Acabo de releer un
artículo de un escritor al que admiro y he tenido la suerte de tratarlo en
persona algunas veces. Habla sobre un amigo suyo, su apellido titula el texto,
y ese nombre propio le da pie para explayarse sobre la amistad en abstracto. Un
ensayo casualmente parecido al que escribió el inventor del género y de la
palabra “ensayo”, Miguelito de la Montaña. Claro que para el autor, que es una
persona sensible y bondadosa, los amigos son una necesidad vital: Fabián hace
un culto de la amistad y cada tanto lo pone por escrito. Motivado, porque el
texto tiene su seducción, se me ocurrió hacer un examen de conciencia (sin cura
ni dios) para preguntarme sobre la amistad en mi vida. Y llegué a una conclusión
que será antipática para los cultores de la filantropía: yo no tengo amigos. Y
no me importa no tenerlos. Lo digo sin pathos, como quien comprueba que está
lloviendo.
Por ejemplo, no me veo
con ex compañeros de escuela, pues no tengo nada en común con ellos. Más de una
vez me invitaron a reuniones de ex alumnos de esa primera promoción del colegio
secundario, pero siempre me negué. ¿Para qué ir, si no encuentro la menor
empatía con esos lejanos adolescentes que ahora, más veinte años después, están
pelados, arrugadas y llenos de hijos? No sirvo para fingir una cortesía que no
siento. Otro ejemplo: Alguien a quien alguna vez consideré mi amigo, viene una
vez por mes a mi casa, pero para devolverme en cuotas el dinero que le he
prestado. Ahora entiendo que en realidad sólo somos buenos vecinos con
varios recuerdos de infancia
compartidos, pues si no fuera por este negocio en común no nos veríamos nunca,
más allá de algunas palabras cruzadas en la calle, cuando coincidimos por una
cuestión de proximidad espacial. En fin, si me remitiera a lo que Goethe
llamaba las afinidades electivas, diré que sólo busco relacionarme con personas
que tengan conmigo gustos y preocupaciones en común, y he verificado que sólo
una persona me interesa ver en esta deprimente ciudad de casi cien mil
habitantes de cuyo nombre sigo sin querer acordarme.
Pienso que en la
amistad lo que prima es el sentimiento, la efusión del pathos al que yo trato
de escapar como de la peste. Mucho mejor, me digo, es la camaradería. Allí la
relación es de interés, un interés que no se oculta ni se disfraza de
intenciones candorosas. Al fin y al cabo, la elección de las afinidades tiene
que ver con eso, con romper con el determinismo de la familia y del lugar en
que nos tocó nacer y crecer, y que no elegimos. “Todos nacen en el mismo mundo
pero cada uno se dirige hacia su mundo”, decía no me acuerdo quién, y la
elección de los compañeros de ruta es parte de ese acomodo en un mundo que
pretendemos a nuestra medida. ¿Por qué fingir que siento empatía por personas o
causas que no me significan nada? ¿Para ser “políticamente correcto”? El
fingimiento profesional es cosa de políticos, presentadores de tevé o actores.
El caer bien es una práctica muy difundida en esta sociedad del aparentar, y yo
no tengo alma de zelig. Tengo, en cambio, intereses, preocupaciones, proyectos,
y sé que con algunas pocas personas (inteligentes y sensatas) que compartan
estas búsquedas podré establecer asociaciones de mutuo beneficio. Nada más. Sin
patetismos sentimentaloides ni aspavientos pasionales. Colaboración con quienes
pueden beneficiarnos (y verse beneficiados) en algún tramo de nuestra
navegación. Y si el compañero o uno mismo cambia en sus búsquedas,
irremediablemente nos alejaremos, sin resentimientos ni nostalgias.
Apáticamente, que para “muestras de dolor y congoja” ya están las telenovelas
mexicanas y la prensa sensacionalista.
Terminaré con una
anécdota. Dije más arriba que en este pueblucho de cotillón en el que vivo
había alguien al que sí tenía ganas de ver. Como yo, Hernán tiene (y comparte)
preocupaciones de escritor. Él, a diferencia de mí, terminó la carrera de
Letras, y es el único en muchos kilómetros a la redonda con quien se puede
hablar en serio sobre literatura. Desde hace un tiempo que nos conocemos y cada tanto nos mandamos textos vía correo
electrónico en un cruce de críticas a la vieja usanza, esa colaboración ya
perdida del “si me leés te leo”. Bueno, los inéditos con sus comentarios de vez
en cuando van y vienen por la red de redes. Hasta que un día de la semana
pasada me dije “tengo ganas de pasar a saludar a Hernán, hace como dos años que
no nos vemos y vivimos a ocho cuadras de distancia”. Y esa misma noche de
sábado, cuando saqué a pasear a la perrita de mi madre, encaré hacia su casa.
Le toqué el timbre y lo sorprendí con mi inesperada visita. Hablamos largo y
tendido hasta las cuatro de la madrugada, con él y con su esposa, mientras que
la caniche de mi madre jugaba con la de su hijita. Intercambiamos opiniones
sobre libros, cine, pintura, el budismo, el mercado editorial, la política
nacional, los ideales y zonas aledañas. Opinamos y juzgamos sin voluntad de
convencer al otro sobre nada, con sinceridad y respeto. En fin, tuve un impulso
de ver a Hernán, alguien a quien no considero un amigo (pues ya he dicho que me
resisto a esa categoría), sino un compañero de ruta en este, parafraseando a
Paul Groussac, viaje intelectual. El hábitat de los libros es, ya lo sabemos,
un páramo bastante solitario. Él es una persona sensata e inteligente, y con
eso me basta. Nunca lloraremos abrazados, ni nos trenzaremos a las piñas, si es
que estas muestras de patetismo conforman la galería de gestos de la amistad;
pero a cambio seguiremos ejercitando el pensamiento. Así concibo las relaciones
humanas, con esta saludable apatía, una distancia emocional y sentimental que
me mantiene a salvo del insufrible pathos que infesta un Occidente signado por
La Pasión de la Cruz. Y perdón si herí susceptibilidades.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario