lunes, 29 de junio de 2015

Vidas

Para quienes nos las pasamos encerrados, desconcertando al frío de junio con nuestra ausencia, la tevé puede ser una fuente (indirecta, pero bue...) de experiencias. Veo que un programa de esos yanquis, de compra y venta de objetos usados, pero en amanerada versión british, alguien se aparece con un diario íntimo escrito en el siglo 17. Su portador cuenta a cámara que perteneció a su familia durante muchas generaciones, y como él anda falto de chash se ha venido hasta esa sucursal europea de los afamados agiotistas de Las Vegas para venderlo. Como estamos en Londres, el tipo se desprende de la reliquia manuscrita por unos pocos cientos de libras.
Al verlo tuve un rapto de fascinación, porque mis antepasados ―incluso mi abuelo paterno, al que no conocí en vida y que llegó de España a este rincón vacío de Sudacaland (y de cuyo nombre me empecino por no acordarme) en 1904―, son un completo misterio para mí. Hago cuentas: 4 abuelos, 8 bisabuelos, ¡16 tatarabuelos! Y no me separan de sus vidas extintas más de 200 años, pero la realidad es que apenas sé los nombres de mis abuelos, y ni eso de mis bisabuelos, que andarían muy ocupados con sus existencias, por Italia y España, durante el siglo 19. Pero no necesito remontarme a esos ocho corredores enmascarados de mi semilla, porque de mi abuelo paterno, de quien porto el apellido, sólo sé estos pocos datos que me han contado mi padre y uno de mis tíos: llegó al país en 1904 en la bodega de un barco, como polizón. Tenía 18 años y le escapaba al servicio militar obligatorio o comoquiera que se llamase en España por entonces a esa obligación cívica. (Por qué no narró esa experiencia capital para cualquiera, ni qué decir para un joven, como lo es la de dejar atrás todo lo conocido e internarse solo en un país del que quizás hasta su nombre desconocía. Lo que daría por conocer aunque sea una hora de ese viaje en la doble noche del Atlántico y de la bodega de un barco...) Llegó, se instaló en este pueblo que apenas tenía 30 años de formal existencia jurídica, formó familia y acá se quedó para siempre. (En esa misma casa que compró de un pueblito de la llanura, yo paso mis días.) El otro dato escandaloso (para mi madre y mi abuela, que lo comentaban cada tanto, no para sus protagonistas ni para la época) que sé es que contrajo matrimonio con mi abuela (con el visto bueno legal de sus padres) de apenas 15 años de edad.
Siempre me he preguntado por qué a ninguno se le ocurrió llevar unas memorias, un registro de los hechos más importantes en sus vidas, sus hábitos, sus quehaceres, aunque más no sea para que su descendencia supiese de dónde venían, cómo sobrellevaban el día a día de aquellos tiempos sin dudas más difíciles que los nuestros. Quizás eran analfabetos, o tal vez la vorágine del cotidiano subsistir no les dejaría margen para pensar en lujos como el narrar una memoria personal y familiar. Me han dicho que, si pago, hay gente que se dedica a revolver archivos oficiales y rastrear parientes lejanos, pero yo sólo añoro el manuscrito, lo que huele a experiencia. Hoy todo esto no tendría sentido, mil y una crónica escrita y audiovisual dejará testimonio de sobra para la reconstrucción de las costumbres actuales en un hipotético futuro (¿200 años es mucho pedir, habrá mundo aún?). Pero en aquel entonces, qué fantástico habría sido el relatar la propia vida en primera persona.

Internet hace maravillas, tantas como idioteces promociona. Conozco el nombre de la ciudad de donde mi abuelo paterno vino, y alguna vez he buscado por mi apellido. Han aparecido coincidencias: la base de datos de una popular máquina de frivolidades ha volcado algunos nombre propios, pero no me animé a contactarlos. La verdad es que ni siquiera en el nombre de esta ciudad mi padre está seguro. Parece increíble, ¿no?, tanta desidia, que alguien no esté seguro ni del nombre de la ciudad de donde su progenitor era oriundo. Pero bue... les presento a mi familia. 

sábado, 27 de junio de 2015

Ensayos en torno a una palabra

Hay un género literario al que se lo identifica con un término de seductora polisemia. Y es llamativo cómo esa modulación de la llamada “prosa de no ficción” pudo cambiar tanto sus verdaderas intenciones hasta significar lo opuesto. Tanto mutó, que hoy esa palabrita (“ensayo”), con todo lo que tiene de estimulante, despierta en la mente de muchos lectores desprevenidos promesas de un acartonado aburrimiento.
No conozco ningún otro registro del que se pueda establecer su origen con tanta precisión: un autor y un libro (de hecho, el único libro de ese autor). Michel de Montaigne se retira a un castillo a sus 38 años para comenzar la redacción de sus Essais. Lo hace bajo esta tácita declaración de intenciones: “Quiero que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro.” Allí está lo revolucionario de sus escritos. El Miguelito de la Montaña inventa un género y una palabra: va a ensayar sobre un tema, va a escribir mientras piensa (o a pensar escribiendo), dirá lo poco o mucho que sabe sin tener argumento para todo, sin haber establecido con claridad sus objetivos. No importa. Lo valioso de sus abordajes es la manera en que lo dirá, su particular punto de vista, su caprichosa mirada sobre lo que lo rodea. En las antípodas del erudito, él probará, ensayará, y no le importará el no arribar a conclusiones contundentes, porque lo interesante estaba en los escollos del camino, en los vaivenes del discurrir de la escritura. Lo dice sin vueltas (ése es otro de sus méritos): Él es el objeto de su libro. La exacerbación caprichosa de una subjetividad, la forma (el cómo) puesta con la prepotencia del artista sobre el asunto (el qué). En ningún otro género de ideas esta voluntad de un yo que quiere decir se puede ver con mayor potencia expresiva. Desde la montaña, Miguel respira profundo y dice, opina, sugiere y juzga sobre los más variados temas que van desde la muerte hasta el tamaño de su miembro viril. No importa, ahí está su stilus, Montaigne es un campeón de la libertad de pensamiento, del decir con sencillez y sin vueltas, eso que los griegos llamaban parresía.
¿Y entonces por qué, me pregunto, la palabra ha sido tan desvirtuada que ni los mismos escritores hoy la quieren usar? Artículos, notas de prensa, columnas de opinión... ¿Todos estos géneros practicados en el periodismo gráfico no son acaso formas del ensayo entendido así, como acabo de hacerlo, “a la Montaigne”? Hubo, creo, en el último siglo y medio, una apropiación de esta palabra por parte de la academia en combinación con el pensamiento positivista-cientificista. De allí, por un tobogán de “objetividad”, fuentes documentadas y un “se” abstracto que quiere denotar imparcialidad, llegamos a esos mamotretos jergosos llamados “papers”. ¿Hay algo más aburrido e insustancial que una tesis doctoral, un texto pensado para una revista especializada o una conferencia? La capilla literaria materializada en todo su esplendor, el paper académico como el conducto por el cual el autismo de “hablarnos entre nos” se vuelve realidad. Y a eso, el común de los mortales llama “ensayo”. Claro, lo hacen desde lejos, porque si esos reportes forenses de los círculos académicos representan al ensayo, nadie querrá acercárseles. Que para dormir ya está la industria farmacéutica de los ansiolíticos...
Hay un diario nacional que tiene una sección semanal especial llamada “columna de escritores”. Es el único medio de prensa que ha convocado, desde 2055, a escritores a participar de sus páginas. Es sencillamente fantástica, y salva de ese periódico (como de cualquiera) la chatura gris de la noticia intrascendente, la columna del periodista especializado que no sabe hacer otra cosa que despanzurrar la última noticia, la minucia efímera a la que se le presta atención porque hay que llenar muchas páginas todos los días, que de eso viven. Allí están escribiendo, en mi opinión, el mejor narrador argentino de hoy (Martín Kohan) y el mejor poeta (Fabián Casas), con la ventaja inmensa de que el diario publica esos textos en la versión digital el mismo día de su impresión en papel. En estas columnas semanales se cruzan todo, todos y de todo: la vida cotidiana, la experiencia personal, las noticias de actualidad, algunas cuestiones de fondo (como la literatura y la intelectualidad, que a la mayoría de los lectores de diarios le resbala), pero siempre desde su óptica personalísima, desde su registro de voz que los aleja de los periodistas de profesión, de los “analistas políticos” atentos a las mínimas miserias de los figurines articulados.

Y sin embargo... Veo un video de una charla que dieron tres de estos escritores columnistas en la última Feria del libro. Y nada. La palabra “ensayo” brilla por su ausencia. Hablan de artículo, de columna, de nota de prensa, de colaboración, pero el significante que mejor definiría sus textos (¿o acaso están haciendo otra cosa que la de “ensayar”?) jamás es dicho. De hecho, ni siquiera se quieren hacer cargo de la palabra escritor, aunque hayan aceptado formar parte de una doble página cuya volanta reza “Columna de escritor”. No soy un purista de las etiquetas, al fin y al cabo los textos son magníficos y están ahí cada semana, en el kiosco de la esquina o a un clic de distancia, pero me lamento que ellos, los mejores ensayistas literarios que participan de la prensa, no quieran reivindicar al padre por detrás de cualquier padre, inventor de un género literario  y de una manera de llamarlo. Llamado que hacía desde el aire puro de la montaña a la que se subía para decir lo suyo sin acartonamientos ni falsas erudiciones, porque era, al fin de cuentas, un hombre común al que le gustaba el desafío de probarse a sí mismo.

jueves, 25 de junio de 2015

Peregrinajes en el planeta rojo


He contado hace poco que debí hacer una última incursión a una sucursal de provincias al cuadrado (el margen de Sudacaland, que ya es el margen) de un banco de los capitales transnacionales. Aunque el nombre remite a una pacífica ciudad ibérica, yo habité la nada tranquilizadora puntita final de uno de los tentáculos de uno de los grandes pulpos fagocitantes del capitalismo financiero.
Bueno, quisiera volver a esa convivencia pasajera de casi veinte años, porque ese ámbito, como el de cualquier otro banco, es muy seductor para el antropólogo en pantuflas que está atento a las maneras sutiles con que las instituciones moldean la sociabilidad de las personas. Haré memoria.
Al primero que recuerdo es al empleado de la seguridad privado. Flaco, morochón, espigado en su uniforme marrón, con cara de “milico”, fundamental para ese sutil oficio de vigilar sin ser percibido, de amedrentar con la sola presencia pero sin incomodar a los (en definitiva) clientes de la casa. Recuerdo que en épocas difíciles, durante la crisis de 2001, donde los bancos amenazaban con quebrar o irse del país, el gobierno retenía los depósitos de los ahorristas y un infausto ministro de economía se esforzaba por bancarizar el país en un fin de semana, este trabajador se mostraba más gentil que nunca en medio del caos: organizaba las filas con una sonrisa, daba clases prácticas de uso de los cajeros automáticos, hasta tranquilizaba a los más exaltados no con amenazas sino dándole charla (lo sé porque lo practicó conmigo)... Luego volvió la normalidad (una normalidad del subdesarrollo, claro, de esas que nunca se sabe) y la cara del can Cerbero del planeta rojo volvió a ser la antes, la de la materialización de la lógica de la coerción.
La gente que espera allí adentro parece tener un aire retraído y atento, como la del turista que visita una iglesia. Hay apaciguamiento hasta en los chicos, que no se descontrolan corriendo como en un supermercado. Todos parecen más cuidadosos, como si las cámaras, el vigilante y la cercanía de los fajos de billetes, apilados en la bóveda insondable para los simples mortales, crearan una atmósfera de respetuoso cuidado.
En el puesto más difícil del banco, detrás del mostrador de la mesa de entrada (una trinchera vanguardista del frente) donde se forma la primera cola de espera, he visto pasar a muchos empleados, probablemente ocupar esa silla sea el pago de “derecho de piso” de los nuevos: estar a la ofensiva en la “línea de tiro” de los clientes. Recuerdo a una joven de ojos grises, cara larga de caballo y mirada lánguida, como si nada le importara, que se tomaba todo con calma aunque viera que la línea de interesados saliera por la puerta de calle y siguiera afuera, al rayo del sol, en la vereda. Alguna vez me la crucé en un ómnibus, de tarde, y tenía la misma cara de nada: como dicen en el teatro, el personaje se la había comido. En general el staff de empleados bancarios trasunta la misma parsimonia, como si estuvieran vacunados contra el estado general de tensión y caos del ambiente. De los de “ellos” nadie corre, nadie grita ni hace aspavientos, a nadie pareciera importarles las “molestias ocasionadas” a sus propios clientes con las diarias colas que se ven en cualquier momento del mes.
Y a propósito de colas, de esperas, de malos tratos y abusos al cliente, es esa misma experiencia en el planeta rojo de la banca mundial que al resignado (pero atento) peregrino de esta tierra le permitiría “vivienciar” este mundo en profundidad. Se trata de un lento avance, que en días de vencimiento y pagos de sueldos (del 5 al 15 de cada mes, más o menos) puede demorar más de una hora, dos en el peor de los casos. La línea de tres cajas, al fondo y arriba, en el primer piso, son la gran meca de este creyente de los servicios bancarios: día tras día, el cansino peregrinar (pasito a paso) se repite. Hay que cruzar la geografía del planeta rojo de punta a punta, desde que se traspasa la puerta principal hasta la pared medianera de sus antípodas: los últimos metros de la espera, ante las cajas ocultas detrás de los biombos, dan a una ventana ciega cubierta por un parasol, que a su vez da a un patio interior de la planta alta (como yo vivo a la vuelta, desde la manzana de enfrente puedo ver los fondos del banco, el lado ciego de esa ventana ciega).
En esta larga espera, en este avanzar en fila hacia arriba y atrás, uno arranca con el mismos sol de la calle, luego de atravesar la puerta se cruza con la cola de los cajeros automáticos y la de la mesa de entrada (a cuyo centinela se ignora porque uno ya sabe a lo que va: a hacer un depósito, a cobrar un cheque, a comprar dólares, etc.), superadas estas otras dos filas de humanos y ya dentro del banco en sí mismo, uno puede apreciar de cerca los cubículos de la “atención personalizada” al costado izquierdo y del derecho la fila de butacas de los que esperan que algún empleado se asome por sobre la mampara de los cubículos y diga su apellido. Avanzamos, y al fin empezamos a ascender la escalera que nos llevará hasta las ansiadas cajas. Aquí la fila de creyentes se divide en dos: la de los usuarios “vip”, con su cajero exclusivo, y la cola de los clientes rasos como yo que sólo pagan por el servicio mínimo. Con cada paso que nos elevamos, empezamos a tener un panorama aéreo de este mundo, ahora (si queremos) podemos percibir el pulular de sus habitantes: Varones jóvenes con su uniforme de trabajo y el nombre de la empresa para la que trabajan estampadas en sus espaldas, mujeres con sus chicos, completa ausencia de viejos (pues aquí no se pagan jubilaciones); también podemos atisbar a los empleados por encima de los cubículos abiertos; podemos seguir el ir y venir del vigilante, que sube, baja, mira y conmina a que apaguen sus celulares; y están, claro, más cercanos, los ojos eléctricos que zumban sin tener que anunciar, con ridícula cortesía, “sonría que lo estamos...”. Casi todo se ve desde esta altura de la dinerósfera mundial, claro que uno no es ingenuo, sabe que se pierde lo más jugoso: lo que pasa dentro del despacho privado del gerente, dentro de la bóveda o de otros reductos inimaginables de la trastienda de esta fortaleza de las finanzas.
Al fin estamos a dos o tres clientes de la caja, y nos acordamos de repente a qué habíamos venido. Repasamos la documentación que descansaba en la mano sudada, volvemos a contar el dinero para asegurarnos de pagar con cambio o el papelito donde traemos anotado el número de cuenta. Si entablamos alguna conversación con el de adelante o de atrás de uno para hacer la espera menos tediosa, al ver que el laberinto de durlock que han puesto por seguridad (luego de que en una “salidera” balearan a una mujer embarazada) y que nos conducirá como hamsters hasta la ventanilla, cerramos la conversación con rapidez, sin mucha cortesía, urgidos por poner toda nuestra atención en el trámite. Estamos parados adelante de todo. Esperamos ansiosos escuchar el “tuuruuu” del indicador digital que arriba llama a un nuevo turno. El número digital cambia, indicándonos a cuál caja deberemos acudir. Avanzamos por el pasadizo (derecha, izquierda), y se materializa una cara adusta, por lo general masculina, que está ocupado terminando de procesar la transacción anterior.

A lo que vine. Inicio mi trámite, escucho su voz metálica que sale por el altavoz, del otro lado del vidrio de seguridad, pidiéndome la documentación que me acredita; ésta va y viene por la ranura exigua, lo mismo que los billetes y los comprobantes, unos segundos después. Observo con atención a los tan ansiados cajeros evolucionar del otro lado de la ventanilla, abriendo fajos de billete, contándolos en esos aparatos que no se pueden seguir con la mente porque son muy veloces. Algunos sellos caen sobre los papeles y llegan a mi mano. Un saludo formal, de rutina, cierra la transacción y bajo la escalera hacia la calle, viendo a los que aún se empecinan en alcanzar la tierra prometida de las cajas. En la antepuerta corrediza, que separa a los cajeros automáticos de la mesa de entrada, está apoyado el San Pedro de este mundo rojo con la llave en la mano, ha cerrado la puerta porque son más de las tres, y a cada cliente que se va, se toma el trabajo de abrirle. Uno por uno, hasta que no quede ningún visitante, hasta mañana. Regresaba, al fin, de una incursión más a la gran máquina del dinero-que-hace-más-dinero, tierra de las finanzas puras. Pero eso era hasta hace unos meses, porque hoy no soy cliente de ningún banco (pero ¿hasta cuándo?).

martes, 23 de junio de 2015

Guardianes

Siempre me intrigó qué buscaba una persona común y corriente escribiendo un diario. Digo, alguien que no escribe más que para llevar un registro de sus pensamientos y hechos de la vida cotidiana, ¿qué espera encontrar, con los años, al revisitar esos manuscritos? (Dijo Ciorán: “Lo que sé a los sesenta años, ya lo sabía a los veinte. Cuarenta años de un largo, superfluo trabajo de comprobación”). Ayer estaba en el balcón, entretenido con el trajinar de los demás, cuando vi pasar caminando por la vereda de enfrente a una ex compañera de la escuela primaria, aunque sólo formalmente (y haciendo un gran esfuerzo de imaginación) esa mujer gruesa y un poco zombi era la niña Flavia que compartía conmigo un pupitre doble en el colegio parroquial. Recordé de golpe esa tarde en que, aprovechando el descuido de un recreo, con otros dos chicos nos escabullimos en el aula vacía para leerle su diario íntimo que sabíamos que traía en su cartera. ¿Qué era eso de “llevar un diario”, como lo había comentado en una clase? Tenía uno de esos cuadernos con cinturón y traba, de color rosa y con motivos infantiles para niñas, que se venderían en las librerías de entonces. Supongo que “llevar un diario íntimo” sería un juego más para las niñas de entonces. Nos fijamos en lo último que había anotado, y nos dio gracia que alguien se tomara el trabajo de dejar asentado qué había desayunado esa mañana o lo primero que oyó cuando se despertó. Lo que yo no pude percibir, es que esa compañerita de diez años ya tenía una relación personal con la escritura (y con el lenguaje) de la que yo carecía. Tal vez por falta de vida interior, a nosotros, los varones, nos gustaba inmiscuirnos en la privacidad de Flavia.
               Los diarios de escritores son otra historia. Quien tiene cierto prestigio y practica este hábito sabe que, de no destruirlo a tiempo, esos textos tarde o temprano serán publicados por los ávidos herederos de su obra. Es extraño: en vida no lo dieron a la imprenta pero, sabiendo que se morían, tampoco se lo dieron al fuego. Está el caso también de Gombrowicz, el polaco exiliado por la fuerza en Buenos Aires al comenzar la segunda guerra mundial: privado de sus amigos, sus familiares, sus bienes, ¡su lenguaje!, durante años luchó contra el bloqueo y el vacío escribiendo un diario excepcional, que publicaría a su regreso al viejo continente y luego de 23 años de vida sudamericana. Cito, por ejemplo, esto que vio en un viaje a la Argentina profunda: “¡Innumerables niños y perros! Nunca he visto semejante cantidad de perros... y tan tranquilos. Aquí si ladra un perro lo hace por broma. (...) Lo que vi ayer en el parque: un chiquillo de cuatro años desafió a boxear a una muchachita que no tenía idea de lo que era el box, pero que por ser más gordita y más alta le daba muy duro. Y un grupito de pequeñuelos de dos y tres años, en camisones largos, tomándose de las manos, saltaban y gritaban en su honor: –¡No-na! ¡No-na! ¡No-na!”. También nombraría el voluminoso diario que llevaba Bioy Casares, escritor y amigo íntimo de Borges: con sus anécdotas y observaciones sarcásticas sobre el mundillo de la literatura, sus herederos armaron una biografía del poeta ciego. Lo más llamativo de este libro son las muchas valoraciones de don Adolfo sobre los que lo rodeaban: uno se pregunta cómo un caballero tan respetuoso y cortés en público, podía pensar, en la intimidad de su diario, tantas maldades juntas.

               Y otra historia son, también, las memorias escritas por quienes, sin esperarlo, el destino puso en el rol de guardianes del que ya no está. Ellos y ellas fueron quienes sobrevivieron a sus hermanos, maridos, tíos, padres, para cuidar de su obra y dejar testimonio de lo que vivieron como espectadores privilegiados de otras vidas geniales. Paseando la mirada por los lomos de mi biblioteca me acordé (porque un señalador asomaba a mitad de camino como un índice acusador) de que aún me debía llegar al final de las memorias que escribió la segunda esposa de Dostoievski, Anna Grigórievna Snítkina, que pasó a la historia (oh sociedad patriarcal) como Anna Grigórievna Dostoiesvskaia. Llamó a sus memorias personales “Dostoievski, mi marido”, corriéndose del protagonismo desde el mismo título, como diciéndonos “su destino fue la literatura, mi destino fue él”. Es sabido cómo se conocieron: Fiodor necesitaba de una taquígrafa que lo ayudara en la redacción de esa novela por encargo que a la postre sería “El Jugador”. Dostoievski, en su apuro por salir del acoso de sus acreedores por sus muchas deudas en la que lo metía su adicción al juego y que estaban a punto de encarcelarlo, se comprometía con sus editores en contratos leoninos como en el que estaba por entonces: si no entregaba la novela para una determinada fecha, los derechos de autor de toda su obra pasarían a manos de estos agiotistas. Anna llegó para salvarlo de la coyuntura y del resto de su vida. Busco al tuntún y encuentro el momento en que ella, que aún no sabe que será Dostoiesvskaia, ve a Fiodor por primera vez: “Dostoievski me parecía un hombre extraño. A primera vista me pareció bastante viejo; pero cuando empezó a hablar no demostró más de treinta y siete años. Estatura mediana, muy derecho. El rostro era enfermizo y mostraba cansancio (...)”. Poco después de terminada y entregada la novela, Fiodor y Anna se casaron. Pero mejor dejo acá porque esa, esa es otra historia. 

domingo, 21 de junio de 2015

Aprendizajes de escribidor

Para quienes como yo tuvimos (y tenemos) pocas experiencias vitales fuertes, y además necesitamos estímulos para escribir, los escritos de otros y la imaginación son las plegarias diarias de nuestro credo. Por eso, me animaría a decir que mis lecturas van en dos direcciones: una hedonista, la otra funcional. Leo porque algunos libros (algunos autores) me causan un gran placer (y un lector hedonista no debería buscarle más excusas para su afición); pero también leo operativamente, quiero decir, busco aquellos registros que se aproximen a lo que estoy escribiendo para sacar ideas, empaparme del tono, saber lo que ya se escribió, conocer más a fondo las posibilidades del registro, incluso para conocer cómo violentar las reglas del género. Las huellas han quedado en mi biblioteca: cuando escribía un diario (de escritor, se entiende, de esos que se planean para publicarse) incursioné en muchos textos autobiográficos: diarios, memorias, autobiografías... Desde aquí, donde estoy sentado, más allá de la pantalla de la notebook, puedo ver algunos lomos en los anaqueles: La viuda de Dostoievski, Tolstoi, Casanova, Gombrowicz, Kafka, Mann... Marcas de lecturas, de proyectos... Aprendizajes que han quedado como marcas en los libros que conservo.
Y a propósito de esta segunda intención de lectura que he mencionado, hay en el abordaje de un libro de alguien que se propone escribir y lo hace (evito puntillosamente la palabra “escritor”) una manifiesta pretensión formal en su praxis: este lector “con el lápiz en la mano” quiere saber cómo está hecho eso en lo que se sumerge. Y de esto quería hablar, porque lo he pensado bastante últimamente. Un racionalista-neurótico como quien aquí escribe necesita orden, previsión, cálculo para moverse en la selva imprevisible de la escritura: quiere saber hacia dónde va lo que está haciendo, en otras palabras: busca un procedimiento. Y el procedimiento de querer conocerle las entrañas a las cosas lleva a una actitud peligrosa, pues desmantela todo texto que se propone a sí mismo como esencia: mitos de fundación, escrituras “sagradas”, declaraciones hechas desde un hipotético “tiempo cero” de la lengua... Y el lector-escribidor va a esos registros armado de una ganzúa, quiere conocerle las hilachas al revés de esas tramas que se auto postulan como de una sola cara.
Pero volviendo a los textos literarios, que son los que me interesan, y pensando en esta segunda intencionalidad operativa de la que hablaba, diré que hay dos tipos de autores: los estilistas que priorizan la forma, y los que sólo se proponen contar una historia sin (al parecer) tener un estilo ni jugar con el lenguaje. (Sé que hago mal con esta otra clasificación reduccionista, pero ya he comentado mi enfermedad racional-neurótica, y necesito ordenar para mejor pensar.) Dentro de la primera categoría nombraría (perdón que sólo nombre argentinos, pero es de lo que más conozco) a Juan José Saer, Ricardo Piglia, Marín Kohan, Marcelo Cohen, claro que a Borges... De la segunda, los que se concentran en el fondo: Soriano, Juan Forn,  Bioy Casares, Saccomano... Poner en primer plano el registro lingüístico, u “ocultar la cámara” dejando que la historia sea la protagonista. La literatura vuelta hacia sí misma o inclinada hacia afuera. En definitiva: escritores no escribibles o escritores escribibles. Claro que los primeros que nombré son mejores escritores que los segundos, pero a veces se aprende más de los buenos (aunque no grandes) artistas. Yo, escribidor sin talento ni otras cualidades destacables, he aprendido mucho más de los “contadores de historias” que de los experimentadores (aunque estos también cuentan historias). Si debiera escribir como Saer, uno de los mejores narradores de la lengua española, me sentiría, como dicen los chicos, “en el horno” antes de intentarlo. La perfección apabulla. En cambio, leo una novela del gordo Soriano y pienso “capaz que puedo”. Es obvio: si uno apenas puede hacer 2 + 2, mejor ni intentar hacer 2 al cuadrado. Intentarlo, a sabiendas del fracaso que nos reservan nuestras propias limitaciones, sería desilusionarse una vez más, y ya son muchos sopapos para un mismo ego...
Como decía un manual que alguna vez leí, antes de tener estilo hay que aprender a escribir. Bueno, como lector-escribidor yo me pienso aún dentro de este proceso. Pero el tiempo pasa y uno quiere salir a la cancha. Es mejor no ilusionarse con lo que no se tiene ni se puede desarrollar: el talento. Mejor concentrarse en lo que sí, con mucha práctica, puede adquirirse: la técnica. Y llegar a contar historias llanas, ágiles, entretenidas, en ese “estilo que parece no tener estilo”, bueno, no es poco mérito tampoco. Aunque la experimentación con las formas sea un objetivo inalcanzable para las carencias propias, como he dicho, es preferible “2 + 2” a nada.

Por otro lado, para muchos la sencillez es un punto de llegada, no de partida. Esta postura también es atendible. No hay que desilusionarse: de tanta prueba y error, algo (un alguito), luego de tirar lo tirable, tal vez quede de todo lo producido. ¿Pero qué otra persona más ilusionada puede haber que aquélla que, sin la más mínima expectativa de ser publicado ni tenido en cuenta, todos los días, dos veces por día, contra todos los pronósticos y sus muchas limitaciones, lleva a cabo la quijotada de sentarse frente a la página en blanco y volver a intentarlo?

viernes, 19 de junio de 2015

Ciencia ficción x 3

Tres noticias de los otros mundos (posibles o hipotéticos), me han alegrado la semana. Y me han dado alimento para la imaginación (es que me pasan tan pocas cosas interesantes...). Pasen y vean. Creer o reventar.
La primera: me entero que en pocas semanas llegará al ex planeta (ahora “planeta enano”) Plutón la sonda robótica de la NASA bautizada como “New Horizons”. Después de un viaje de nueve años, la nave no tripulada orbitará este helado mundo de los suburbios del sistema solar, sus satélites conocidos y algunos otros cuerpos celestes de esa zona limítrofe conocida como el cinturón de Kuiper, donde habitan los “objetos transneptunianos”, hoy por hoy los más prometedores de este rincón cercano de la galaxia. Me fascinan los mundos desconocidos, y aunque la misión no lleve ninguna sonda de descenso sobre la superficie misma del planeta, las fotografías que se tomen en el acercamiento me tienen ansioso como un chico.
La segunda: por recomendación de un amigo veo una película de ciencia ficción estrenada hace poco. Se trata de colonizar nuevos mundos para escaparle a la hambruna que se viene en éste. Y hacen falta exploradores. Descubren un agujero de gusano cerca de Saturno, salvoconducto que lleva a los astronautas directo al sistema solar de una estrella distante. Allí exploran mundos vírgenes, donde el tiempo avanza con mucha mayor velocidad que en la tierra: una hora allí equivale a nueve años de vida terrestre. El primer planeta es de agua, atravesado por inmensas olas que vistas a la distancia parecen montañas. El segundo planeta es de hielo, con sus estribaciones blancas y grises atravesando la superficie (rompí el hechizo quedándome hasta el final de los créditos: informaban que las escenas se habían filmado en las escarpadas regiones de Islandia). Las recreaciones son muy estimulantes, y el giro que se le da al argumento (el viaje a través de ese hipotético atajo espacio-temporal que son los agujeros de gusano) es una vuelta de tuerca ingeniosa para postular un viaje interplanetario de grandes distancias, ya que en un futuro cercano aún careceremos de tecnología adecuada para cruzar las inconmensurables extensiones del universo (que sigue expandiéndose). El film no deja de ser un producto de Hollywood, quiero decir, con su inevitable cuota de patetismo y escenas lacrimosas para ejercitar el vicio del sensiblero, pero los efectos especiales que recrean esos mundos imaginarios han puesto al alicaído cine de ciencia ficción en un primer plano como hace tiempo yo no veía. Ah, y otro dato a su favor: a la hora de explicar los fenómenos de la física en el espacio profundo, no se ahorran datos técnicos.

La tercera: ayer a la mañana me llegó a casa por correo una carta de mi ex banco, una corporación que si bien lleva el nombre de una ciudad española, hoy es un poderoso gigante multinacional. Durante más de quince años, desde antes incluso que lo compraran estos capitales trasnacionales, soporté los manoseos del banco, hasta que me cansé. Por eso me llamó la atención que me mandaran una carta, ya que es esperable que no les importe en lo más mínimo perder a un cliente-insecto como yo. Y vean por dónde. La misiva me informaba que yo debía pasar a cobrar (¡no a pagar! ¡a cobrar!) una indemnización. Cierta ONG de defensa del consumidor los había obligado a devolverle a miles de ex clientes un porcentaje de lo que les habían cobrado indebidamente como parte de los gastos de mantenimiento de sus cuentas. Tuve que leerla varias veces para creerlo. ¿Existía aún algún David que pudiera doblegar a semejante Goliat en este páramo agreste llamado capitalismo financiero? Que una organización pública haya conseguido, en nombre de ese oxímoron de fantasía llamado “defensa del consumidor”, forzar a un poderosísimo monstruo de la banca mundial a pagarle a perejiles como nosotros un resarcimiento en metálico por sus abusos, eso sí que es ciencia ficción. Esta mañana fui (con la certeza de que entraba por última vez, por lo menos a una sucursal de este banco) e hice dos monumentales colas: una para llegar hasta la mesa de entrada, donde un empleado me hizo la liquidación, más otra cola para llegar hasta el cajero. Casi dos horas para cobrar 655 pesos (que para ser el 20% de devolución mensual en casi 15 años, me pareció poco, pero bue... vinieron de arriba). Como tantas veces, esa espera demencial de horas, en una fila que se mueve muy lento para llegar a una de las dos cajas, me hubiera parecido (otra vez) el fracaso más patente de la raza humana. Pero esta vez no: esta mañana, con las circunstancias frescas en mi cabeza (a saber, que mi incursión a la cueva de ese pulpo insaciable del capitalismo financiero era la última, y que además venía a cobrar) me entretuve observando ese mundo tan extraño. Ahí estaba el empleado de la seguridad privada, en sus múltiples esfuerzos por agilizar una cola que, viniendo desde el fondo, en el primer piso, casi salía a la calle. Ahí estaban las caras de los que a diario deben padecer esas esperas, con sus uniformes de trabajo, con sus hijos colgándoles de la mano, embolados por el aburrimiento. En un momento la cola ascendió al primer piso, y desde la altura, parado en un escalón, tuve una visión panorámica de esa sucursal terrestre del planeta rojo, con sus dos especies en evidente separación: empleados y clientes. Cuando llegué a la caja, la empleada me pasó un documento donde yo aceptaba las condiciones de pago (y juraba no reclamar nunca más nada), y mientras los llenaba con mis datos le dije a través del blíndex de seguridad “milagro: una vez ganamos nosotros”. La mujer se sonrió y cabeceó, pero no dijo nada: una cámara, colgada ahí arriba, filmaba la película de nuestras vidas segundo a segundo.

miércoles, 17 de junio de 2015

El escribidor a contramano

César Aira es un personaje singular dentro del contexto de la narrativa latinoamericana de hoy. Recién ahora empieza a ser visible, después de décadas. Decir de él, como de Gómez de la Serna, que es un escritor “prolífico”, ya es decir poco, porque hasta ese calificativo le queda chico. Más de 90 libros en sesenta y tantos de años. Aunque él, en las poquísimas entrevistas que ha dado fuera de su país, insiste en que escribe poco (“una  página por día”) pero luego aclara que escribe todos los días y que, a la corta o a la larga, termina publicando todo lo que escribe. Ya es sabido: cada tres meses manda un borrador a alguna editorial. Siguiendo el principio de uno de sus maestros, Osvaldo Lamborghini, que reza “primero publicar, después escribir”, Aira ha hecho trizas la idea de “corpus literario”.
Yo he tenido una relación tormentosa con el mitificador del barrio de Flores: la primera novela que leí de él me pareció que tenía el peor remate de la historia de la literatura: inverosímil, forzado, ridículo, berreta... Hizo falta algún tiempo para que entendiera que Aira arruinaba sus novelas a propósito, como parte de su, si se me permite la expresión, política estética. Él ha dicho que no sabe cerrar sus libros, que se aburre, que quiere terminarlo de una vez y empezar otro; pero que como además tiene el prurito balzaciano de querer darle un cierre “decimonónico” a sus historias, entonces las remata así, con el primer exabrupto que se le ocurre, pegándole un cachetazo al efecto de verosimilitud. Y aparecen los delirios aireanos, que ya son muy conocidos en el ambiente. Recién entonces pude seguir leyéndolo. Es cierto, de sus casi cien títulos, hay algunos decididamente malos, y en el afán del autor por querer publicarlo todo, esos libros diluyen un poco el efecto de los buenos. He aquí una idea fuerte: lo bueno y lo malo, lo publicable y lo tirable, el nivel “esperable” de un artista “reconocido”. Yo veo acá una primera provocación a estas nociones tan aferradas a la idea de “obra”.
Recuerdo una frase de Borges, que podría resumirse así: “Escribir lo necesario, romper mucho y publicar poco”. Es, en el fondo, una idea bien burguesa. Hay que cuidar la obra, hay que ser cauto, hay que mantener el nivel estético. Aira quiere que lo lean, repite que es uno de los pocos  escritores que disfruta mucho escribiendo (al contrario de los que cada diez años publican algo para renovar, dice él, el “carnet de escritor”) y en el fondo sigue el consejo que alguna vez le dio Unamuno a uno de sus lectores: “Usted publique y deje que sea el lector el que seleccione”. Aira es, en el fondo, una máquina de escribir, no puede refrenar sus pulsiones narrativas. No corrige. No da entrevistas. No hace presentaciones de sus libros. Pero escribe y publica. Escribe y escribe. Publica y publica. Ésta es otra lección que yo debería aprender: no perder el tiempo paveando en las tertulias literarias. Mejor encerrarse a escribir. La sociabilidad en la literatura es una buena excusa, ahora me doy cuenta, para no enfrentar la página en blanco. A don César pareciera importarle un corno la idea burguesa de lo “estéticamente bien acabado” y pareciera cagarse en la “sociabilidad literaria”, en ese “hacerse ver” que facilitaría el poder publicar.
Y ahora debería comentar otro de los buenos atributos del césar de Flores: le manda inéditos a quien se lo pida, no importa que sea una editorial menos que chica, de subsistencia, unipersonal, de ésas que duran lo que duran las revistas literarias. Él mismo lo dice: muchas editoriales de Buenos Aires se inauguran con un libro mío. Aunque sea un cuento de treinta páginas, él algo le manda a quien se lo pida. Y se desentiende del proceso de edición: deja que el editor haga lo que quiera con sus borradores, pues él ya estará compenetrado en la escritura de otro libro. Yo no conozco a ningún otro escritor conocido que tenga semejante gesto de generosidad. Hay delirios aireanos para todo el mundo, su prolificidad es parejamente pródiga a la hora de repartir, de dar. Otro gesto anti burgués para aplaudir.
Sólo entendiendo estas estrategias estéticas, por decirlo así, se pueden entender sus libros arruinados (y diré que es una lástima: crea ambientes verosímiles, para personajes palpables, desarrolla una trama coherente, pero en las últimas treinta páginas, ¡paf!, echa todo a perder cerrando la historia con alguno de sus delirios inesperados), su desmesura a la hora de publicar, sus libros que mejor haber perdido... Y su inmensa gentileza para  con los editores noveles. Por eso hoy lo aprecio, porque puedo entender cuál es su juego, su política.

(Aún tiene teléfono de línea, y está en la guía. Tengo la dirección de su casa, tal vez algún día me baje en la estación Flores del ferrocarril del oeste, me llegue hasta la avenida Bonorino y le toque timbre. No por cholulismo, sino para conocer en persona a ese tipo tímido, anteojos de “culo de botella” y sonrisa pueril que no para de contar historias.)

sábado, 13 de junio de 2015

Payasadas teledirigidas

Pobre los payasos de profesión, que alegraban a los chicos por dos pesos y andaban de acá para allá con sus circos trashumantes. Qué culpa tienen ellos de estos giles que salen por tevé. Las convenciones marketineras para hacer programas paracieran haber llegado hasta los rincones menos esperados: los así llamados “culturales”. El mandato es único: Hay que ser divertido, pavear, actuar, hacerse el payaso todo el tiempo, porque si no el televidente se aburre. Parten de la presmisa, claro, de que el conocimiento, el saber, en fin, lo libresco, son cosas tediosas que hay que pasar “de contrabando”, como el jarabe para la tos con gusto a frutilla.
Trasnochado, hago zapping, y de repente lo veo a Sasturain, escritor él, disfrazado de detective. Está en un set que supone ser su oficina de investigador privado, y dialoga con su secretaria (más tarada que él) sobre un supuesto “caso literario” a resolver. Lo que le da pie para, acto seguido, ir a entrevistar a escritores locales vinculados con la novela negra. Aparece Piglia, promotor de una famosa colección de los sesentas, que trata de seguirle a su colega el juego de la actuación, pero se lo nota incómodo.
O sea que toda esa puesta en escena se había montado para hablar de la literatura policial, pero de manera “divertida”. ¿Quedará alguien que no se rebaje a hacer el ridículo frente a una cámara? Me acuerdo de eso que el pedagogo Jaim Etcheverry llamaba la “escuela divertida”, que forma parte de “la sociedad divertida”: prohibido ponerse serio, reflexivo, pensativo, todo tiene que ser “pum para arriba” diría un conductor de tevé que llegó tan lejos con su plan de estupidización que hoy los sociólogos en chancletas hablan de “tinellización”. Y esa mentalidad había llegado a la pedagogía educativa en la forma del “docente divertido”: frente a sus alumnos debía hacer de payaso para que los chicos le presten atención. Hay que reírse, ser un histriónico que vive todo el día súper excitado, hay que estar “jodón” siempre. La introspección no vende, eso es evidente. A esa ola parece haberse subido Sasturain en este programa de literatura que sale al aire por la televisión abierta en el horario “cultural” de las doce de la noche. De él apenas he leído un cuento que tengo en una antología, pero al verlo así, apayasado, se me han ido todas las ganas que tenía de conseguir sus novelas. Automáticamente lo encasillo en la categoría de “viejo boludo”. Gordo, pelado y con barba, sin disfrazarse ya daba el perfil de un caricaturesco “Papá Noel”. ¿Es que ya no alcanzan los programas con un conductor sentado detrás de una mesa, que charla con invitados sobre libros? Como si los verdaderos lectores necesitaran que le monten este circo...
Recordé un programa que hacía el difunto librero y poeta (en este orden de importancia) H. Yanover. Encerrado en su librería de la avenida Las Heras, el viejito caminaba por entre los anaqueles con una cámara que lo seguía, y cada tanto se detenía para comentar algún libro, leyendo fragmentos, intercalando sus anécdotas de décadas en el ambiente. Don Héctor conseguía en ese programa (La librería en su casa) una sensación de intimidad muy seductora: a veces, detrás de él, la cámara dejaba ver la calle, los autos, la gente pasando por ahí, ya de noche, la vida capitalina que seguía con su rutina, mientras él (con la librería cerrada) le recitaba a sus telespectadores algún poema con voz cansina. Era él mismo, sin tener que actuar ni vestirse de nada, sin guiones ni extras. Don Héctor deambulaba por su librería mostrando libros, hablándole a cara limpia a la cámara, de espaldas al murmullo de la calle.

En fin, pareciera ser que la farandulización de la realidad no tiene límite, karaokeando una canción de los setenta, diría que es un “monstruo grande y pisa fuerte” toda una tradición cultural que valoraba el esfuerzo, el ejercicio concienzudo de pensar y estudiar, como parte del mérito.

jueves, 11 de junio de 2015

Música de ambiente

Todo se dispara, inevitablemente, con la vida cotidiana. Lo que lleva a la anécdota. Lo que lleva a escribir. Pues bien, esto me pasó hoy mismo, en una incursión a la desmesurada megalópolis capitalina. Caminaba por una calle que desconocía (Gascón, creo) del barrio de Almagro. El azar me llevó hasta las inmediaciones de una peluquería, y yo tenía planes de hacerme cortar el pelo. Me detuve y miré con disimulo, desde la vereda de enfrente, a través de la vidriera. El lugar parecía una cueva, típica peluquería “de viejo” pero mal mantenida. El peluquero, solitario, hacía juego con el abandono de su comercio: un sesentón, le calculé, gordo y mal alineado leía sentado en uno de los sillones de la mini sala de espera, de frente a la luz natural. Serían alrededor de las cuatro de la tarde, y se veía que el hombre se aburría en la tarde porteña esperando clientes. El aspecto general del lugar, digamos que no me transmitía confianza. Pero para una rapada con la máquina rasuradora no es necesario una habilidad especial. En fin, que me dije “un trámite menos del viaje”, y entré.
El tipo me saludó con corrección y buenos modales. Me senté en el sillón señorial, de esos aparatosos que ya no abundan en las peluquerías modernas (que ahora se llaman “salones de belleza” y están atendidos por “estilistas”), y dejé que me atara la capa de tela con mucha parsimonia. Cuando al fin terminó de ajustármela alrededor del cuello, se quedó mirándome por el espejo. Le hice un único y simple pedido: “Rasúreme con la medida número dos”. Después, a falta de otra vista, me deprimí mirando, en el reflejo autobiográfico, las entradas incipientes y la coronilla que ya empieza a hacer sombra. Éramos, claro, dos perfectos extraños, como suele ocurrir con los clientes en una transacción comercial. Él trabajaba y yo lo miraba en silencio orbitarme. Vi que sobre la repisa de debajo del espejo estaba, abierto boca abajo, donde él había interrumpido su lectura cuando yo aparecí, el libro con el que mataba el tiempo. Trataba sobre la historia del pueblo romano, en esos formatos de bolsillo típicos de las ediciones de divulgación de mediados del siglo pasado. También noté que por encima del murmullo de la rasuradora eléctrica se escuchaba música clásica. Ahí, a un costado, había uno de esos reproductores de compact discs con radio apoyado sobre una mesita. Supuse que sintonizaría alguna emisora de FM de ésas dedicadas exclusivamente a este género musical. Finalmente rompí el silencio. Señalando apenas con un índice que saqué de abajo de la capa, le pregunté qué le gustaba. Me dijo que lo más “moderno” era Debussy, o sea, deduje para mí, que era un tradicionalista al cuadrado. Yo le comenté los méritos de los compositores del siglo XX y me preparé para su esperable objeción: el dodecafonismo. No, le aclaré, ya de pie, sacudiéndome con un cepillo los pelos de mi ropa, Schoenberg no, es tremendamente aburrido. Prokofiev, Shostakovich, Malher. Estuve por nombrar a Bartok, pero me contuve: supuse que sería demasiado para su conservadurismo musical. Reconoció que se los debía.
Le pagué y antes de salir le agradecí que hubiera pasado ese rato en una peluquería con música clásica de fondo. Ya no se ven cosas así, le comenté. Y qué importaba que ese ambiente depresivo oliera a humedad (pensé pero no dije). Él aceptó mi gesto con una sonrisa de entendimiento. Y me fui, siguiendo el rastro de la estación del cercano ferrocarril oeste que me trajera de regreso a un suburbio de la provincia. No nos presentamos, pues ni eso es necesario para una transacción comercial peluquero-cliente. Sin embargo, creo que en unos pocos minutos, charlando desinteresadamente, opinando, sin pretensiones de sapiencia ni deseos de convencer al otro, pudimos sentirnos cercanos por esa música ambiente que nos rodeaba. ¿No fue ésta una prueba en miniatura de lo que se llama “civilización”?


domingo, 7 de junio de 2015

Sacralidades

Hace unos años, revisaba yo una mesa de saldos de un cambalache de pueblo que también vendía libros viejos. Sacaban a la vereda pilas de ejemplares destartalados, y le ponían un cartelón que se dejaba leer desde lejos: $ 5. Parecía que los comerciantes mucho no sabían de literatura, porque a veces saldaban a autores interesantes. Había que ir con tiempo y ensuciarse las manos jugando el juego de desenterrar el tesoro. Noté que a muchos de los transeúntes que pasaban por esa calle céntrica lo que los atraía a la mesa, más que la mercancía, era el irrisorio precio de venta. Tal vez así fue como se acercó un muchacho que pasaba, se paró a mi lado y empezó a revolver esa mezcolanza de literatura, historietas, revistas técnicas y manuales de escuela. Algo le comentó a una mujer que estaba con él, presumiblemente su madre. Ella le dijo, mirando las pilas desordenadas, “sí, hay mucho interesante, pero yo no sé nada”. Cuando escuché eso, reprimí las ganas de intervenir para decirle “señora, es literatura, no hay nada que saber. Deje que le cuenten una historia”. Pero me guardé el comentario, tal vez por pulsiones atávicas que me llegaban de la niñez, cuando mis padres me instaban a no hablar con extraños.
Charlando con un ex compañero del profesorado de lengua (él sí terminó la carrera y hoy es docente en escuelas de nivel secundario, yo en cambio sigo incólume en mi meta de loser, una de cuyas facetas es la de “abandonador profesional de carreras”) le comenté esta anécdota. Y después le pregunté por qué creía él que a la literatura la gente no letrada la miraba de lejos, con temor reverencial, y la abandonaba con el mayor de los respetos. Por qué se ha instalado esa idea de que es necesario cierto saber técnico o erudito para leer literatura, como si Quevedo (por citar un autor ya elevado en el pedestal del canon) hubiera escrito El Buscón pensando en doctores de la Academia. Pero, en cambio, argumentaba yo ante Damián, ese mismo prejuicio no existía en el cine: nadie, antes de ir a ver la última película de, digamos, Wody Allen, creía que debería ponerse a estudiar la filmografía del neoyorquino, conocer en profundidad su simbología, sus características formales con que ha elaborado sus films, y después sí, con esa sapiencia, ya preparado, entraba en la sala. No, le decía a mi ex compañero de estudios, en el cine la gente iba al cine a que le cuenten una historia; si les gustaba se quedaban hasta el final, si no, se paraban y se iban. Pero nadie se arrodillaba ante un film, como sí pasaba con el objeto libro. ¿En qué se falló para que la literatura se haya alejado así de la gente?
Y Damián me hizo ver que eso que se llama “literatura” era materia de enseñanza del sistema educativo estatal desde su misma creación. Y que el cine (aún, por suerte) no se les enseñaba teóricamente a los chicos. Es decir: no se los forzaba a ver películas, sí a leer libros. Es cierto, me dije, en su misión no de educar, sino de domesticar (desactivar creatividad, imaginación, talento) la escuela ha logrado levantarle un altar a la literatura que la distancie de “los que no saben”. Y desde bien temprano, como parte del “plan de estudios”, en las escuelas se les inculca a los chicos a reverenciar a los libros desde lejos, porque, aunque la ficción no se proponga nada más (ni nada menos) que entretener contando una historia bien escrita, el libro es algo sólo apto para “gente sabida”.

Concluyo que el Poder ha neutralizado a la literatura con ese otro mecanismo de censura, mucho más sutil que la vulgar y lisa prohibición, y que es la sacralización.

viernes, 5 de junio de 2015

Parodias institucionales

“Vamos subiendo la cuesta que, arriba, / mi calle se vistió de fiesta” dice Serrat en una canción tan karaokeada como bella. Por estos lares, ese sentimiento de genuino festejo se ha desmantelado en una parodia de fiesta que el Gobierno, en su disfrazado afán populista, restableció con cuatro días de feriado en febrero. Lo llaman carnaval, pero ni remedo es de lo que alguna vez fue con los negros esclavos en la época de la colonia. En realidad, este feriado interminable es un incentivo más para que recaude la industria del turismo interno, como ese baypass gástrico llamado “feriado puente”.
La verdad más cruda es que este país no tiene espíritu carnavalesco. Ni por asomo y por más resucitación cardiopulmonar que se le haga a la geografía patria. Yo diría que el argentino (o más puntualmente, el porteño de Buenos Aires) se parece al personaje que él mismo se creó desde las orillas peligrosas de la ciudad, como los facones que llevaban bajo el sobaco: este país se parece al tango, ese pensamiento triste que  se baila, tal como lo definió su mejor poeta.
Yo vivo en una ciudad al margen del margen, y por eso me parece que es más triste que la tristeza. Pero este domingo escucho bombos a la distancia, y para distraerme un rato del embole y el calor, me acerco a ver, cual cotorritas pegándose contra el farol. Desde lejos se nota: es un carnaval que nadie se lo cree. Sobre la calle principal desfilan unas murgas amateurs compuestas por chicos de los barrios. Y los que los miran pasar, aplaudiendo desde el cordón de la vereda, son sus familiares que tal vez vieron a sus vástagos ensayar todo el año para desfilar estos cien metros. También están, en minoría, los vecinos que como yo no saben qué catzo hacer con tanto tiempo regalado de gusto. Los bombos y redoblantes suenan, los pasistas se esmeran enfundados en sus trajes pagados por el clientelismo político. La municipalidad ha puesto lucecitas de colores y ha invertido en un animador que, micrófono en mano, desde un podio insta a los androides a que ejerzan la alegría que el señor intendente no les negó, pues les legó. Sí: la calle pareciera esta noche vestida de fiesta, como dice el catalán, pero por más que el discurso institucional nos inste a que nos divirtamos, no hay voluntad... Ni siquiera una cuesta que subir en esta anodina llanura, chata como nuestro espíritu báquico.
Dolina, personaje radial, decía que a él le gustaban los carnavales organizados en una curva, cosa de mantener la ilusión de que el festejo es posible, hasta doblar la esquina y verificar la misma obsecuente desidia. El efecto que consiguen es contraproducente: los agentes de la Matrix canjean el traje negro por galeras y lentejuelas y salen a la calle. Al ritmo de la percusión alzan a los zombies por los brazos y los sacuden entre gritos de algarabía, pues hay que institucionalizar la diversión... Sí, el gobierno no escatima los suministros de pan y circo para todos; pero lo único que consiguen es que la gente que no puede escaparse hasta la costa (la mayoría) deba atravesar un embole depresivo de tarde de domingo pero multiplicado por cuatro.  

Empecé la divagación con una cita, terminaré con otra, esa tan karaokeada de Marx que dice que la historia primero se da como tragedia y luego como parodia. El carnaval primero fue la diversión efímera de los esclavos, hoy es la parodia de una festividad que nunca existió.