Hay un empleado de los
ferrocarriles que se parece demasiado a Mr. Burns, el personaje de Los Simpsons.
Varias veces por semana, cuando lo veo aparecer en el vagón del tren,
reclamándonos los boletos o invitándonos a pagárselo, este boletero que, creo,
se llama Ernesto (o al menos así me pareció escuchar que una vez lo llamaban)
me recuerda inevitablemente al malvado antagonista de la conocida serie
televisiva: los incisivos superiores asomados, la calva, la nariz ganchuda, lo
espigado y flaco de su cuerpo, ¡si hasta tiene los ojos saltones!... El
boletero se me acerca y ya me prepara un boleto de los de un peso con setenta, porque
a los habitués como yo ya sabe hasta dónde van. Yo, en el trámite que dura unos
segundos, debo esforzarme por reprimir una sonrisa, mientras desde la altura de
mi asiento le alcanzo unas monedas.
Porque este empleado
ferroviario (el único que ha quedado de esa camada que yo conocía cuando empecé
a usar el servicio, hará unos quince años) es la contracara de la avaricia y la
maldad consanguínea del amarillento personaje de Groenning; este doble de carne
y hueso del submundo desarrollado, por el contrario, es más bueno que, como se
decía, Lazy atada. De hecho, pienso que su cara bonachona, su voz de abuelito
sapiente y sus gestos cansinos y controlados no son los más recomendables para
enfrentar a los especímenes cada vez más peligrosos que se suben al tren en las
estaciones de zonas peligrosas que atraviesa el recorrido.
Y la idea que me llevó
a escribir estas líneas tiene que ver porque ayer, viernes, a la ida hacia la Capital,
yo ya esperaba al guarda/boletero con el cambio justo para el boleto; de hecho,
quería sacarme el mucho cambio que tenía encima (y que por la inflación
imparable cada vez tiene menos usos) y antes de salir de casa aparté diecisiete
monedas de diez centavos y las guardé en el bolsillo trasero del jean, a mano
para sacarlas sin problemas. Cuando llegó hasta mi asiento el empobrecido
modelo sudaca de de la cadena Fox, le alcancé el piloncito de monedas, mientras
él cortaba el pedazo de papel de su tabla de boletos. Está justo, le dije, al
ver que se sorprendía por tantas monedas. Y el doble de Monty me dijo, agradeciendo
el cambio, “regio”, expresión propia de su sesentoso cronolecto. Tal vez puse
cara de desilusión, porque el empleado se me quedó mirando un segundo, mientras
avanzaba vagón adelante. ¿Qué esperaba? ¿Que se tocara las yemas de sus dedos
con ambas manos y dijera “excelente” con
voz de doblaje mejicano? Dicen que confundir fantasía con realidad es un
síntoma de esquizofrenia... Pero si no me evado un rato de mi mundo gris con
estas ilusiones amarillas, entonces sí estaría para el manicomio. Eso sí: el
día anterior al encierro saludaría a este empleado de los ferrocarriles con un “Hey,
Monty!”.
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