jueves, 7 de mayo de 2015

El hombre gastado


De chico, recuerdo el domingo en que mi vecino me invitó, en el auto de su padre y con su hermano, a pescar en “lo del Viejo Llesca”. Por su terreno, ya en el campo, cruzaba un arroyito bucólico, y el hombre trataba de ganarse unos pesos con esa modesta atracción. Por eso había un cartelito colgado de la tranquera de su ranchito que decía algo así como “Para pasar al río $ 5”. Recuerdo que el padre de mi amigo, que era bastante usurero, le llevó como obsequio una botella de vino tinto nacional, ahorrándose con esta “gentileza” de pagar cuatro “pases”. Unas tres horas después, cuando nos volvíamos, nos bajamos del auto para saludar al viejo, que seguía allí tal como lo vimos cuando llegamos: sentado en una silla de paja, bajo un árbol, inmóvil como un buda telúrico en pleno trance contemplativo del vacío de la llanura. Parco en gestos y palabras, aceptó con una sonrisa mansa nuestra cordialidad. De regreso en el auto, yo, que lo veía por primera vez, comenté algo sobre su condición de inmovilidad, que traducido por un criollista sería “el anciano se confundía con el paisaje”. “Está gastado”, me dijo el padre de mi amigo, y me explicó que así quedaban los hombres de campo, luego de una vida de trabajar a la intemperie en las tareas rurales. “Y así como lo ves, capaz que no tiene más de cincuenta”, me dijo mirándome por el espejito. Yo giré mi cabeza para verlo una última vez por la luneta trasera del auto, mientras atravesábamos la tranquera de entrada: el viejo parecía un muñeco de cera custodiando su propio museo.

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