Llegué a un hospital municipal alrededor
de la cinco y media de la madrugada. Qué hacía ahí, en una ciudad en donde no
vivo y a esa hora. He venido por otros motivos, pero he llegado muy temprano.
De hecho, faltaban más de tres horas para que el banco habilitara su sistema
electrónico de depósitos y unas cuatro para que los comercios abrieran al
público. El viejo dolor en mi pierna había vuelto, pero esta vez no había sido
después de mis maratónicas caminatas repartiendo “currículums” donde ofertaban empleos.
Esta vez el dolor me atenazó el muslo ni bien bajé del primer tren que pasaba
por la ciudad, mientras caminaba las veintipico de cuadras que separan la
estación ferroviaria del centro de la ciudad. Y en el camino pasé, sin
calcularlo, por el hospital municipal de la ciudad. Pensé que en la sala de
guardia me podrían dar algún calmante para zafar de la situación.
Entré. La primera impresión que recibí del lugar me
demolió. El cielorraso alto, las paredes descascaradas y sucias, el olor agrio
a desinfectante barato y meadas de perro, las puertas de madera despintadas...
y la gente: decenas de pacientes que aguardaban a esa hora de la madrugada, de
noche aún aunque estuviéramos en pleno verano, para conseguir un turno. Sus
caras ojerosas bajo la luz blanca de los tubos fluorescentes, haciendo la cola de
pie o sentados, esperando a que abriesen los consultorios, me recordaron a las
tantas películas de zombis que pululan en el cable. Muñecos de cera en un museo
decadente. ¿Ya se habían levantado o todavía no se habían acostado? Yo me había
acostado pero no había dormido: estos madrugones me alteran tanto que no puedo
pegar un ojo.
Fundiéndome con la depresión general,
avancé y me senté en la punta de un banco de madera instalado contra la pared
del pasillo, que hacía las veces de sala de espera de la guardia. Por la decena
de personas que me rodeaban, calculé que tendría más de una hora de espera. Aproveché
para mirarlos con disimulo. Nadie hablaba, parecían vegetar ahí, con las cabezas gachas o recostadas contra la
pared. El pobre en este país ya ha aprendido a no quejarse, porque le han
enseñado que “a caballo regalado no se le miran los dientes”. “Y si te molesta
el mal servicio, andá a una clínica privada, qué tanto joder...” La resignación
es ya una rutina en esta gente acostumbrada a esperar.
Al rato se abrió la puerta de la
sala de guardia y salió un muchacho con una mano vendada. Detrás de él se asomó
el médico. Es un viejo de unos sesenta años, petiso, los ojos hundidos, un
bigote espeso a lo Friederich y la calva reluciente. Si no fuera por los
mostachos y si su guardapolvo fuera negro en vez de blanco, aseguraría que estuve
en presencia de otra reencarnación del tío Lucas (uncle Faster). Viéndolo sentí
que ese tipo se había mimetizado con el entorno, o quizá trabajaba en la morgue
y lo derivaron a la guardia para que espantase a los que se acercaban por
pavadas. Y ahí parado en la puerta, dándole las últimas indicaciones al muchacho,
yo pensé que mi dolor en la pierna era una nimiedad que podía seguir esperando.
Le miré las manos: sentí que todo el edificio en ruinas, que todo el exangüe sistema
de salud pública del país se concentraba en esas manos que en minutos más me iban
a palpar. Sentí una gran repulsión solamente con pensarlo.
El muchacho se fue y el médico me miró
por cercanía, pues me había sentado frente a la puerta. ¿Usted está para la
guardia?, me preguntó el tío Lucas. Yo miré a mi alrededor y dije “están ellos
antes”. Un murmullo general me informó que no, que estaban esperando que
abriera “pediatría”, a la vuelta del pasillo. Como eran tantos, se habían adueñado
del banco de la guardia. O sea que estaba solo: era el que seguía. “No”, le
dije. El médico dudó un momento (“¿entonces para qué pregunté?”) y sin decirme
nada volvió a encerrarse en la guardia.
Me paré y caminé hasta el baño,
solamente para sumarle más angustia a la madrugada: ninguna canilla funcionaba,
el piso era un lago. Decidí aguantarme hasta cruzarme con alguna confitería en
el camino al centro. El dolor en la pierna había disminuido, y allí no tenía nada
más que hacer. Salí con la primera penumbra del día.
A
ese lugar lo recuerdo como si hubiera visitado un museo de guerra, pero de una
guerra por venir: cifra terrible de una sociedad que se desmorona, de un país
que apuntala sus ruinas mientras espera el final.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario