Los del cura, en el parque de un
geriátrico, bendiciendo la pantagruélica comida que nos rodeaba un segundo
antes de que se desatara la comilona, como si con el canto de su mano derecha dividiera
la mesa en cuatro mitades, coordenadas cartesianas que nos sugerían recato.
Los de la azafata, allá adelante, cuyos
aspavientos (histrionismo laboral anticipatorio de la tragedia posible) me recordaban
que en pocos minutos ellos pondrían mi cuerpo a ocho mil metros de altura.
Los del agente de tránsito, que en
medio de la avenida de seis carriles retrotraía el tiempo a una época en que
los semáforos eran de carne y le ponían el cuerpo a la confusión. El corte de
luz lo puso a hacer ejercicios, y su brazo, yendo y viniendo, parecía querer
curarle el empacho al Audi negro que le pasó finito por al lado, acelerando con
desdén modernista.
Los del profesor de aeróbica, que en
un balneario chic de Mar del Plata trataba de sincronizar a la fauna de señoras
turistas con sobrepeso, convocadas tal vez por la radiación que emitía una
protuberancia allá al frente, ceñida bajo las calzas blancas: avanzaba un paso hacia
el rebaño y pronto se arrepentía.
La del militar, que en el portón de
entrada al cuartel, para la revisación médica de un servicio militar
obligatorio que por suerte ya fue, instaba a un grupito de adolescentes
asustados a que se formaran prestos (sus brazos, paralelos como cuchilladas
frente a su cara de acero, querían decirles “hacer dos columnas”) para entrar
en el destacamento. No es ninguna novedad: momentos antes habían tomado distancia
en la escuela, pronto habrían de encolumnarse en la fábrica.
Los del mimo, en la peatonal de Mar
del Plata, corriendo contra un viento que pretendía ser imaginario pero no lo
era: un febrero tormentoso no le dejaba margen para la imaginación a este enharinado,
histriónico pronosticador del clima.
Los de doña Yolanda, la curandera del
barrio que nos sanaba del empacho o la ojeadura. La visitábamos con mi abuela
en su ranchito. Se la veía apaciguada, segura de sí como una matriarca esclarecida.
Y codo-dedo, codo-dedo, su antebrazo avanzaba por la cinta métrica hasta mi vientre
como una cobra percherona; luego finalizaba el rito haciendo cruces con su pulgar
contra mi esternón, a la par que decía en sotovocce conjuros exotéricos que yo
me esforzaba por decodificar. Los médicos la desautorizaban, los curas le
negaban el saludo; pero mi abuela creía, yo creía. Cosa`e mandinga (dirían ayer
los borrachos) o cuestión de placebos (dirán hoy los galenos), lo cierto era
que doña Yolanda nos curaba.
El de mi difunto tío, que cuando
quería significar que algo le parecía muy bueno (“regio” diría él), bajaba las
comisuras de sus labios y hacía un gesto muy común entonces entre los bonaerenses,
pero ya extinto: unía por las yemas índice y pulgar de su mano derecha, dejando
los otros tres dedos extendidos y rígidos, adelantaba la mano hasta la altura
de su pecho y sacudía el brazo de arriba abajo varias veces.
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