jueves, 9 de julio de 2015

Cal y arena

Ayer, en viaje libresco por, como diría un ensayista, “La cabeza de Goliat”, conocí un poco más (sin querer) algunas fachadas del ambiente literario. Fue así. Hice mi recorrido habitual por tres librerías de usados, como ya he dicho alguna vez, ejercitando mis tres actividades con el ambiente: canjeando, comprando y (si la situación lo amerita) hurtando ejemplares. Pero claro, en ese tipo de librerías uno encuentra lo que el azar de ese mercado tan peculiar ofrece. Y yo estaba ansioso como un chico por conseguir libros de dos autores puntuales. Dentro de mi infantilismo incurable, creía (y aún creo) que leerlos iba a estimular (¡y hasta mejorar!) mi escritura de manera instantánea, como quien se toma una aspirina. Esa creencia ingenua en la espinaca encuadernada me lleva pensar que es ahora o nunca, que debo conseguir esas prosas sin pérdida de tiempo (otra ingenuidad: como si el mundo sin mis textos se perdiera de algo).
En fin, por eso, cuando terminé con el canje y no hallé libros de estos dos autores, en vez de no gastar más plata y volverme temprano a casa, evitando la hora pico del tren y el frío de la noche, me subí a un colectivo local para seguir la búsqueda, ya en librerías de libros nuevos. Primero fui a la de la Biblioteca Nacional, que funciona en la planta baja del propio edificio, institución que edita buenos títulos y a un precio un poco más accesible. Allí, después de la compra, subí hasta el auditorio del tercer piso para ver si había alguna actividad; y sí, me encontré con una conferencia a punto de comenzar. Trataba sobre hermenéutica del postcolonialismo. Esas dos palabras me interesaron. El público lo componíamos seis personas, creo que incluyendo a los tres panelistas de la mesa que venía a continuación. Un jueves laborable a las dos de la tarde, allí, en la cápsula de la intelectualidad, me sentí un aristócrata ocioso, un privilegiado, escuchando hablar sobre Said y compañía mientras la gente afuera tenía que trabajar para, como decían los viejos, parar la olla. Grabé las ponencias, charlé con una de las expositoras, después chusmeé un rato una muestra que había allí sobre Marechal y me fui. Salí de ese edificio construido bajo la estética brutalista (mucho cemento y caño impúdicamente exhibido) que tanto me recuerda a la nave nodriza de la serie “V invasión extraterrestre”, y consideré que este primer desvío había valido la pena.
De allí, nuevamente en colectivo para costearme hasta otro barrio, a buscar el otro de los talismanes yendo hasta la librería de la editorial que lo puso en el mercado. Entré y descubrí que allí, sentado en un sillón, charlando con el editor/librero y su empleado, estaba el autor, a quien llamaré S, del libro que había ido a buscar. El empleado (N) me preguntó qué andaba buscando y yo, sin mentir, algo incómodo por la sorpresa, le dije “el último libro del señor” señalándolo con una mano.  Ellos se interrumpieron y me miraron, divertidos. El empleado me dijo “mirá qué suerte, te lo llevás autografiado”, cosa que hice a pesar de que estos gestos de divismo/cholulismo no me interesan en lo más mínimo. Me sumé de a ratos a la charla, con cuidado, no por él, sino por el editor (a quién llamaré F), un gordito fanfarrón e histriónico que publica sus poemas en su propia editorial. Editor y autor, ya lo sabía, son amigos, por eso S (que también dirige y guiona films) alterna sus publicaciones en una editorial de las grandes y en ésta, la de su amistad. Este escritor es un tipo sencillo y amable, como lo he visto en las entrevistas de tevé, y , ya en confianza, aproveché para comentarle algo de sus dos novelas que había leído hasta ese momento. Pero me incomodaba el revoloteo cercano de F, con sus aires herraldianos. Finalmente S se fue y me quedé solo con el editor y el empleado de la librería. Seguí revisando algunos de los libros supuestamente “usados”, y cada tanto consultaba el precio de algunos. Eran carísimos, con valores típicos para coleccionistas. Ahora entendía la humorada del nombre que le habían puesto a la librería (llamémosla IA), de un aparente compromiso ideológico que en el fondo era pura ironía. Pretensiones de libros “proletas” con precios de anticuario... Muy gracioso. Me dejaban solo en el saloncito de venta, y cada tanto me llegaban desde la trastienda partes de lo que hablaban F y N. Claro: acabado el show, busines are busines... Finalmente pagué y salí de allí con el otro libro que creía fundamental para alimentar la máquina de mi escritura. En el viaje de regreso me sentí bastante embroncado conmigo mismo, estos tipos son unos fallutos, pensé; pero por qué la sorpresa: el literario, al fin y al cabo, y como cualquier otro ambiente comercial, está lleno de revolucionarios que sobre el podio se dicen progres, pero que en bambalinas cuentan billetes y hacen balances. Editores y libreros no escapan a las generales de la ley del hombre de negocios: por la plata y nada más, y el resto es pose.
En fin, una de cal y una de arena.


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