(Primero una
digresión. Llego a la librería de usados
capitalina donde compro desde hace muchos años, cuando vivía en un
monoambiente a unas pocas cuadras de allí. Traigo mis cuatro o cinco ejemplares
para canjear. Son de allí mismo, tienen el sello del comercio y una letra que
refiere a un casillero de la lista de precios y que cada tanto reactualizan.
Eso mismo acababan de hacer hacía pocos días: de un plumazo, los libros que
valían, digamos, H [$ 12] pasan a valer H [$ 21]. Así de fácil se desquitan de
la inflación. La empleada me toma mis libros, calcula y me dice el monto que
tengo de crédito, y que debería ser el 50 % de lo que figura en la lista de
precios actual. Pero no: noto que faltan como 30 pesos. “Es que te lo coticé
con la lista vieja”, me dice sin inmutarse. “Pero yo voy a comprar con la lista
de precios nueva”, trato de razonar. “Tenemos que cubrirnos”, me dice la
librera por toda explicación, aunque yo siga sin entender cuál es la lógica
comercial de este trato. ¿Me compran a precio viejo y me venden a precio nuevo?
“Muy bien”, le digo. Doy media vuelta y me pongo a buscar libros que me
interesen para cubrir el escaso crédito que me ha reconocido. En una
distracción de la empleada, dejo que cuatro ejemplares [qué manos torpes que
tengo a veces] caigan dentro de mi mochila que espera en el piso,
arrinconadita, con la boca ya abierta, tanta era la sed de venganza que tenía
la pobre... Conclusión: por robarme 30 pesos, esta librera terminó perdiendo
más de 150. Business are business...)
Hay algo que en el
mundo ya casi no se discute, un
presupuesto, un “grund” de “sentido común” que se ha disuelto allá bajo
nuestros pies. Y si alguien lo hace nadie lo escucha. Tal vez porque,
concentrados como estamos en sacar ventaja, preferimos poner la energía en
conocer los tejemanejes del juego que intentar imaginar algo distinto. Ese algo
invisibilizado es la tijera que nos corta del molde a todos, ni bien nacemos y mientras
crecemos: el capitalismo. Es decir: la visión de mundo que ha ganado, que se ha
naturalizado en cada uno de nosotros como el alien cómodamente instalado dentro
del oficial Kane. ¿Cómo sería una vida más plena, más humana, más allá de la
lógica del mercado y de la dialéctica comprar/vender, más allá de la pulsión
por ponerle a todo un precio? ¿Cómo sería la vida en una comunidad, el trabajo
en común, abierto y sincero, sin estar con el esfuerzómetro en la mano,
midiendo y tasando hasta el menor trabajo de cada cuerpo? ¿Qué se sentiría formar
parte de una sociedad minúscula pero viva, sin pensar en la ganancia, en la
competencia, en el mérito? Me pregunto, porque proyectar algo distinto a la
lógica capitalista pareciera hoy algo tan difícil como imaginarse la cuarta
dimensión, y sin embargo hubo varios casos (efímeros y luminosos) en la
historia de esta especie deleznable donde la dignidad mató al alien íntimo de
la codicia y dejó paso a una experiencia superadora. (Y tal vez exista. Quizás en
este mismo momento, en esta misma mañana en la que escribo esto, algunos hombres
y mujeres parecidos a mí trabajan juntos, rezan juntos, comen juntos y se
sienten hermanos.)
Es que nuestra Matrix
(que otros llaman Mercado), a diferencia de la bidimensional y poco marketinera
caverna platónica, reboza de belleza y colorido. Cómo no obnubilarse con todas
esas luces. Todo para vender, todo para comprar. Salgamos a la calle: el mundo
es un gran mercado, y esa vidriera fantasmagórica repleta de espejitos de
colores podría recibir su píldora roja. “Ya no saben qué inventar”,
reflexionaba mi abuela, entre asombrada e indignada, cuando la industria del
juguete nos ponía en las manos, a mi hermano y a mí, nuevos y novedosos chiches
que nosotros habíamos visto promocionarse con insistencia en un comercial de
tevé. Cómo no maravillarse de todos esos juguetes que alimentan al alien del
deseo que llevamos dentro. Cual niño feral liberado en disneylandia, no dejamos
de devorar y devorarnos. “El mundo es una gran teta”, dice Erich Fromm en un
texto que me dieron a leer en una clase de filosofía, en la escuela secundaria,
y que sentí como revelador.
Porque sea un broker
de Nueva York o el kiosquero de acá a la vuelta, sea un poderoso empresario o una
jubilada que teje bufandas para pasar el rato, lo triste es que en el fondo (en
el “grund” existenciario) todos son lo mismo: sus aliens varían en el tamaño de
su codicia, eso es todo. ¿Y cómo no arrebujarse en la comodidad de lo conocido,
de lo cierto, si hasta Neo, luego de la píldora roja de la anamnesia, preguntó
si no podía volver a la tranquilidad de la mentira...? ¿En alguno de sus
bolsillos, Morpheus guardaría el prospecto de la píldora liberadora?
¡Aparézcaseme en sueños, Morfeo hollywoodense, y cuénteme cómo producir en
cantidades industriales su medicamento despabilador! Sin dudas el mercado farmacéutico
estará abierto a la novedad.
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