miércoles, 1 de julio de 2015

Invitados

En mis años de sociabilidad estaban los asados de los viernes a la noche. En verano, en un patio al aire libre, nos juntábamos unos diez comensales, varones todos, con la excusa para planear o comentar el desempeño del equipo de fútbol 5. La carne de vaca asada a fuego lento, ese primitivo ritual ontológico del ser nacional... Cuánto nacionalista le habrá cantado loas a la tira de asado... Por todo el mundo, los restaurantes argentos invaden con sus humaredas tercermundistas la tranquila civilización... En fin, lo que quería contar es que cada tanto, llegaban a esas comidas al aire libre amigos de amigos, o conocidos que habían sido invitados por el dueño de casa. Estos comensales extra-ordinarios a veces nos contaban cosas extraordinarias, pues vivían de oficios muy particulares, tan propicios para entretener reuniones.
Yo recuerdo a dos de ellos: Lucas, un oficial de la policía provincial, un flaco de metro ochenta con cara de niño travieso que alguna vez estuvo arriba de un patrullero, en la calle, y que hacía poco había logrado que lo confinaran a una oficina administrativa. Es que en el oficio de “yuta”, es mucho mejor estar encerrado entre biblioratos húmedos, como un chupatintas uniformado de azul, a pasársela en la calle (de a pie,  sobre una moto o un patrullero) en plena acción contra la delincuencia (o a favor de, que tampoco eran unos santos y todos allí lo sabíamos). Pero aquella noche Lucas sólo nos contó algunas peripecias policíacas de las contables en público (y nadie preguntó por  las otras, como que todos habíamos visto las pelis de Coppola).
También pasó por esa mesa un joven ginecólogo que trabajaba en un hospital público. Claro que fue el centro de atención de la mesa de masculinos solamente, que de haber terciado alguna novia o esposa nos habríamos perdido las anécdotas más sabrosas. Como el policial, el hospitalario está repleto de idiotas que, en este caso, quieren que los médicos les atiendan a sus mujeres, pero sin tocarlas mucho, sin mirarlas tampoco. Los imbéciles postularían algo así como una ginecología telepática (no podrías expresarlo así, claro) al estilo de la que practicaba el señor Spock. Tan cansado los tenían a los del servicio de ginecoloía, nos contó, que trabajaban con el policía de guardia en la misma puerta del consultorio, cosa de frenar a los exaltados apenas aparecían. De aquellas anécdotas, y dejando pasar los casos más sórdidos, recuerdo la que nos contó acerca de una chica “rollinga” (como se les llama a estos adeptos a la cultura “stone”) que sacó turnó y fue, pero a la hora de los bifes se negó a dejarse revisar, sin tampoco darle explicaciones al médico del porqué. El invitado (de quien he olvidado su nombre) nos contaba que no sabía qué hacer, ni se iba ni se dejaba revisar, tampoco hablaba. Cuando finalmente accedió y se recostó en la camilla, el joven ginecólogo, ante la total falta de colaboración de la paciente, inició un tanteo exploratorio yendo, digamos, pasillo adelante. A cierto camino del conducto, tocó algo sólido: un cuerpo extraño. La consultó y por toda respuesta la rollinga se cruzó un brazo por delante de los ojos.Entonces el facultativo tiró y tiró, hasta que sacó a la luz blanca de los tubos fluorescentes un huevo Kinder, de esos con un muñequito dentro, listo para armar. El cuerpo extraño era ahora bien conocido, y estaba completamente “fibrilado” (creo que usó esa palabra) por los meses que llevaba guardado dentro de ese cofrecito candente.

Tuvieron su magia especial esas veladas cárnicas (¿váquicas?)  con anécdotas de comensales invitados. Yo pensé (pero no lo dije, porque me tenían por “inteletual” aburrido) que, junto con la brisa de la madrugada de verano, los huesos pelados de las costillas y el calor remanente del fuego de la parrilla, lo que una vez más nos atraía (y había salvado la reunión) era lo bajo transformado en relato, las pulsiones violentas de la policía o las hormonales de un hospital pasadas por el tamiz del lenguaje. Era lo instintivo que en nombre de lo civilizado nos esforzábamos por reprimir y que sin embargo, bajo las estrellas, un grupo de jóvenes varones deleitaba tanto como las entrañas cocidas de un vacuno.

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