jueves, 12 de marzo de 2015

El pacto de ficción, en dos actos


Cuentan los viejos actores de las compañías de teatro que, a mediados del siglo pasado, cuando representaban sus obras en los pueblitos del interior, aquellos que actuaban papeles de villanos, a la salida debían escaparse por los fondos de la manzana, cual verdaderos delincuentes, pues muchos de los ingenuos espectadores los esperaban en la puerta del teatro para fajarlos. A los “buenos” de la historia, en cambio, les regalaban pollos o verdura y les deseaban que fueran felices en su nueva vida de casados. Un pacto de ficción que fallaba para dejar al descubierto almas simples pero con corazones buenos.
Yo viví algo así hace unos años, en la puesta en escena “posmo” de una obra humorística. El grupo de cuatro actores, vestidos con trajes de pingüinos, bajaban las escaleras desde la cima de la platea, a los saltitos, con las luces ya apagadas. Todos mirábamos hacia adelante, al escenario, esperando que la obra comience allá arriba, cuando en realidad ya había comenzado entre nosotros. Esta ruptura espacial de lo escénico no fue captada por todos al mismo tiempo: varios aún miraban hacia adelante cuando los actores les pasaban por al lado. Un tipo que se sentaba en la punta del banco de una fila, en cuanto percibió, desde la altura de su butaca, a una de esas figuras rocambolescas, ahí parada, balanceándose cual pingüino antártico, fue tal el susto que se pegó que quiso salir corriendo, tropezándose en la huida con los pies de, supongo, su mujer, que lo manoteó del saco a tiempo para volver a sentarlo y explicarle. Todo siguió con normalidad. Fue un segundo y muy pocos notaron el fugaz mini drama ocurrido dentro de la comedia, en la penumbra de la sala.

 Esto me recordó otro pacto ficcional que también presencié y del que me hubiera encantado participar, ocurrido en mis años de sociabilidad literaria. Se terminaba la clase del taller literario que se daba en el museo municipal. Desde hacía un buen rato nuestras voces trastabillaban con la música de tango que venía del salón vecino. Habíamos cerrado puertas y ventanas de la habitación en la que nos reuníamos pero no había caso, había empezado el taller de danza con su música inevitablemente estruendosa. Terminado el taller, salíamos varios hacia la calle, y en el camino nos cruzamos con los bailarines. Unas seis parejas trataban de coordinar su cuerpo al ritmo de D’arienzo. Todos eran viejos, menos una joven rubia despampanante que nos dejó a los varones ahí, clavados en un costado, ya sin ganas de irnos. No podíamos creerlo, estábamos fascinados por la aparición de esa sirena de entrecasa. La libido se nos atragantó en los ojos: llevaba un vestido negro de satén, bien ceñido al cuerpo, tacos altos, un maquillaje sutil, y el escote generoso remataba el efecto de loba. Mientras que con el coordinador y otros compañeros simulábamos un súbito interés por el taller de danza, más de uno nos preguntábamos que hacía esa gacela en medio de tal zoológico geriátrico. Pero había algo más: la rubia bailaba bien agarrada por un viejo destartalado que, fuera de este pacto de ficción, la mujer no tocaría “ni con un palo”, como se suele decir. Yo me sentí un completo pelotudo: salía de un taller de poesía, de la apolínea asepsia de las letras, y allí afuera, en el dionisíaco juego de los cuerpos, una ménade se prestaba para algo mucho más interesante que andar contando las sílabas. Bailaba concentrada en su cuerpo y ni notó a esos hijos de Silenus que en un rincón se la comían con los ojos mientras no se decidían a seguir viaje. 

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