Cuando era adolescente,
uno de los primeros textos que en la escuela secundaria me dieron a leer fue un
poema poderoso de Borges que habla de las cosas, y que así se titula: Las cosas.
Recuerdo que cuando lo leí me cautivó su sencillez, pues yo encontraba en mi convivencia
con los objetos algo que confusamente sentía y que el poema me ponía en
palabras claras, pero además el mensaje venía maravillosamente codificado en lenguaje
poético. Es un soneto en endecasílabos, el formato que más le gustaba al argentado
poeta argentino. Todavía recuerdo su melancólica música.
El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,
un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde
De mi último viaje a
la costa atlántica me traje una piedra que me llamó la atención durante una de mis
largas caminatas por la playa. No sé cómo llegan allí, ni cómo se forman, pero
a veces aparecen cerca de la resaca espumosa de las olas. Ésta que encontré
tenía todas las cicatrices del leviatán salitroso que la cobijaba. La he sacado
de la repisa y aquí la tengo, sobre mi palma. En lugar de describirla podría
sacarle una foto y con ella ilustrar este artículo, pero eso sería facilitarles
las cosas a los lectores al estilo Facebook. Mejor ejercitemos el arte de las
palabras. La piedra es de forma ovalada, de color marrón oscuro y muestra muchas
perforaciones que el agua de mar le ha propinado. Es lo más hermoso que tiene
este objeto, las cicatrices de la erosión marina: algunas perforaciones la
atraviesan de lado a lado y los agujeros cobran una forma elipsoidal muy
estilizada, como si el mar se hubiera tomado el trabajo del orfebre sin ningún apuro,
tallándola con la paciencia del artesano cósmico. (Yo, para el caso, le
interrumpí el ejercicio para escribir estas líneas, y quizá alguna justicia
naturalis me reclame algún día la acción.) Vista de lejos, la piedra se parece
a un asteroide, como esos que orbitan en el cinturón que está entre Marte y
Júpiter. Si ven una foto de Ceres, se harán una idea de lo que describo.
una ilusoria aurora. ¡Cuántas
cosas,
láminas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,
ciegas y extrañamente
sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.
Que así sea. Pero
hasta que yo me vaya, esta piedra se quedará conmigo. Exiliada tierra adentro,
en plena llanura de humus fértil, esta cosa entre mis cosas deberá pagar su
extranjería exhibiéndose sobre la repisa. Ahora que lo pienso, contribuí al
saqueo hormiga de los turistas que los lugareños de la costa denunciaban con
afiches pegados en los comercios del pueblo: “no te las lleves”, le rogaban en
confianza al invasor estival, y en la foto había una conchilla de mar. Por
tener cerca de mí a esta pieza tallada por la Naturaleza , la he secuestrado
con total impunidad, la he vuelto una pieza de museo privado, y sólo para mis
ojos.
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