Esta memorabilia me lleva a buscar
en el diccionario esa palabra. Dice: “Coloquial: Objeto
generalmente alargado que cubre o forma parte de algo y que no se puede o no se
quiere designar”. Qué extraño, me digo, porque “Cachirulo”
llamaba mi tío, mecánico él, a un Citroen 2 CV blanco, coche que se había
armado él mismo en sus muchas décadas en el oficio de reparar exclusivamente esta marca francesa. En su oscuro
taller (que parecía un reducto secreto y decadente de la legión extranjera) sólo
había 2 CVs, 3 CVs, Amis 8, y muy de vez en cuando algún modelo importado que
nos maravillaba. La cosa era que en el Cachirulo nos llevaba, junto con mi
hermano y mi abuela, a pasear los sábados a la tarde. Hoy lo rememoro y me
sorprendo de que no nos hubiésemos matado. A ese modelo de auto le decían
“ranchito” porque era, literalmente, cuatro chapas y una lona. Si alguno se
subió alguna vez, habrá notado que las puertas se trababan con unos pestillos temerarios
que reíte de las normas de seguridad. Apoya cabezas o cinturones de seguridad
eran parte de la utopía futurista de una vida longeva. Si a esto le agregamos
la sordera y miopía de mi tío, allí al volante, la escena se parecía a una
versión lumpen de “Mad Max”, pero en cámara lenta: por suerte el Cachirulo no
pasaba de los 60 km/h .
Parecía una cifra del país que nos rodeaba: sobre una ruta provincial poceada, con
su carril de una sola mano sin demarcar, los cuatro avanzábamos lentos dentro
de ese coche tan rústico y despojado, tan minimalista como un cuento de Carver,
tan cercano al titular de prensa “accidente fatal de tránsito” que de milagro
nunca ocurrió.
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