sábado, 11 de abril de 2015

Sólo para mis ojos


Cuando era adolescente, uno de los primeros textos que en la escuela secundaria me dieron a leer fue un poema poderoso de Borges que habla de las cosas, y que así se titula: Las cosas. Recuerdo que cuando lo leí me cautivó su sencillez, pues yo encontraba en mi convivencia con los objetos algo que confusamente sentía y que el poema me ponía en palabras claras, pero además el mensaje venía maravillosamente codificado en lenguaje poético. Es un soneto en endecasílabos, el formato que más le gustaba al argentado poeta argentino. Todavía recuerdo su melancólica música.

El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde


De mi último viaje a la costa atlántica me traje una piedra que me llamó la atención durante una de mis largas caminatas por la playa. No sé cómo llegan allí, ni cómo se forman, pero a veces aparecen cerca de la resaca espumosa de las olas. Ésta que encontré tenía todas las cicatrices del leviatán salitroso que la cobijaba. La he sacado de la repisa y aquí la tengo, sobre mi palma. En lugar de describirla podría sacarle una foto y con ella ilustrar este artículo, pero eso sería facilitarles las cosas a los lectores al estilo Facebook. Mejor ejercitemos el arte de las palabras. La piedra es de forma ovalada, de color marrón oscuro y muestra muchas perforaciones que el agua de mar le ha propinado. Es lo más hermoso que tiene este objeto, las cicatrices de la erosión marina: algunas perforaciones la atraviesan de lado a lado y los agujeros cobran una forma elipsoidal muy estilizada, como si el mar se hubiera tomado el trabajo del orfebre sin ningún apuro, tallándola con la paciencia del artesano cósmico. (Yo, para el caso, le interrumpí el ejercicio para escribir estas líneas, y quizá alguna justicia naturalis me reclame algún día la acción.) Vista de lejos, la piedra se parece a un asteroide, como esos que orbitan en el cinturón que está entre Marte y Júpiter. Si ven una foto de Ceres, se harán una idea de lo que describo.


una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
láminas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,


ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.



Que así sea. Pero hasta que yo me vaya, esta piedra se quedará conmigo. Exiliada tierra adentro, en plena llanura de humus fértil, esta cosa entre mis cosas deberá pagar su extranjería exhibiéndose sobre la repisa. Ahora que lo pienso, contribuí al saqueo hormiga de los turistas que los lugareños de la costa denunciaban con afiches pegados en los comercios del pueblo: “no te las lleves”, le rogaban en confianza al invasor estival, y en la foto había una conchilla de mar. Por tener cerca de mí a esta pieza tallada por la Naturaleza, la he secuestrado con total impunidad, la he vuelto una pieza de museo privado, y sólo para mis ojos. 

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