jueves, 25 de junio de 2015

Peregrinajes en el planeta rojo


He contado hace poco que debí hacer una última incursión a una sucursal de provincias al cuadrado (el margen de Sudacaland, que ya es el margen) de un banco de los capitales transnacionales. Aunque el nombre remite a una pacífica ciudad ibérica, yo habité la nada tranquilizadora puntita final de uno de los tentáculos de uno de los grandes pulpos fagocitantes del capitalismo financiero.
Bueno, quisiera volver a esa convivencia pasajera de casi veinte años, porque ese ámbito, como el de cualquier otro banco, es muy seductor para el antropólogo en pantuflas que está atento a las maneras sutiles con que las instituciones moldean la sociabilidad de las personas. Haré memoria.
Al primero que recuerdo es al empleado de la seguridad privado. Flaco, morochón, espigado en su uniforme marrón, con cara de “milico”, fundamental para ese sutil oficio de vigilar sin ser percibido, de amedrentar con la sola presencia pero sin incomodar a los (en definitiva) clientes de la casa. Recuerdo que en épocas difíciles, durante la crisis de 2001, donde los bancos amenazaban con quebrar o irse del país, el gobierno retenía los depósitos de los ahorristas y un infausto ministro de economía se esforzaba por bancarizar el país en un fin de semana, este trabajador se mostraba más gentil que nunca en medio del caos: organizaba las filas con una sonrisa, daba clases prácticas de uso de los cajeros automáticos, hasta tranquilizaba a los más exaltados no con amenazas sino dándole charla (lo sé porque lo practicó conmigo)... Luego volvió la normalidad (una normalidad del subdesarrollo, claro, de esas que nunca se sabe) y la cara del can Cerbero del planeta rojo volvió a ser la antes, la de la materialización de la lógica de la coerción.
La gente que espera allí adentro parece tener un aire retraído y atento, como la del turista que visita una iglesia. Hay apaciguamiento hasta en los chicos, que no se descontrolan corriendo como en un supermercado. Todos parecen más cuidadosos, como si las cámaras, el vigilante y la cercanía de los fajos de billetes, apilados en la bóveda insondable para los simples mortales, crearan una atmósfera de respetuoso cuidado.
En el puesto más difícil del banco, detrás del mostrador de la mesa de entrada (una trinchera vanguardista del frente) donde se forma la primera cola de espera, he visto pasar a muchos empleados, probablemente ocupar esa silla sea el pago de “derecho de piso” de los nuevos: estar a la ofensiva en la “línea de tiro” de los clientes. Recuerdo a una joven de ojos grises, cara larga de caballo y mirada lánguida, como si nada le importara, que se tomaba todo con calma aunque viera que la línea de interesados saliera por la puerta de calle y siguiera afuera, al rayo del sol, en la vereda. Alguna vez me la crucé en un ómnibus, de tarde, y tenía la misma cara de nada: como dicen en el teatro, el personaje se la había comido. En general el staff de empleados bancarios trasunta la misma parsimonia, como si estuvieran vacunados contra el estado general de tensión y caos del ambiente. De los de “ellos” nadie corre, nadie grita ni hace aspavientos, a nadie pareciera importarles las “molestias ocasionadas” a sus propios clientes con las diarias colas que se ven en cualquier momento del mes.
Y a propósito de colas, de esperas, de malos tratos y abusos al cliente, es esa misma experiencia en el planeta rojo de la banca mundial que al resignado (pero atento) peregrino de esta tierra le permitiría “vivienciar” este mundo en profundidad. Se trata de un lento avance, que en días de vencimiento y pagos de sueldos (del 5 al 15 de cada mes, más o menos) puede demorar más de una hora, dos en el peor de los casos. La línea de tres cajas, al fondo y arriba, en el primer piso, son la gran meca de este creyente de los servicios bancarios: día tras día, el cansino peregrinar (pasito a paso) se repite. Hay que cruzar la geografía del planeta rojo de punta a punta, desde que se traspasa la puerta principal hasta la pared medianera de sus antípodas: los últimos metros de la espera, ante las cajas ocultas detrás de los biombos, dan a una ventana ciega cubierta por un parasol, que a su vez da a un patio interior de la planta alta (como yo vivo a la vuelta, desde la manzana de enfrente puedo ver los fondos del banco, el lado ciego de esa ventana ciega).
En esta larga espera, en este avanzar en fila hacia arriba y atrás, uno arranca con el mismos sol de la calle, luego de atravesar la puerta se cruza con la cola de los cajeros automáticos y la de la mesa de entrada (a cuyo centinela se ignora porque uno ya sabe a lo que va: a hacer un depósito, a cobrar un cheque, a comprar dólares, etc.), superadas estas otras dos filas de humanos y ya dentro del banco en sí mismo, uno puede apreciar de cerca los cubículos de la “atención personalizada” al costado izquierdo y del derecho la fila de butacas de los que esperan que algún empleado se asome por sobre la mampara de los cubículos y diga su apellido. Avanzamos, y al fin empezamos a ascender la escalera que nos llevará hasta las ansiadas cajas. Aquí la fila de creyentes se divide en dos: la de los usuarios “vip”, con su cajero exclusivo, y la cola de los clientes rasos como yo que sólo pagan por el servicio mínimo. Con cada paso que nos elevamos, empezamos a tener un panorama aéreo de este mundo, ahora (si queremos) podemos percibir el pulular de sus habitantes: Varones jóvenes con su uniforme de trabajo y el nombre de la empresa para la que trabajan estampadas en sus espaldas, mujeres con sus chicos, completa ausencia de viejos (pues aquí no se pagan jubilaciones); también podemos atisbar a los empleados por encima de los cubículos abiertos; podemos seguir el ir y venir del vigilante, que sube, baja, mira y conmina a que apaguen sus celulares; y están, claro, más cercanos, los ojos eléctricos que zumban sin tener que anunciar, con ridícula cortesía, “sonría que lo estamos...”. Casi todo se ve desde esta altura de la dinerósfera mundial, claro que uno no es ingenuo, sabe que se pierde lo más jugoso: lo que pasa dentro del despacho privado del gerente, dentro de la bóveda o de otros reductos inimaginables de la trastienda de esta fortaleza de las finanzas.
Al fin estamos a dos o tres clientes de la caja, y nos acordamos de repente a qué habíamos venido. Repasamos la documentación que descansaba en la mano sudada, volvemos a contar el dinero para asegurarnos de pagar con cambio o el papelito donde traemos anotado el número de cuenta. Si entablamos alguna conversación con el de adelante o de atrás de uno para hacer la espera menos tediosa, al ver que el laberinto de durlock que han puesto por seguridad (luego de que en una “salidera” balearan a una mujer embarazada) y que nos conducirá como hamsters hasta la ventanilla, cerramos la conversación con rapidez, sin mucha cortesía, urgidos por poner toda nuestra atención en el trámite. Estamos parados adelante de todo. Esperamos ansiosos escuchar el “tuuruuu” del indicador digital que arriba llama a un nuevo turno. El número digital cambia, indicándonos a cuál caja deberemos acudir. Avanzamos por el pasadizo (derecha, izquierda), y se materializa una cara adusta, por lo general masculina, que está ocupado terminando de procesar la transacción anterior.

A lo que vine. Inicio mi trámite, escucho su voz metálica que sale por el altavoz, del otro lado del vidrio de seguridad, pidiéndome la documentación que me acredita; ésta va y viene por la ranura exigua, lo mismo que los billetes y los comprobantes, unos segundos después. Observo con atención a los tan ansiados cajeros evolucionar del otro lado de la ventanilla, abriendo fajos de billete, contándolos en esos aparatos que no se pueden seguir con la mente porque son muy veloces. Algunos sellos caen sobre los papeles y llegan a mi mano. Un saludo formal, de rutina, cierra la transacción y bajo la escalera hacia la calle, viendo a los que aún se empecinan en alcanzar la tierra prometida de las cajas. En la antepuerta corrediza, que separa a los cajeros automáticos de la mesa de entrada, está apoyado el San Pedro de este mundo rojo con la llave en la mano, ha cerrado la puerta porque son más de las tres, y a cada cliente que se va, se toma el trabajo de abrirle. Uno por uno, hasta que no quede ningún visitante, hasta mañana. Regresaba, al fin, de una incursión más a la gran máquina del dinero-que-hace-más-dinero, tierra de las finanzas puras. Pero eso era hasta hace unos meses, porque hoy no soy cliente de ningún banco (pero ¿hasta cuándo?).

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