Ya conocemos la
historia: un griego del montón, un mero ciudadano, quema el templo de Ártemis.
Es encarcelado y preguntado el porqué, él responde: porque quiero quedar en la
historia, ser famoso, que mi nombre sea recordado. Se prohíbe el registro de su
nombre pero el pirómano extrovertido se sale con la suya: lo seguimos
recordando.
En la adolescencia
tuve un amigo que le pedía el auto prestado a su padre para salir a “pistear”
por el pueblo: con frenadas bruscas y coleadas que malgastaban las llantas de
su ahorrativo progenitor él quería hacerse conocido entre los vecinos, más
especialmente entre las chicas. Un tranquilo domingo lo sorprendió un policía
de civil haciendo sus exhibiciones y le secuestró el auto: había conseguido lo
que buscaba, estar en la boca de las viejas chismosas de la cuadra, ser famoso
a cualquier precio.
Lo de mi amigo es
perdonable por la edad, si no se es irresponsable en esos años de la vida,
¿cuándo si no? Verdaderamente triste es lo que están haciendo los erostratitos de
este país. Los vemos bastante seguido: armar las “cat fights” en vivo en los “talk
shows” conducidos por modelos jubiladas, pagarse una primera fila en algún
desfile de moda para asegurarse varios primeros planos que parezcan casuales, o
invertir en una “entrevista” a doble página en alguna revista “del corazón”
para que los empresarios y futbolistas se enteren de que han vuelto a separarse
y están “disponibles” como los carteles de las oficinas en alquiler, y tantos
otros recursos de “reposicionamiento” dentro del salvaje mundo del
“espectáculo”. Más modestos que el griego que los engendró, ellos y ellas no
necesitan quemar ningún lugar sagrado para llamar la atención, ni tienen sed de
inmortalidad, claro.
Pero en estos últimos
tiempos, a la tradicional galería de frivolidades para la correcta
visibilización de sus cuerpos, estos erostratitos le han sumado un nuevo y
novedoso recurso (de oferta por tiempo limitado) de visualización mediática:
las visitas al papa. Claro, el santo padre es un compatriota, y consiguió lo
que muy, muy pocos consiguen: ser el top de los tops dentro de su organización,
que da la casualidad que es la más poderosa del mundo. Imagínense: A un amigo
nuestro le dejan la llave no de una mansión, ¡de una ciudad de mansiones!, para
que la cuide por un tiempo, ¿acaso no iríamos a tocarle el timbre para que nos
deje disfrutar, aunque sea por una tarde, de la vajilla de plata, el
hidromasaje y la piscina? Sería de mal amigo no compartir lo que le confiaron.
¿Y cómo Francisco no
recibiría, en su infinita misericordia, a esos pecadores públicos? Él debe dar
el ejemplo. Y el desfile asusta: (ex) futbolistas con (actuales) problemas de
drogas, políticos mafiosos en campaña, sindicalistas corruptos, “botineras” (prostitutas
caras de futbolistas) cual María Magdalena con obscenos implantes mamarios...
El zoológico argento se despliega por los palacetes de El Vaticano cada día,
barriendo con sus pies sudamericanos todo rastro de sacralidad de esos templos
de oro. Erostratitos sabios que se abusan del perdón cristiano. Los vemos por
tevé: están sonrientes frente al hombre de blanco, lo palmean, le presentan a
sus hijos y le dejan recuerdos, mientras no se olvidan de que las cámaras a su alrededor
le tomen su mejor perfil.
Se acercan las
elecciones presidenciales, ¿cuánto se cotizará una instantánea al lado de Jorgito
para septiembre? Pero cabe una pregunta, pues si llegó hasta allí es justamente
porque no se chupa el dedo: ¿el ex cardenal Bergoglio no se da cuenta de que todos
estos compatriotas que peregrinan a la Santa Sede en primera clase para
entrevistarse con él están abusando de su altísima dignidad? Cómo no darse
cuenta, si el religioso está cortado con la misma tijera. Yo creo que recibe a los
erostratitos para recordarles (y recordarnos) la parábola del médico que está
en los evangelios: hay que visitar, o en este caso dejarse visitar, por los
enfermos.
Concedido. Pero yo me
pregunto, ¿antes de despedirlos, Francisco no les sugerirá al menos que dejen
de pecar, o que al menos practiquen un poquito menos los pecados capitales de
la vanidad, la lujuria y la soberbia? Porque por lo visto, en lo moral, ellos parecieran
salir de la basílica de San Pedro igual que como entraron; en lo material no, claro,
se los ve cambiados, pues se traen la foto y el video junto al curita porteño
que llegó tan lejos... Algo, pienso, por lo menos cambió: la banda de ladrones
que ocupa el Gobierno, y que tanto lo odiaban cuando Francisco era apenas el obispo
Jorge, ahora lo aman. Un milagro más para su futura santificación: en su
infinito poder, el papa trocó odio por amor.
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