sábado, 30 de mayo de 2015

Inmortales papeles póstumos

          Me entero, por el azar de la red, que el año pasado publicaron el tercer volumen de los “Papeles de trabajo” de Juan José Saer, extraídos, según su viuda, de los casi 20 cuadernos de notas que el autor dejó en su archivo personal al momento de morir en París, en 2005. Hay una reseña muy completa, que me demoro en leer. A primera vista me emociona la foto entrañable que incluye la edición de Seix Barral en su tapa: el “turco” aparece de pie, tomando mate, junto a uno de sus maestros y amigos, el poeta entrerriano Juanele Ortiz, hombre que encarnó como pocos a la poesía como forma de vida. También hay otra imagen que reproduce la reseña del suplemento, en donde Juani posa de pie, al borde de una ruta, junto al cartel de vialidad que indica “Serodino 1”, es decir, que está a un kilómetro de distancia de su pueblo natal. Esto me resulta muy significativo, pues la obra de Saer, tan atenta a la aristotélica noción de unidad de lugar, y a pesar de haber vivido en París sus últimos 37 años de vida, nunca salió de esa zona emblemática de referencia que es el litoral santafecino.
Adentrándome en la reseña de este matutino porteño no puedo dejar de pensar en los libros póstumos, en esa contradictoria combinación de textos que su autor no incluyó en ningún libro, pero que sin embargo arrastró consigo a lo largo de su vida sin decidirse a destruirlos. Algo así ha hecho la viuda de Borges, reeditando tres libros de juventud que el propio Borges había expurgado de las obras completas que publicó en vida, en 1974. Hay una aclaración en el prólogo del propio Borges que no deja dudas: dice que no reedita esos tres títulos porque prefiere que queden en el olvido. Y sin embargo, a la representante legal de una de las obras más emblemáticas del siglo XX eso no bastó para reeditar los  pecados de juventud que el poeta rioplatense prefería olvidar.
Pero volviendo a Saer, uno de los mejores prosistas del siglo XX en lengua española, la cosa se vuelve más difícil si tenemos en cuenta que él definió su propia voz, sin dudas, a partir de la novela Cicatrices, publicada a sus 32 años de edad. Por eso algunos de los poemas de juventud incluidos en este tercer volumen me resultan tan desubicados, más aún viniendo de un escritor que durante toda su vida demostró tener un gran control sobre su escritura: jamás publicó de más, y tan es así que cuesta encontrar colaboraciones cuyos textos no se incorporen con eficacia a su proyecto estético global. Del primer volumen editado, en cambio, hay textos interesantísimos, pues está compuesto por reflexiones teóricas que Juani fue haciendo durante las largas gestaciones de sus libros. Al lector que escribe y que está atento a la cocina de la escritura, y más aún viniendo de un verdadero estilista, muchas reflexiones y reelaboraciones de sus manuscritos, hasta llegar a la forma que publicó, puede resultarle interesante. Yo extraje para uno de mis futuros libros (si es que eso alguna vez sucede) este fragmento para usarlo como epígrafe:

Por el gusto de escribir algo: después de muchos días de silencio escritural me ha asaltado en el baño, mientras me lavaba las manos, antes de irme a acostar, el deseo de estar, a la luz de la lámpara, escribiendo. Deseo de escribir; no de decir algo. Pero deseo, también, de escribir en tanto que escritor: sin que ninguna razón, como no sea el deseo de estar a la luz de la lámpara, escribiendo, haya motivado mi acto. Mecerme en el equilibrio infrecuente y perecedero de la mano que va deslizándose de izquierda a derecha, oyendo los rasguidos de la pluma sobre la hoja del cuaderno, victorioso por haber comprendido por fin que el deseo de escribir es un estado independiente de toda razón y de todo saber, liberado de toda exigencia de estructura, de estilo o de calidad, y lleno del silencioso clamor de las palabras que no son de nadie, que nadie puede acumular ni guardar para sí –la voz del mundo y de cada uno que resuena a través de mí en la noche apacible.”  (11/2/75)

Me lo llevé porque en esas reflexiones descubrí cierta pulsión de todo narrador de verdad, la de “estar escribiendo”, la de habitar la geografía de la escritura como una segunda naturaleza, la de estar “en el lenguaje” porque sí, porque no se puede no escribir. Hay una pulsión irresistible que lleva a escribir casi como un acto fisiológico, yo lo he sentido muchas veces, y en ese fragmento de su diario está expresada tal percepción con maestría.
Pero este tercer volumen, salido de un continuo trabajo arqueológico sobre sus notas manuscritas que casualmente dirige un estudioso de su obra (Sergio Delgado) que fue su amigo y a quien Saer incluye dentro de su galería de personajes en su novela póstuma (La Grande, 2006, que releo por tercer vez y puedo ver sobre mi mesita de luz) con el nombre de Pinocho Soldi, publica poemas de la primera juventud de escritor, cuando éste escribía bajo la influencia de su comprovinciano, el poeta José Pedroni. Aquí se puede ver bien la inutilidad de querer publicarlo todo: Pedroni adhería a una estética coloquialista y sencillista distante a miles de años luz de la del Saer maduro, quien admiraba a Faulkner y era amigo de Robbe-Grillet. He aquí una simple comparación. Leo de sus textos de juventud estos versos recientemente publicados: "Congratulo al crepúsculo, a la tibia paloma,/ al río, porque canta con su múltiple boca,/ al ombú y a la loma". Y los pongo al lado de un poema de “El arte de narrar”, el único libro de versos que Saer quiso publicar en vida: “¡Pobre Petrus Borel! Con la señora pitufar y todo, / se hundió en el cielo estrellado. El Licántropo / comió desde dentro el pan de la poesía hasta las migas / porque vino a llenar, en la opinión de Carlos, / el lugar de los lobos. Ahora su nombre / no es más que un tambor metálico que resuena temblando / un segundo después de redoblar.”
Por eso me pregunto qué valor podría tener para su obra, tan sólida, tan solidaria entre sí con cada uno de sus libros, tan, en definitiva, “obra” en sentido pleno de la palabra, publicar estos poemas imitativos de juventud de un Saer que todavía no era él. Me parece que el riesgo de querer publicarlo todo es doble cuando la excavación arqueológica se practica sobre los yacimientos dejados por un experimentador y estilista tan seguro de lo que hacía. Saer era muy cuidadoso con lo que publicaba, sus borradores convivían con él durante años hasta que se decidía a darlo a la imprenta. De eso pueden dar fue, casualmente, sus manuscritos híper corregidos, saturados de notas al margen que reproducen estos “papeles de trabajo” a modo ilustrativo. Pero claro, uno vuelve a preguntarse: enfermo, sintiéndose que se moría, por qué no los destruyó, a sabiendas de lo que hacen las viudas y los críticos con los papeles abandonados.

En fin, preguntas abiertas que dejan los grandes artistas, pues confirman su condición: aún muertos siguen dando que hablar.

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