domingo, 26 de abril de 2015

Memorabilias VII

Extraños llamados

Otro episodio de mi vida en departamentos capitalinos de propiedad vertical fue la llamativa relación que entablé (si así puede llamarse) con un vecino. Yo ocupaba el monoambiente del piso 15, y él el del 16. La configuración interna del departamento era la misma (en veinte metros cuadrados no hay muchas variantes posibles después de todo), así que teníamos hasta la cama en el mismo eje espacial: una encima de la otra, junto a la única ventana que daba a los terrenos del ferrocarril norte. (¿Cómo supe esto?, pues porque todos los viernes a eso de la medianoche, puntual, como si el vecino sin cara y su partenaire cumplieran con un horario, la cama “allende el cielorraso” empezaba a chirriar acompasadamente, y yo escuchaba durante unos minutos sobre mi cabeza un molesto “criqui criqui” motorizado por la pasión.)  Volvamos a los hechos. Por aquellos años yo sufría de somniloquía: hablaba y tal vez hasta gritaba en sueños, tal como me contaba mi abuela que hacía cuando era adolescente. La cuestión es que, en varias noches, me despertaba con el ring del teléfono de línea. Saltaba de la cama y corría a atender, pues a esa hora uno se malicia algún drama en puerta. Levantaba el tubo y automáticamente del otro lado colgaban. Volvía a la cama contrariado pero con la sensación de recuperar el sueño más calmado. Recuerdo que era verano, y dormía con la ventana abierta de par en par, con la ilusión de aprovechar la brisa que ni a esas alturas atenuaba los calores del día. Dándole vueltas al asunto, descubrí el misterio: con mis parlamentos oníricos yo despertaba al vecino del 16 H; éste habría averiguado mi número telefónico (estaba en la guía pública y con las bases de datos digitales que ya existían por entonces era muy fácil hallar un número sabiendo la dirección; de hecho, yo mismo lo había hecho con una vecina del 7 G) y cuando yo empezaba a hablar me telefoneaba para despertarme. 

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