Cuentan los viejos
actores de las compañías de teatro que, a mediados del siglo pasado, cuando representaban
sus obras en los pueblitos del interior, aquellos que actuaban papeles de villanos,
a la salida debían escaparse por los fondos de la manzana, cual verdaderos delincuentes,
pues muchos de los ingenuos espectadores los esperaban en la puerta del teatro para
fajarlos. A los “buenos” de la historia, en cambio, les regalaban pollos o
verdura y les deseaban que fueran felices en su nueva vida de casados. Un pacto
de ficción que fallaba para dejar al descubierto almas simples pero con
corazones buenos.
Yo viví algo así hace
unos años, en la puesta en escena “posmo” de una obra humorística. El grupo de
cuatro actores, vestidos con trajes de pingüinos, bajaban las escaleras desde
la cima de la platea, a los saltitos, con las luces ya apagadas. Todos mirábamos
hacia adelante, al escenario, esperando que la obra comience allá arriba, cuando
en realidad ya había comenzado entre nosotros. Esta ruptura espacial de lo
escénico no fue captada por todos al mismo tiempo: varios aún miraban hacia
adelante cuando los actores les pasaban por al lado. Un tipo que se sentaba en
la punta del banco de una fila, en cuanto percibió, desde la altura de su
butaca, a una de esas figuras rocambolescas, ahí parada, balanceándose cual
pingüino antártico, fue tal el susto que se pegó que quiso salir corriendo,
tropezándose en la huida con los pies de, supongo, su mujer, que lo manoteó del
saco a tiempo para volver a sentarlo y explicarle. Todo siguió con normalidad.
Fue un segundo y muy pocos notaron el fugaz mini drama ocurrido dentro de la
comedia, en la penumbra de la sala.
Esto me recordó otro pacto ficcional que
también presencié y del que me hubiera encantado participar, ocurrido en mis
años de sociabilidad literaria. Se terminaba la clase del taller literario que
se daba en el museo municipal. Desde hacía un buen rato nuestras voces
trastabillaban con la música de tango que venía del salón vecino. Habíamos
cerrado puertas y ventanas de la habitación en la que nos reuníamos pero no
había caso, había empezado el taller de danza con su música inevitablemente
estruendosa. Terminado el taller, salíamos varios hacia la calle, y en el
camino nos cruzamos con los bailarines. Unas seis parejas trataban de coordinar
su cuerpo al ritmo de D’arienzo. Todos eran viejos, menos una joven rubia
despampanante que nos dejó a los varones ahí, clavados en un costado, ya sin
ganas de irnos. No podíamos creerlo, estábamos fascinados por la aparición de
esa sirena de entrecasa. La libido se nos atragantó en los ojos: llevaba un vestido
negro de satén, bien ceñido al cuerpo, tacos altos, un maquillaje sutil, y el
escote generoso remataba el efecto de loba. Mientras que con el coordinador y
otros compañeros simulábamos un súbito interés por el taller de danza, más de
uno nos preguntábamos que hacía esa gacela en medio de tal zoológico
geriátrico. Pero había algo más: la rubia bailaba bien agarrada por un viejo
destartalado que, fuera de este pacto de ficción, la mujer no tocaría “ni con
un palo”, como se suele decir. Yo me sentí un completo pelotudo: salía de un
taller de poesía, de la apolínea asepsia de las letras, y allí afuera, en el
dionisíaco juego de los cuerpos, una ménade se prestaba para algo mucho más
interesante que andar contando las sílabas. Bailaba concentrada en su cuerpo y
ni notó a esos hijos de Silenus que en un rincón se la comían con los ojos
mientras no se decidían a seguir viaje.
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