No era una audición para una adaptación
del cuento “Caperucita Roja”, aunque yo sintiera que del otro lado del
escritorio era el lobo el que me examinaba: “¡qué dientes más grandes tienes!” Ahí,
sentado, me sentía peor que un sospechoso frente a la mesa del policía, que
interroga desconfiado y cada tanto sacude un cachetazo. Hasta había una
lámpara, pero el entrevistador no necesitó encenderla y encandilarme para que
yo hablara. Lo denunciaba la hojita impresa que le había alcanzado: casi
cuarenta años de edad y solicitando empleo.... ¿Debería ser yo culpable de algo
tan grave? ¿Habré cometido tantos errores para estar postulándome para
asalariado entre jóvenes de veinte años?
Pasé por situaciones así muchas
veces. Por eso creo que ese famoso dictamen de Hobbes, “el hombre es el lobo
del hombre”, a mí se me vuelve terriblemente cierto en las entrevistas
laborales. Pareciera ser que en el siglo veintiuno el bien más escaso no será
el agua ni el petróleo, sino el empleo. El asalariado es una especie en extinción,
y quien aún se empecina por vender su fuerza de trabajo pareciera más bien un
mendigo delirante que reclama almohada de plumas de ganso en el refugio para
indigentes. Tal vez por eso la explotación del que vende su fuerza de trabajo
sea algo ya naturalizado: “encima que te damos un trabajo, no pretenderás que
te paguemos un salario justo...” (¿Pero qué es un salario “justo”, dear Karl?
¿Cómo se puede hablar de justicia en una relación de poder, es decir, desigual,
entre empleador y empleado?).
Siempre di por sabido esto: me van a
explotar. Es mejor ir convencido de que toda empresa compensa sus pérdidas
ajustando donde no hay reclamo: en la “mano de obra”. Pero ya se sabe, preferible
explotado que desempleado... Yo también he hecho de la entrevista laboral un
ejercicio, casi un oficio “ad honorem”. Acostumbro a formar parte de la legión
de “coleros”, que por la mañana bien temprano se acercan a los llamados
minimalistas de los avisos clasificados (rubro empleo, solicitados), y puedo
asegurar que ésa es la peor cola que uno pueda hacer: esperar por una
entrevista laboral express, padecer la espera pero además angustiarse por la incertidumbre
de qué estará pasando allá adentro. Tal vez a ese que sale (¿parecía que
sonreía?) ya le confirmaron el puesto vacante, pero por inercia sigan con las
entrevistas...
(“El patroncito”, solían llamar los
peones de estancia, con vergonzosa humildad, a quienes consideraban sus
benefactores de por vida. Algún rico estanciero, que en París seguía oliendo a
bosta pampeana, le había permitido pasar de la categoría de “indigente” a la de
“pobre digno”. Hoy el patroncito ha devenido en un pequeño burgués que nunca
falta un domingo a misa, lo que no quita que de lunes a sábado siga explotando
a sus empleados con religiosa fruición.)
Estando del otro lado del escritorio
de mis examinadores, como en el banquillo de los acusados, siempre he tenido la
sensación del más absoluto abandono. Nunca el mundo me pareció más hostil que
frente a esos comerciantes cuentapropistas o esos jefes de personal que tienen
bajo su poder “salvar” a uno de los tantos náufragos que estiran la mano. Son
amables, piden que uno tome asiento. Sonríen, la careta de “civilizados” es
parte del disfraz, al fin y al cabo está en juego la “imagen” de la empresa o
del comercio, y el rechazado alguna vez puede volver como cliente... Yo los
observo y siento que jamás desearía estar en ese lugar. Decidir la suerte de
otro me parece más perverso que ocupar el lugar ridículo de mendigar un empleo
a los 40 años. Hojean el impreso titulado “Currículum vitae” y cada tanto
levantan la vista y me miran a los ojos, como buscando alguna señal que delate las
“mentiras piadosas” puestas en el papel. Son máquinas insensibles, porque el
sistema capitalista los ha transformado en eso: engranajes neutrales de un
mecanismo que no entienden ni quieren entender. Obedecen órdenes, buscan al más
eficiente, o al más preparado, o a la más tetona, o al más sumiso. Yo me anoto
en esta última categoría, la del “explotado feliz”, por eso en el renglón que
dice “Pretensiones económicas:” ya he dejado impreso la palabra “mínimas”.
Tengo todas en contra (falta de
profesión, de oficio, de experiencia laboral) por errores míos y de nadie más, por
eso me sincero por adelantado: sólo puedo ofrecer con humildad el redoblar la
esquilmada: trabajar por menos del “sueldo mínimo vital y móvil” y en negro,
claro. Como no tengo hijos y mi vida es muy austera, puedo ofrecerme bien
baratito. Con sutileza le sugiero a mi examinador de turno que nos saquemos las
caretas (yo la de Caperucita, él la del Lobo) y blanqueemos la situación: vengo
a mendigar un empleo, explóteme a gusto.
Nunca rechazan de buenas a primeras,
aunque uno intuye que ese llamado telefónico prometido nunca va a llegar. Tienen
el escrúpulo pueril de no matarle las ilusiones a nadie allí mismo. Es más
conveniente que el postulante lo sepa por omisión. Pero lo bueno de saberse rechazado,
pienso cuando salgo de esa oficina hacia la calle y me cruzo con la cola de
aspirantes que aún esperan por la entrevista, es que no tendré que malgastar
mis días ahí adentro, haciendo un trabajo de mierda por un sueldo de mierda, y
tratando con jefes de mierda (y hasta con “compañeros” de mierda). Más de una
vez me he cruzado con linyeras que, a pesar de su abandono, no necesitan pasar
por estas entrevistas pues la selva del mercado laboral ya no los alcanza: han
perdido toda esperanza y eso es una liberación.
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