Humano, demasiado humano. Veo El caballo de Turín, la última
película de Bela Tarr, que como un discípulo sincero de Andrei Tarkovski, es
también un maestro de la lentitud. Sí, por estos días aún es posible un cine de
morosa reflexión. No es por la gracia del cable (es impensable que pasen una
película de Tarr) sino por la magia del Torrent. Es un film de 2011, y parte
maravillosamente de una anécdota muy conocida sobre Nietzsche y su último gesto
de cordura en este mundo, o el primero de insanía, según como se lo vea: el de abrazar a un caballo que está siendo azotado por su amo.
Pienso en los bodrios
de Hollywood, sus muchas basuras que bastardean al cine e infestan el mundo con
su “mercado” pochoclero, y me sorprendo de que aún pueda existir el cine “de
autor”. Descolocado en la postmodernidad acelerada, éste (como el mismo acto de
la lectura) es un cine perturbadoramente lento: unas pocas escenas de planos
secuencia larguísimos que describen y describen sin que (al parecer) nada pase.
Una economía de actores y de diálogos sorprendente (cuesta creer que se puedan sugerir
tantas sensaciones con tal minimalismo de recursos), más el deslumbrante blanco
y negro... esta película es la antítesis más lograda de la estética posmo
berreta yanqui. Pero hay algo más perturbador aún: el tratamiento que hace el
autor de lo cotidiano. Una y otra vez, vemos a un anciano (el carrero) y a su
hija repetir las tareas cotidianas en medio de una simpleza perturbadora (para
nuestras vidas de bienestar híper complejizado): el agua que hay que ir a
buscar al aljibe, el caballo nietzscheano al que hay que alimentar, las papas que
la hija hierve y ambos devoran con las manos como único alimento, el padre
vestido por la hija al levantarse y desvestido al acostarse. Las escenas se
repiten desde diferentes planos (o puntos de vista) durante los seis días que
tarda ese mundo en destruirse. Perturba pero no aburre, ver la rutina de la
vida cotidiana llevada al extremo de la rusticidad y la lentitud.
Yo hace años que
pienso en lo imposible que es desprenderse de las tareas cotidianas: asearse, comer,
lavar la ropa, limpiar el cuarto, un botón que se desprende, el pelo que
crece... La vida doméstica es un tirano insistidor y silencioso. Minucias
aparentes de la rutina que nos esclavizan hasta el último día de nuestras vidas,
y hasta el final de ese mundo filmado que se va desangrando en los mismos días
que dios se tomó para crearlo.
Posmo, demasiado posmo. Engancho en el cable la serie
animada “American dad”, una entretenida sátira de la derecha nacionalista y militarizada
yanqui. Me quedo con el extraterrestre, Roger, un ser asexuado o bisexual, no sé
bien (debería ver el capítulo uno). Pero lo más llamativo que este alien, a
diferencia del sensible y querible E.T., o del risueño Alf, o del histriónico
Mork, es un muestrario muy completo de cinismos y bajezas humanas. Interesado, insensible,
especulador, frívolo, a este extraterrestre lo humano se le ha pegado en un
extraño fenómeno de aculturación descendente. Y yo que creía que a este mundo
solamente lo podía salvar otra civilización verdaderamente inteligente... Pues
no: ya nos imaginamos a seres de más allá de las estrellas que, en vez de venir
a aleccionarnos sobre los peligros devastadores de las guerras termonucleares,
terminan por parecerse demasiado a sus anfitriones. Pero entendámoslo, Pobre
Roger, cómo para no volverse rastrero y egoísta, después de convivir al lado de
un agente de la CIA
durante tantos años...
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