viernes, 3 de julio de 2015

En días lluviosos


En una mañana lluviosa como la de hoy, sábado, es cuando me pregunto por qué. Hay que escribir, pero no hay nada que decir. Y entonces por qué, o lo mismo no daría pasar la mañana viendo llover. Nada viene a la mente, ninguna idea, ninguna asociación ni tema. Me digo que ojalá yo tuviera la saludable presión de los escritores que han colaborado como columnistas en la prensa y que sí o sí debían entregar una columna semanal. Como contaba Mairal, convivió durante años con la angustiosa sospecha del “¿y qué pasa si esta vez, de verdad, no se me ocurre nada de nada?”, y la cosa fue que, al final, y siempre, los 1900 caracteres para entregarle al editor salían.
Si uno tiene la necesidad, diría fisiológica, por escribir, y no tiene nada (aparente) para decir, ¿cómo se las arregla? Un pintor puede, supongo, para pasar el rato, enchastrar un lienzo con algunas manchas y figuras azarosas, un músico puede improvisar unos acordes para sacarse las ganas de estar cerca de su instrumento... Pero el escritor, ¿cómo habita la forma si no le pone algo de sentido adentro? Cómo escribir sin decir, cuando se tiene la urgencia por escribir y nada que decir. Estás páginas del diario de J. J. Saer son reveladoras para mí:
Por el gusto de escribir algo: después de muchos días de silencio escritural me ha asaltado en el baño, mientras me lavaba las manos, antes de irme a acostar, el deseo de estar, a la luz de la lámpara, escribiendo. Deseo de escribir; no de decir algo. Pero deseo, también, de escribir en tanto que escritor: sin que ninguna razón, como no sea el deseo de estar a la luz de la lámpara, escribiendo, haya motivado mi acto.
Pero  lo que yo pensaba, en mañanas así, tan propicias para estas preguntas del superyó confesor, cuando lo único que se oye es el rumor del agua cayendo en el jardín, es por qué hay que escribir. Por qué no podría dejar que esta mañana se escape mirando televisión, o acodado frente a la ventana, viendo el ir y venir de los transehúntes más allá del balcón, con sus paraguas y sus capotes, las empleadas de las tiendas de ropa que, enfrente, se aburren detrás de sus mostradores. Y la respuesta, my friend, está soplando en el viento: porque debo justificar el día. Condiciones ideales, hoy tengo todo lo que necesito y soy dueño absoluto de mis horas: la notebook, los libros, la casa silente, nadie vendrá a tocar el timbre ni me telefoneará. Pienso que esto no durará mucho, que este día, todo para mí, es un regalo huidizo. No puedo dejarlo pasar así como así. Hay que justificarlo. Hay que escribirlo. ¿Y si no se tiene nada que decir? Bueno, me digo, aquí hay un tema: memento mori.

(Unas pocas líneas, y él ya se siente redimido.) Vale.

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