En mis años de
sociabilidad estaban los asados de los viernes a la noche. En verano, en un patio
al aire libre, nos juntábamos unos diez comensales, varones todos, con la
excusa para planear o comentar el desempeño del equipo de fútbol 5. La carne de
vaca asada a fuego lento, ese primitivo ritual ontológico del ser nacional... Cuánto
nacionalista le habrá cantado loas a la tira de asado... Por todo el mundo, los
restaurantes argentos invaden con sus humaredas tercermundistas la tranquila
civilización... En fin, lo que quería contar es que cada tanto, llegaban a esas
comidas al aire libre amigos de amigos, o conocidos que habían sido invitados
por el dueño de casa. Estos comensales extra-ordinarios a veces nos contaban
cosas extraordinarias, pues vivían de oficios muy particulares, tan propicios
para entretener reuniones.
Yo recuerdo a dos de
ellos: Lucas, un oficial de la policía provincial, un flaco de metro ochenta con
cara de niño travieso que alguna vez estuvo arriba de un patrullero, en la
calle, y que hacía poco había logrado que lo confinaran a una oficina
administrativa. Es que en el oficio de “yuta”, es mucho mejor estar encerrado
entre biblioratos húmedos, como un chupatintas uniformado de azul, a pasársela en
la calle (de a pie, sobre una moto o un patrullero)
en plena acción contra la delincuencia (o a favor de, que tampoco eran unos santos
y todos allí lo sabíamos). Pero aquella noche Lucas sólo nos contó algunas
peripecias policíacas de las contables en público (y nadie preguntó por las otras, como que todos habíamos visto las pelis
de Coppola).
También pasó por esa
mesa un joven ginecólogo que trabajaba en un hospital público. Claro que fue el
centro de atención de la mesa de masculinos solamente, que de haber terciado
alguna novia o esposa nos habríamos perdido las anécdotas más sabrosas. Como el
policial, el hospitalario está repleto de idiotas que, en este caso, quieren
que los médicos les atiendan a sus mujeres, pero sin tocarlas mucho, sin
mirarlas tampoco. Los imbéciles postularían algo así como una ginecología
telepática (no podrías expresarlo así, claro) al estilo de la que practicaba el
señor Spock. Tan cansado los tenían a los del servicio de ginecoloía, nos
contó, que trabajaban con el policía de guardia en la misma puerta del
consultorio, cosa de frenar a los exaltados apenas aparecían. De aquellas anécdotas,
y dejando pasar los casos más sórdidos, recuerdo la que nos contó acerca de una
chica “rollinga” (como se les llama a estos adeptos a la cultura “stone”) que sacó
turnó y fue, pero a la hora de los bifes se negó a dejarse revisar, sin tampoco
darle explicaciones al médico del porqué. El invitado (de quien he olvidado su
nombre) nos contaba que no sabía qué hacer, ni se iba ni se dejaba revisar,
tampoco hablaba. Cuando finalmente accedió y se recostó en la camilla, el joven
ginecólogo, ante la total falta de colaboración de la paciente, inició un
tanteo exploratorio yendo, digamos, pasillo adelante. A cierto camino del
conducto, tocó algo sólido: un cuerpo extraño. La consultó y por toda respuesta
la rollinga se cruzó un brazo por delante de los ojos.Entonces el facultativo tiró
y tiró, hasta que sacó a la luz blanca de los tubos fluorescentes un huevo
Kinder, de esos con un muñequito dentro, listo para armar. El cuerpo extraño
era ahora bien conocido, y estaba completamente “fibrilado” (creo que usó esa
palabra) por los meses que llevaba guardado dentro de ese cofrecito candente.
Tuvieron su magia
especial esas veladas cárnicas (¿váquicas?) con anécdotas de comensales invitados. Yo
pensé (pero no lo dije, porque me tenían por “inteletual” aburrido) que, junto
con la brisa de la madrugada de verano, los huesos pelados de las costillas y
el calor remanente del fuego de la parrilla, lo que una vez más nos atraía (y
había salvado la reunión) era lo bajo transformado en relato, las pulsiones
violentas de la policía o las hormonales de un hospital pasadas por el tamiz
del lenguaje. Era lo instintivo que en nombre de lo civilizado nos esforzábamos
por reprimir y que sin embargo, bajo las estrellas, un grupo de jóvenes varones
deleitaba tanto como las entrañas cocidas de un vacuno.
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