jueves, 28 de mayo de 2015

Espectadores y expectativas

Nunca antes habíamos tenido todo el arte a disposición como ahora: internet es el Aladino de los antojos ilimitados, del empacho de los ojos hasta decir basta (pero jamás decimos basta): nos permite consumir todo lo que queramos con sólo pedir. Ejemplos recientes: leyendo un artículo sobre Benjamin el comentador nombra al pintor Hopper y su famoso cuadro, “Trasnochadores”. Se me ocurre ponerlo como papel tapiz de la notebook, en cuestión de segundos la pintura cubre el fondo de mi pantalla. Un comentario al pasar sobre Robbe-grillet en una columna literaria me pone a la búsqueda de su última novela: consigo el pdf en francés y en español, y en la búsqueda me entero (wikipedia mediante) que el mayor difusor del “noveau roman” también se dedicó al cine: dicho y hecho, tecnología “torrent” mediante, me bajo dos películas de su producción. Reveo una película de los hermanos Marx donde Harpo interpreta pasajes de la rapsodia húngara nro. 2 de Liszt, quiero escucharla completa, así que froto la lámpara y en minutos tengo la música saliendo por los auriculares. Y si se trata de húngaros, gracias a esta delantera futbolera que forman “banda ancha-torrent-kickass” pude ver los primeros films de Miklos Jancsó, esos que los canales de cable, concentrados en la difusión de la basura hollywoodense, jamás pero jamás pasarán... Y todo esto en pocas horas. Soy el espectador insaciable, el deseador de la ilimitada industria de “bienes culturales”.
Espectador: “Del latín ‘spectator, spectatoris’, que significa el que tiene el hábito de mirar y observar, también el que ha contemplado algo y puede servir de testigo y todo aquel apreciador crítico de algo”. Spectare: contemplar, aguardar.

Apreciador crítico, aguardar... Esto me lleva a un anécdota. Año 2003, sábado a medianoche. Hacía yo la cola en el lujoso lobby de un complejo de cines emplazado en el también lujoso barrio de la Recoleta, frente al muy chic cementerio homónimo que guarda los huesitos de muchos famosos, como corresponde a la zona. Me había decidido a ver la primera versión fílmica de El señor de los anillos, que por esos días se estrenaba en el país. Recuerdo que miles de pavotes se habían plegado a la moda “Tolkien” por el fenómeno de Hollywood, y eso ya me incomodaba, porque yo era un lector de la primera hora del filólogo medievalista. La película me decepcionó, tanto que ni siquiera me molesté en ver sus secuelas. Pero lo que quería sacar a colación era este incidente: formaba yo parte de la fila multitudinaria para sacar los boletos, cola que hacía varios zigzags, entre un senderito construido por cordones del mismo color que la alfombra, y bajaba al amplio hall del primer piso del shopping center. Yo me ubicaba en las escaleras, a mitad de camino de las ventanillas, parado en un escalón. Temí que no quedaran localidades y consulté a una pareja que, delante de mí, aguardaban abrazados. “¿Qué película vienen a ver?”, les pregunté. “Cualquiera”, me respondieron casi al unísono. Me quedé helado, mirándolos. Pues así era: para ellos se trataba de “ir al cine”, no de un director, un elenco o un género. No: ellos iban al cine sin más. Debían pasar un sábado a la noche allí adentro. ¿Y si allá adelante emitían sólo bodrios yanquis, hubiesen entrado igual? Al parecer sí. Porque se trataba de “ir al cine”, de consumir. El fenómeno estético no importaba. No aguardaban nada, eran contempladores puros del fenómeno “ir al cine”. 

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