Todo se dispara,
inevitablemente, con la vida cotidiana. Lo que lleva a la anécdota. Lo que
lleva a escribir. Pues bien, esto me pasó hoy mismo, en una incursión a la desmesurada
megalópolis capitalina. Caminaba por una calle que desconocía (Gascón, creo) del
barrio de Almagro. El azar me llevó hasta las inmediaciones de una peluquería,
y yo tenía planes de hacerme cortar el pelo. Me detuve y miré con disimulo,
desde la vereda de enfrente, a través de la vidriera. El lugar parecía una
cueva, típica peluquería “de viejo” pero mal mantenida. El peluquero,
solitario, hacía juego con el abandono de su comercio: un sesentón, le calculé,
gordo y mal alineado leía sentado en uno de los sillones de la mini sala de
espera, de frente a la luz natural. Serían alrededor de las cuatro de la tarde,
y se veía que el hombre se aburría en la tarde porteña esperando clientes. El
aspecto general del lugar, digamos que no me transmitía confianza. Pero para
una rapada con la máquina rasuradora no es necesario una habilidad especial. En
fin, que me dije “un trámite menos del viaje”, y entré.
El tipo me saludó con
corrección y buenos modales. Me senté en el sillón señorial, de esos aparatosos
que ya no abundan en las peluquerías modernas (que ahora se llaman “salones de
belleza” y están atendidos por “estilistas”), y dejé que me atara la capa de
tela con mucha parsimonia. Cuando al fin terminó de ajustármela alrededor del
cuello, se quedó mirándome por el espejo. Le hice un único y simple pedido: “Rasúreme
con la medida número dos”. Después, a falta de otra vista, me deprimí mirando, en
el reflejo autobiográfico, las entradas incipientes y la coronilla que ya empieza
a hacer sombra. Éramos, claro, dos perfectos extraños, como suele ocurrir con
los clientes en una transacción comercial. Él trabajaba y yo lo miraba en
silencio orbitarme. Vi que sobre la repisa de debajo del espejo estaba, abierto
boca abajo, donde él había interrumpido su lectura cuando yo aparecí, el libro
con el que mataba el tiempo. Trataba sobre la historia del pueblo romano, en
esos formatos de bolsillo típicos de las ediciones de divulgación de mediados
del siglo pasado. También noté que por encima del murmullo de la rasuradora
eléctrica se escuchaba música clásica. Ahí, a un costado, había uno de esos reproductores
de compact discs con radio apoyado sobre una mesita. Supuse que sintonizaría alguna
emisora de FM de ésas dedicadas exclusivamente a este género musical. Finalmente
rompí el silencio. Señalando apenas con un índice que saqué de abajo de la capa,
le pregunté qué le gustaba. Me dijo que lo más “moderno” era Debussy, o sea,
deduje para mí, que era un tradicionalista al cuadrado. Yo le comenté los
méritos de los compositores del siglo XX y me preparé para su esperable objeción:
el dodecafonismo. No, le aclaré, ya de pie, sacudiéndome con un cepillo los
pelos de mi ropa, Schoenberg no, es tremendamente aburrido. Prokofiev,
Shostakovich, Malher. Estuve por nombrar a Bartok, pero me contuve: supuse que
sería demasiado para su conservadurismo musical. Reconoció que se los debía.
Le pagué y antes de salir
le agradecí que hubiera pasado ese rato en una peluquería con música clásica de
fondo. Ya no se ven cosas así, le comenté. Y qué importaba que ese ambiente depresivo
oliera a humedad (pensé pero no dije). Él aceptó mi gesto con una sonrisa de
entendimiento. Y me fui, siguiendo el rastro de la estación del cercano ferrocarril
oeste que me trajera de regreso a un suburbio de la provincia. No nos
presentamos, pues ni eso es necesario para una transacción comercial
peluquero-cliente. Sin embargo, creo que en unos pocos minutos, charlando
desinteresadamente, opinando, sin pretensiones de sapiencia ni deseos de
convencer al otro, pudimos sentirnos cercanos por esa música ambiente que nos rodeaba.
¿No fue ésta una prueba en miniatura de lo que se llama “civilización”?
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