“Vamos subiendo la cuesta
que, arriba, / mi calle se vistió de fiesta” dice Serrat en una canción tan
karaokeada como bella. Por estos lares, ese sentimiento de genuino festejo se
ha desmantelado en una parodia de fiesta que el Gobierno, en su disfrazado afán
populista, restableció con cuatro días de feriado en febrero. Lo llaman
carnaval, pero ni remedo es de lo que alguna vez fue con los negros esclavos en
la época de la colonia. En realidad, este feriado interminable es un incentivo
más para que recaude la industria del turismo interno, como ese baypass
gástrico llamado “feriado puente”.
La verdad más cruda es que este
país no tiene espíritu carnavalesco. Ni por asomo y por más resucitación
cardiopulmonar que se le haga a la geografía patria. Yo diría que el argentino
(o más puntualmente, el porteño de Buenos Aires) se parece al personaje que él
mismo se creó desde las orillas peligrosas de la ciudad, como los facones que
llevaban bajo el sobaco: este país se parece al tango, ese pensamiento triste que
se baila, tal como lo definió su mejor
poeta.
Yo vivo en una ciudad al
margen del margen, y por eso me parece que es más triste que la tristeza. Pero
este domingo escucho bombos a la distancia, y para distraerme un rato del
embole y el calor, me acerco a ver, cual cotorritas pegándose contra el farol. Desde
lejos se nota: es un carnaval que nadie se lo cree. Sobre la calle principal
desfilan unas murgas amateurs compuestas por chicos de los barrios. Y los que
los miran pasar, aplaudiendo desde el cordón de la vereda, son sus familiares
que tal vez vieron a sus vástagos ensayar todo el año para desfilar estos cien
metros. También están, en minoría, los vecinos que como yo no saben qué catzo
hacer con tanto tiempo regalado de gusto. Los bombos y redoblantes suenan, los pasistas
se esmeran enfundados en sus trajes pagados por el clientelismo político. La
municipalidad ha puesto lucecitas de colores y ha invertido en un animador que,
micrófono en mano, desde un podio insta a los androides a que ejerzan la
alegría que el señor intendente no les negó, pues les legó. Sí: la calle
pareciera esta noche vestida de fiesta, como dice el catalán, pero por más que
el discurso institucional nos inste a que nos divirtamos, no hay voluntad... Ni
siquiera una cuesta que subir en esta anodina llanura, chata como nuestro
espíritu báquico.
Dolina, personaje radial,
decía que a él le gustaban los carnavales organizados en una curva, cosa de
mantener la ilusión de que el festejo es posible, hasta doblar la esquina y verificar
la misma obsecuente desidia. El efecto que consiguen es contraproducente: los
agentes de la Matrix
canjean el traje negro por galeras y lentejuelas y salen a la calle. Al ritmo
de la percusión alzan a los zombies por los brazos y los sacuden entre gritos
de algarabía, pues hay que institucionalizar la diversión... Sí, el gobierno no
escatima los suministros de pan y circo para todos; pero lo único que consiguen
es que la gente que no puede escaparse hasta la costa (la mayoría) deba
atravesar un embole depresivo de tarde de domingo pero multiplicado por cuatro.
Empecé la divagación con una
cita, terminaré con otra, esa tan karaokeada de Marx que dice que la historia
primero se da como tragedia y luego como parodia. El carnaval primero fue la
diversión efímera de los esclavos, hoy es la parodia de una festividad que
nunca existió.
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