Extraños llamados
Otro episodio de mi vida en
departamentos capitalinos de propiedad vertical fue la llamativa relación que
entablé (si así puede llamarse) con un vecino. Yo ocupaba el monoambiente del
piso 15, y él el del 16. La configuración interna del departamento era la misma
(en veinte metros cuadrados no hay muchas variantes posibles después de todo),
así que teníamos hasta la cama en el mismo eje espacial: una encima de la otra,
junto a la única ventana que daba a los terrenos del ferrocarril norte. (¿Cómo
supe esto?, pues porque todos los viernes a eso de la medianoche, puntual, como
si el vecino sin cara y su partenaire cumplieran con un horario, la cama
“allende el cielorraso” empezaba a chirriar acompasadamente, y yo escuchaba
durante unos minutos sobre mi cabeza un molesto “criqui criqui” motorizado por
la pasión.) Volvamos a los hechos. Por
aquellos años yo sufría de somniloquía: hablaba y tal vez hasta gritaba en
sueños, tal como me contaba mi abuela que hacía cuando era adolescente. La
cuestión es que, en varias noches, me despertaba con el ring del teléfono de
línea. Saltaba de la cama y corría a atender, pues a esa hora uno se malicia algún
drama en puerta. Levantaba el tubo y automáticamente del otro lado colgaban.
Volvía a la cama contrariado pero con la sensación de recuperar el sueño más calmado.
Recuerdo que era verano, y dormía con la ventana abierta de par en par, con la
ilusión de aprovechar la brisa que ni a esas alturas atenuaba los calores del
día. Dándole vueltas al asunto, descubrí el misterio: con mis parlamentos oníricos
yo despertaba al vecino del 16 H; éste habría averiguado mi número telefónico
(estaba en la guía pública y con las bases de datos digitales que ya existían
por entonces era muy fácil hallar un número sabiendo la dirección; de hecho, yo
mismo lo había hecho con una vecina del 7 G ) y cuando yo empezaba a hablar me telefoneaba
para despertarme.
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