancia, pero me lamento que ellos, los mejores ensayistas literarios que participan de la prensa, no quieran reivindicar al padre por detrás de cualquier padre, inventor de un género literario  y de una manera de llamarlo. Llamado que hacía desde el aire puro de la montaña a la que se subía para decir lo suyo sin acartonamientos ni falsas erudiciones, porque era, al fin de cuentas, un hombre común al que le gustaba el desafío de probarse a sí mismo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario