Si en cuestiones de
batallas estéticas muchos se presentan, con cierto orgullo, como parte de la
vanguardia, yo, en la cuestión de la batalla librada por la tecnocracia (y
contra la tecnolatría), me asumo con modestia como parte de la retaguardia. Soy
el último de los últimos, el que va cerrando la línea de la huida hacia las
nuevas tecnologías, una resistencia pacífica que cuida mi espalda hasta donde
puede.
Un ejemplo: la semana
pasada (marzo de 2015), terminé por tirar a la basura las últimas dos cajas de disquetes
que aún guardaba en el cajón de mi escritorio. Eran de los pequeños, de dos
pulgadas y media, pues a los más viejos, de cinco pulgadas y un cuarto (700
kbytes de capacidad, si mal no recuerdo) ya los había enterrado hace unos años,
aunque conservo las prácticas cajas de acrílico para guardar chucherías. Aunque
mi vieja computadora aún tiene disquetera, con los pen drives ya no los usaba
ni siquiera para hacer copias de resguardo. Así que los despedí solemnemente
porque necesitaba espacio en los cajones del escritorio. (Aún recuerdo el
primer disquete que compré, para usar con una de las tres primeras y costosas PCs
modelo XT que mi escuela había adquirido, eran años [circa 1990] en donde la informática
era una cosa misteriosa sólo para jóvenes y expertos.) En esta autopista
despiadadamente utilitarista que nos propone el capitalismo de consumo, nada
que fuera útil debería retenerse, salvo, claro, el ejemplar guardado para los
museos del futuro cercano.
Pero hay algo aún más prehistórico
que el disquete, y que ocupando una caja completa, allá arriba de uno de los
módulos de la biblioteca, me interroga si no será ya hora de hacer lugar yendo
al crematorio de la tecnología obsoleta. Unos cuarenta casetes de cinta esperan
el veredicto. Necesito espacio, en este cuarto de quince metros cuadrados que es
todo mi hogar hoy. Pero a diferencia de los disquetes, en esas cintas guardo
material único: entrevistas a poetas, clases de profesores de la universidad,
charlas de café en donde las voces reconocibles cada tanto algo dicen que escapa
a la banalidad reinante. Todos productos de mi querida grabadora de periodista
que aún conservo. (Recuerdo con claridad el último casete que compré: en el
descanso de una clase de antropología, en el instituto, salí de urgencia a
buscar alguna tienda que me permitiera registrar las dos horas que quedaban de exposición.
Entré en una regalería y el joven chino que me atendió, que jamás había visto
una cinta magnetofónica en su vida, sin contar con la dificultad que tenía para
manejar el español, no lograba dar con mi pedido, hasta que yo mismo los
divisé, detrás de él, y se los señalé. El muchacho me lo envolvió observando
con curiosidad esa rareza que ni siquiera sabía que vendía.) En fin, la
pregunta es ¿debería tomarme el trabajo de digitalizar esas voces? ¿Vale la
pena semejante esfuerzo para librarme de los casetes? En el fondo, pienso, sigo
siendo un fetichista de las cosas. ¿Qué de trascendental me perdería yo (o el
mundo) al librarme de esas voces en cintas? ¿Hay algo que se pierda para
siempre?
Y sin embargo no he
hablado del objeto que más espacio cúbico me quita en este hábitat vitae, pues ante
la escasez de oxígeno urge mantener a raya las cosas. Obvio: los libros. ¿O
acaso no hay algo más demodé para el cibermundo actual que un artefacto
compuesto de papel y tinta? Sin duda, si digitalizara mi biblioteca y la guardara
en el disco rígido ahorraría muchos metros cúbicos de espacio vital. ¿Pero leer
de la pantalla, sería leer? Esta cuestión ni pasa por mi cabeza: estoy seguro
de que “libro” será para mí, hasta el final, libro en papel. Y aquí no hay
revolución digital que valga. El sentimentalismo fetichista se asoma, lo sé,
con más patetismo que nunca. Qué le vamos a hacer...
Le doy una vuelta más
al asunto y llego a este fenómeno de los foros virtuales. Son claros los beneficios
que dan el publicar en estos medios para un perejil como yo. Publico en dos blogs,
uno de filosofía y otro de literatura, intercalando textos ensayísticos y
ficcionales. Paso a enumerar sus beneficios, en comparación con la clásica
publicación en papel. Primero: publicar virtualmente sale gratis; en papel,
aunque sea en tirajes pequeños como ya he hecho, cuesta mucho (en esfuerzo y
billetes) y es muy difícil siquiera recuperar la inversión. Segundo: en el foro
virtual puedo recibir un feedback que me permita conocer opiniones de lectores
inteligentes y sensatos (ocurre muy pocas veces, porque no abundan, pero cuando
ocurre es un regalo del cielo) sobre mis textos, corregirlos y republicarlos;
en papel, difícilmente pueda conocer opiniones de lo que he publicado, tal vez
sí viniendo lectores emotivamente muy cercanos a mí, pero en estos casos la
objetividad tiende a cero y de poco sirven los comentarios entusiastas.
Tercero: la distribución en papel, para autores que se autoeditan como es mi
caso, es mínima, pues yo mismo me he encargado de “distribuir” los ejemplares en
las librerías de la zona hasta donde mis elementales medios de desplazamiento
me permiten; en cambio, en el más allá de la redes, los textos pueden llegar a
todo el mundo hispanohablante, cosa que ni siquiera escritores jóvenes talentosos
y con cierta obra encima pueden conseguir, valga el caso, que siendo
sudamericanos se los publique en España aún cuando publiquen en editoriales de
capitales ibéricos. Cuarto: los foros virtuales son un tubo de ensayo inmejorable
para poner a prueba los propios textos; en papel, no hay vuelta atrás una vez
que se entregaron a la imprenta las pruebas de galera.
Un momento: ¿y por qué
la publicación virtual no podría ser definitiva? Ajá: porque, a pesar de todas
las ventajas que acabo de enumerar, sigo creyendo que un texto está realmente
publicado cuando llega al papel, es decir, cuando se parece (al menos desde lo
exterior) a esos dispositivos rectangulares que alineo, bien apretaditos, en
los anaqueles que, con solo levantar un poco la vista de esta pantalla, puedo
ver reposando contra la pared noroeste de mi habitación. Es así: mi prejuicio
fetichista del papel y el encuadernado me siguen ganando. (¿Y acaso este mismo
artículo, escrito en mis horas de ocio para los foros virtuales, vale que me
pregunte, se merecería la “dignidad inmortal” del papel?)
Tres
tecnologías, tres prejuicios: disquetes finalmente exiliados, casetes aún amnistiados,
libros ni siquiera legalmente procesados en su alma de papel. (Me detengo antes
de terminar para volver al principio: entonces no todo lo sólido se desvanece
en mi aire, dear Karl.) Así están las cosas.
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