sábado, 18 de abril de 2015

Mis campos de batalla

Walter Benjamin cuenta en El Narrador que los soldados que volvían del frente de batalla, acabada la primera guerra mundial, estaban callados, sin experiencias que contar o sin manera de verbalizarlas. ¿Perder la capacidad de narrar es también perder la capacidad de experimentar? ¿Y los que se quedaron en la retaguardia, lejos de la carnicería del frente, podían contar pero tal vez no tendrían nada fuerte que decir? Experiencia y narración: de esto quería hablar.
Los recitales de heavy metal, cuando quienes convocan son las legendarias bandas internacionales que estiran sus giras mundiales hasta sudamérica, se organizan en estadios de fútbol. Yo, si decido pagar una entrada, elijo ir al “campo”, pues creo que solamente con la masa de cuerpos en ebullición se puede disfrutar con intensidad lo que pasa sobre el inmenso y sofisticado escenario. La cercanía es una cuestión importante. Ir a una butaca en la lejana tribuna para terminar viendo el recital por la pantalla gigante, es como quedarse en casa y verlo por tevé.
Pero hay otro dato más: mido 1,63 de altura. Todo un problema para ver qué pasa sobre el escenario, y desde lejos termino, como diría Dolina, con dolor de “cogote de yesero”. Por eso debo avanzar hacia el frente de batalla, cerca de las vallas, o mejor aún, literalmente abrazado a ellas. Más allá hay un pasillito con tipos de seguridad (los cocodrilos del foso perimetral que rodeaba a los castillos medievales) y luego sí, los músicos admirados sobre el pedestal del escenario. El precio de vivenciar de cerca lo que pasa allá arriba (más aún si se está tan cerca del suelo) es que esa zona es muy sangrienta: apretujamiento, pogos multitudinarios, empujones, codazos, los que hacen mosh y que cada tanto pasan arrastrándose por arriba de uno como si nuestras cabezas fueran mullidas y vívidas baldosas... El frente de batalla de un mega recital de heavy metal es una experiencia fuerte, sí, pero no para cualquiera. Pues verlo desde el fondo del campo de juego, más allá del mangrullo de sonido que se alza casi en la mitad de la cancha como un fuerte de avanzada ante los indios que atacan, es casi como no haber ido.
Por eso yo voy al frente. A codazos y manotazos me abro un sendero entre los cuerpos sudorosos, entre las melenas revueltas, entre las camperas de cuero y los cinturones con tachas. La experiencia de la batalla vale la pena, me digo, es una vez en la vida, pues es difícil que estas bandas (por la edad de sus músicos y por el kilometraje que deben hacerse hasta el culo del mundo) vuelvan otra vez por acá. Entonces soy un bárbaro entre los bárbaros, y soporto uno y mil vendavales conviviendo en esa ordalía pagana de veinte o treinta mil de almas en trance.
Pero, al terminar el recital, al salir del estadio y reencontrarme con los amigos con que marché a la batalla (algunos bajados de la platea sin un rasguño porque no soportan a la indiada bruta, y los comprendo) yo estoy tan excitado que no puedo contar lo que viví, allá en la vanguardia del campo de batalla. En la desconcentración de miles de fans, caminamos (algunos transpirados de pies a cabeza, otros fresquitos como si recién hubiesen llegado) hasta el estacionamiento donde dejamos el auto que nos trajo. Tenemos un viaje de 50 kilómetros de regreso, y en algún punto nos saldremos de la autopista y pararemos en algún kiosco de una gasolinera para refrescarnos, tomar algo y contarnos las primeras impresiones de la banda y del show en general. Allí sí, ya más sereno, puedo recuperar mi voz, y mientras escucho lo que mis amigos vivieron, yo tal vez pueda intercalar alguna experiencia de mi combate en el frente.

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