viernes, 5 de junio de 2015

Parodias institucionales

“Vamos subiendo la cuesta que, arriba, / mi calle se vistió de fiesta” dice Serrat en una canción tan karaokeada como bella. Por estos lares, ese sentimiento de genuino festejo se ha desmantelado en una parodia de fiesta que el Gobierno, en su disfrazado afán populista, restableció con cuatro días de feriado en febrero. Lo llaman carnaval, pero ni remedo es de lo que alguna vez fue con los negros esclavos en la época de la colonia. En realidad, este feriado interminable es un incentivo más para que recaude la industria del turismo interno, como ese baypass gástrico llamado “feriado puente”.
La verdad más cruda es que este país no tiene espíritu carnavalesco. Ni por asomo y por más resucitación cardiopulmonar que se le haga a la geografía patria. Yo diría que el argentino (o más puntualmente, el porteño de Buenos Aires) se parece al personaje que él mismo se creó desde las orillas peligrosas de la ciudad, como los facones que llevaban bajo el sobaco: este país se parece al tango, ese pensamiento triste que  se baila, tal como lo definió su mejor poeta.
Yo vivo en una ciudad al margen del margen, y por eso me parece que es más triste que la tristeza. Pero este domingo escucho bombos a la distancia, y para distraerme un rato del embole y el calor, me acerco a ver, cual cotorritas pegándose contra el farol. Desde lejos se nota: es un carnaval que nadie se lo cree. Sobre la calle principal desfilan unas murgas amateurs compuestas por chicos de los barrios. Y los que los miran pasar, aplaudiendo desde el cordón de la vereda, son sus familiares que tal vez vieron a sus vástagos ensayar todo el año para desfilar estos cien metros. También están, en minoría, los vecinos que como yo no saben qué catzo hacer con tanto tiempo regalado de gusto. Los bombos y redoblantes suenan, los pasistas se esmeran enfundados en sus trajes pagados por el clientelismo político. La municipalidad ha puesto lucecitas de colores y ha invertido en un animador que, micrófono en mano, desde un podio insta a los androides a que ejerzan la alegría que el señor intendente no les negó, pues les legó. Sí: la calle pareciera esta noche vestida de fiesta, como dice el catalán, pero por más que el discurso institucional nos inste a que nos divirtamos, no hay voluntad... Ni siquiera una cuesta que subir en esta anodina llanura, chata como nuestro espíritu báquico.
Dolina, personaje radial, decía que a él le gustaban los carnavales organizados en una curva, cosa de mantener la ilusión de que el festejo es posible, hasta doblar la esquina y verificar la misma obsecuente desidia. El efecto que consiguen es contraproducente: los agentes de la Matrix canjean el traje negro por galeras y lentejuelas y salen a la calle. Al ritmo de la percusión alzan a los zombies por los brazos y los sacuden entre gritos de algarabía, pues hay que institucionalizar la diversión... Sí, el gobierno no escatima los suministros de pan y circo para todos; pero lo único que consiguen es que la gente que no puede escaparse hasta la costa (la mayoría) deba atravesar un embole depresivo de tarde de domingo pero multiplicado por cuatro.  

Empecé la divagación con una cita, terminaré con otra, esa tan karaokeada de Marx que dice que la historia primero se da como tragedia y luego como parodia. El carnaval primero fue la diversión efímera de los esclavos, hoy es la parodia de una festividad que nunca existió.

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