Nunca
antes habíamos tenido todo el arte a disposición como ahora: internet es el
Aladino de los antojos ilimitados, del empacho de los ojos hasta decir basta
(pero jamás decimos basta): nos permite consumir todo lo que queramos con sólo
pedir. Ejemplos recientes: leyendo un artículo sobre Benjamin el comentador
nombra al pintor Hopper y su famoso cuadro, “Trasnochadores”. Se me ocurre
ponerlo como papel tapiz de la notebook, en cuestión de segundos la pintura
cubre el fondo de mi pantalla. Un comentario al pasar sobre Robbe-grillet en
una columna literaria me pone a la búsqueda de su última novela: consigo el pdf
en francés y en español, y en la búsqueda me entero (wikipedia mediante) que el
mayor difusor del “noveau roman” también se dedicó al cine: dicho y hecho, tecnología
“torrent” mediante, me bajo dos películas de su producción. Reveo una película
de los hermanos Marx donde Harpo interpreta pasajes de la rapsodia húngara nro.
2 de Liszt, quiero escucharla completa, así que froto la lámpara y en minutos tengo
la música saliendo por los auriculares. Y si se trata de húngaros, gracias a
esta delantera futbolera que forman “banda ancha-torrent-kickass” pude ver los
primeros films de Miklos Jancsó, esos que los canales de cable, concentrados en
la difusión de la basura hollywoodense, jamás pero jamás pasarán... Y todo esto
en pocas horas. Soy el espectador insaciable, el deseador de la ilimitada
industria de “bienes culturales”.
Espectador: “Del latín ‘spectator,
spectatoris’, que significa el que tiene el hábito de mirar y observar, también
el que ha contemplado algo y puede servir de testigo y todo aquel apreciador
crítico de algo”. Spectare: contemplar, aguardar.
Apreciador crítico, aguardar... Esto me lleva a un
anécdota. Año 2003, sábado a medianoche. Hacía yo la cola en el lujoso lobby de
un complejo de cines emplazado en el también lujoso barrio de la Recoleta , frente al muy
chic cementerio homónimo que guarda los huesitos de muchos famosos, como
corresponde a la zona. Me había decidido a ver la primera versión fílmica de El
señor de los anillos, que por esos días se estrenaba en el país. Recuerdo que
miles de pavotes se habían plegado a la moda “Tolkien” por el fenómeno de
Hollywood, y eso ya me incomodaba, porque yo era un lector de la primera hora
del filólogo medievalista. La película me decepcionó, tanto que ni siquiera me
molesté en ver sus secuelas. Pero lo que quería sacar a colación era este
incidente: formaba yo parte de la fila multitudinaria para sacar los boletos, cola
que hacía varios zigzags, entre un senderito construido por cordones del mismo
color que la alfombra, y bajaba al amplio hall del primer piso del shopping
center. Yo me ubicaba en las escaleras, a mitad de camino de las ventanillas,
parado en un escalón. Temí que no quedaran localidades y consulté a una pareja
que, delante de mí, aguardaban abrazados. “¿Qué película vienen a ver?”, les pregunté.
“Cualquiera”, me respondieron casi al unísono. Me quedé helado, mirándolos. Pues
así era: para ellos se trataba de “ir al cine”, no de un director, un elenco o
un género. No: ellos iban al cine sin más. Debían pasar un sábado a la noche allí
adentro. ¿Y si allá adelante emitían sólo bodrios yanquis, hubiesen entrado
igual? Al parecer sí. Porque se trataba de “ir al cine”, de consumir. El
fenómeno estético no importaba. No aguardaban nada, eran contempladores puros
del fenómeno “ir al cine”.
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