lunes, 16 de marzo de 2015

Visita al museo guerra


Llegué a un hospital municipal alrededor de la cinco y media de la madrugada. Qué hacía ahí, en una ciudad en donde no vivo y a esa hora. He venido por otros motivos, pero he llegado muy temprano. De hecho, faltaban más de tres horas para que el banco habilitara su sistema electrónico de depósitos y unas cuatro para que los comercios abrieran al público. El viejo dolor en mi pierna había vuelto, pero esta vez no había sido después de mis maratónicas caminatas repartiendo “currículums” donde ofertaban empleos. Esta vez el dolor me atenazó el muslo ni bien bajé del primer tren que pasaba por la ciudad, mientras caminaba las veintipico de cuadras que separan la estación ferroviaria del centro de la ciudad. Y en el camino pasé, sin calcularlo, por el hospital municipal de la ciudad. Pensé que en la sala de guardia me podrían dar algún calmante para zafar de la situación.
Entré.  La primera impresión que recibí del lugar me demolió. El cielorraso alto, las paredes descascaradas y sucias, el olor agrio a desinfectante barato y meadas de perro, las puertas de madera despintadas... y la gente: decenas de pacientes que aguardaban a esa hora de la madrugada, de noche aún aunque estuviéramos en pleno verano, para conseguir un turno. Sus caras ojerosas bajo la luz blanca de los tubos fluorescentes, haciendo la cola de pie o sentados, esperando a que abriesen los consultorios, me recordaron a las tantas películas de zombis que pululan en el cable. Muñecos de cera en un museo decadente. ¿Ya se habían levantado o todavía no se habían acostado? Yo me había acostado pero no había dormido: estos madrugones me alteran tanto que no puedo pegar un ojo.
Fundiéndome con la depresión general, avancé y me senté en la punta de un banco de madera instalado contra la pared del pasillo, que hacía las veces de sala de espera de la guardia. Por la decena de personas que me rodeaban, calculé que tendría más de una hora de espera. Aproveché para mirarlos con disimulo. Nadie hablaba, parecían vegetar ahí, con  las cabezas gachas o recostadas contra la pared. El pobre en este país ya ha aprendido a no quejarse, porque le han enseñado que “a caballo regalado no se le miran los dientes”. “Y si te molesta el mal servicio, andá a una clínica privada, qué tanto joder...” La resignación es ya una rutina en esta gente acostumbrada a esperar.
Al rato se abrió la puerta de la sala de guardia y salió un muchacho con una mano vendada. Detrás de él se asomó el médico. Es un viejo de unos sesenta años, petiso, los ojos hundidos, un bigote espeso a lo Friederich y la calva reluciente. Si no fuera por los mostachos y si su guardapolvo fuera negro en vez de blanco, aseguraría que estuve en presencia de otra reencarnación del tío Lucas (uncle Faster). Viéndolo sentí que ese tipo se había mimetizado con el entorno, o quizá trabajaba en la morgue y lo derivaron a la guardia para que espantase a los que se acercaban por pavadas. Y ahí parado en la puerta, dándole las últimas indicaciones al muchacho, yo pensé que mi dolor en la pierna era una nimiedad que podía seguir esperando. Le miré las manos: sentí que todo el edificio en ruinas, que todo el exangüe sistema de salud pública del país se concentraba en esas manos que en minutos más me iban a palpar. Sentí una gran repulsión solamente con pensarlo.
El muchacho se fue y el médico me miró por cercanía, pues me había sentado frente a la puerta. ¿Usted está para la guardia?, me preguntó el tío Lucas. Yo miré a mi alrededor y dije “están ellos antes”. Un murmullo general me informó que no, que estaban esperando que abriera “pediatría”, a la vuelta del pasillo. Como eran tantos, se habían adueñado del banco de la guardia. O sea que estaba solo: era el que seguía. “No”, le dije. El médico dudó un momento (“¿entonces para qué pregunté?”) y sin decirme nada volvió a encerrarse en la guardia.
Me paré y caminé hasta el baño, solamente para sumarle más angustia a la madrugada: ninguna canilla funcionaba, el piso era un lago. Decidí aguantarme hasta cruzarme con alguna confitería en el camino al centro. El dolor en la pierna había disminuido, y allí no tenía nada más que hacer. Salí con la primera penumbra del día.
A ese lugar lo recuerdo como si hubiera visitado un museo de guerra, pero de una guerra por venir: cifra terrible de una sociedad que se desmorona, de un país que apuntala sus ruinas mientras espera el final.

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