Este país, como
cualquier otro eminentemente agropecuario, huele a bosta. A vísceras, a sangre,
a humo de parrilladas domingueras, a podredumbre de carnicerías que no pasan el
control sanitario municipal pero sí abonan sus coimas. Lo mucho ganado gracias
al ganado. Las muchas fortunas hechas al
ritmo de la masticación cárnica. La vaca está por todos lados, como en la
India, pero más que nada en la digestión de ese personaje emblemático de la
pequeña burguesía nacional al que le decían “el gordito argentino”. Veamos.
En la escuela, por
ejemplo, y durante muchas décadas, a los niñitos y niñitas se los entrenaba en
las técnicas de redacción con esta tarea: debían escribir una “composición”. El
tema se caía de maduro. El protagonista a describir (¿o retratar?) era ese ser rumiante
con mirada de ascética despreocupación que los mismos chicos veían pastar, más
allá del alambrado, en las bucólicas extensiones de la llanura pampeana. A la
desidia didáctica, había que sumarle el velado patrotismo sarmientino de esas
abnegadas maestras; o sea, que de innovar ni qué hablar. Ensalzamiento (perdón
por la involuntaria metáfora gastronómica) del animal que había hecho grande a la
nación. Y ahí estaban, los pobres angelitos, en sus pupitres de madera amurados
al suelo, exprimiéndose la imaginación para estirar el texto lo máximo posible
con ese modelo en blanco y negro (la famosa “holando-argentina”) de la fauna
nacional (aunque no autóctona), el más apático ser del reino animal, después de
la medusa, claro.
También estaba el popular
juego del Estanciero, otra forma de incentivar esas precoces imaginaciones para
que con los años se volvieran unos prometedores empresarios de la industria
ganadera. Jugaban de mentirita, con un tablero hexagonal y muchas tarjetas; pero
mañana, si la diosa Fortuna los acompañaba, jugarían con campos y muchas,
muchas vaquitas y toritos que solos saben arreglárselas lo más bien para
reproducirse y multiplicar las ganancias. Añoranzas del imaginario de una clase
media que se desvivía por tener los beneficios de la oligarquía, por ser el
rastacuero aquél que se iba con su familia a París a malgastar sus riquezas. Era
la Meca de todo ricachón sudamericano: el señor, detrás de las prostitutas más
finas y caras; la señora, a arrasar las tiendas de ropa de las galerías Lafayette.
Cuentan que hasta la vaca subían al barco estos aristócratas del buen vivir,
además de toda su servidumbre, para tener leche fresca durante la travesía
transatlántica. Una fortuna, dicho otra vez, que olía a feliz humus. Riqueza
hecha sola gracias a la bendición de poseer tierras sobre una de las tres llanuras
más fértiles del mundo. Pero ni con todos sus dineros (como lo cuenta de pasada
Celine en su Viaje...) dejaban de ser para los europeos unos vulgares rastaquouères...
Ahora que recuerdo, el
actual Ministerio de Economía se llamaba antaño Ministerio de Hacienda: los
políticos de entonces lo sabían tan bien como los de ahora: para ser un
caudillo político hacía falta antes tener mucho dinero, y sus riquezas (otra
vez) estaban hechas de vaquitas. El contrabando de cueros en la época del
monopolio colonial o luego la exportación de carne congelada a partir de la
invención del buque-frigorífico, cuando el país ya se había incorporado al concierto
de la economía mundial como sumisos aportadores de materia prima: cereales y
carne. Así se edificó el “granero del mundo”, que enriqueció obscenamente a
unas 300 familias, las dueñas de la pampa húmeda, las dueñas del país. El
estanciero-caudillo, el líder que, porque supo gobernar su hacienda, también
sabrá gobernar un país.
Y toda este divagar alrededor de tal simpático
cuadrúpedo que “nos da la leche y la carne” (no chicos, se las sacan) vino a
cuento porque otra vez el gremio de la carne llamó a una huelga. Los mataderos
son un desierto, los frigoríficos no entregan mercadería, las carnicerías
sufren el desabastecimiento, y el “gordito argentino” de clase media no sabe
qué hacer con su infaltable ración cárnica en su dieta. Pero ojo: cada vez son
menos los que pueden saborear un churrasco o una tira de asado, pues los
empresarios del rubro prefieren exportar su mercancías (y cobrar en dólares)
que abastecer el mercado interno, con la obvia disparada de los precios. No es
de extrañarse: en un lugar del mundo que siempre fue tan injusto, que en “el
país de la vacas” comer carne sea un lujo para cada vez menos habitantes no
debería sorprender a nadie.
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