Zócalos y zócalos
Esta palabra me remite
a la última infancia, a un juego y a un zócalo de granito negro que recorría
las tres paredes del garaje de la casa suburbana de una tía. Allí, con mi
admirado primo, cinco años mayor, jugábamos a este juego: a una cierta distancia,
hacíamos rodar bolitas de vidrio (que en otras latitudes llaman canicas) hasta
que rebotaran contra el zócalo, ganaba quien lograra dejarla lo más cerca de la
pared. El premio era la bolita del otro. Se jugaba con preseas del mismo valor:
japonesas contra japonesas (las más apreciadas), lecheras contra lecheras,
piojitos contra piojitos. Recuerdo que, con los años, en algún momento las
cambiamos por monedas de níquel de veinticinco o cincuenta centavos. Creo que
fue la única vez que aposté dinero en un juego.
Pero zócalo, además de
ser una banda angosta hecha de diversos materiales que protegen el borde inferior
de una pared, es también, y desde no hace mucho, el videgraph que transita las
pantallas de la tevé, en especial durante los noticieros. Y a pesar de que los
televisores, en su loca evolución de seres superiores, ganan en ancho, la
información mediante sobreimpresos que meten en algunos programas es tanta que
el espectador, más que observar, espía lo que pasa del otro lado de la pantalla,
como quien se asoma entre las hendijas de una ventana. Lo verifico hoy mismo. La
noticia llegada de una liga europea es un gol “olímpico”, es decir, convertido desde
la ejecución de un tiro de esquina sin intermediarios. Resulta que el eximio
jugador connacional (por eso es noticia) estaba shoteando allá abajo, en el
angulito inferior izquierdo de la pantalla, justo donde el grueso zócalo amarillo
anunciaba con letras negras “Golazo olímpico de...”. Y aunque el periodista que
narraba la noticia pidió que retiraran el videograph, desde el control no
pudieron o no quisieron hacerlo. Contradiciendo al autor de la “Galaxia
Gutemberg”, más que ver el gol, y aunque se tratara de lenguaje audiovisual, lo
escuché narrado, pues de la pelota sólo vi que, viniendo misteriosamente impulsada
desde un rincón “enzocalado” de la cancha, entraba ella sola en el arco como
por arte de magia.
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