miércoles, 22 de abril de 2015

Algunos gestos (Memorabilias VI)

Los del cura, en el parque de un geriátrico, bendiciendo la pantagruélica comida que nos rodeaba un segundo antes de que se desatara la comilona, como si con el canto de su mano derecha dividiera la mesa en cuatro mitades, coordenadas cartesianas que nos sugerían recato.
Los de la azafata, allá adelante, cuyos aspavientos (histrionismo laboral anticipatorio de la tragedia posible) me recordaban que en pocos minutos ellos pondrían mi cuerpo a ocho mil metros de altura.
Los del agente de tránsito, que en medio de la avenida de seis carriles retrotraía el tiempo a una época en que los semáforos eran de carne y le ponían el cuerpo a la confusión. El corte de luz lo puso a hacer ejercicios, y su brazo, yendo y viniendo, parecía querer curarle el empacho al Audi negro que le pasó finito por al lado, acelerando con desdén modernista.
Los del profesor de aeróbica, que en un balneario chic de Mar del Plata trataba de sincronizar a la fauna de señoras turistas con sobrepeso, convocadas tal vez por la radiación que emitía una protuberancia allá al frente, ceñida bajo las calzas blancas: avanzaba un paso hacia el rebaño y pronto se arrepentía.
La del militar, que en el portón de entrada al cuartel, para la revisación médica de un servicio militar obligatorio que por suerte ya fue, instaba a un grupito de adolescentes asustados a que se formaran prestos (sus brazos, paralelos como cuchilladas frente a su cara de acero, querían decirles “hacer dos columnas”) para entrar en el destacamento. No es ninguna novedad: momentos antes habían tomado distancia en la escuela, pronto habrían de encolumnarse en la fábrica.
Los del mimo, en la peatonal de Mar del Plata, corriendo contra un viento que pretendía ser imaginario pero no lo era: un febrero tormentoso no le dejaba margen para la imaginación a este enharinado, histriónico pronosticador del clima.
Los de doña Yolanda, la curandera del barrio que nos sanaba del empacho o la ojeadura. La visitábamos con mi abuela en su ranchito. Se la veía apaciguada, segura de sí como una matriarca esclarecida. Y codo-dedo, codo-dedo, su antebrazo avanzaba por la cinta métrica hasta mi vientre como una cobra percherona; luego finalizaba el rito haciendo cruces con su pulgar contra mi esternón, a la par que decía en sotovocce conjuros exotéricos que yo me esforzaba por decodificar. Los médicos la desautorizaban, los curas le negaban el saludo; pero mi abuela creía, yo creía. Cosa`e mandinga (dirían ayer los borrachos) o cuestión de placebos (dirán hoy los galenos), lo cierto era que doña Yolanda nos curaba.

El de mi difunto tío, que cuando quería significar que algo le parecía muy bueno (“regio” diría él), bajaba las comisuras de sus labios y hacía un gesto muy común entonces entre los bonaerenses, pero ya extinto: unía por las yemas índice y pulgar de su mano derecha, dejando los otros tres dedos extendidos y rígidos, adelantaba la mano hasta la altura de su pecho y sacudía el brazo de arriba abajo varias veces. 

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