jueves, 19 de marzo de 2015

Homo homini lupus

No era una audición para una adaptación del cuento “Caperucita Roja”, aunque yo sintiera que del otro lado del escritorio era el lobo el que me examinaba: “¡qué dientes más grandes tienes!” Ahí, sentado, me sentía peor que un sospechoso frente a la mesa del policía, que interroga desconfiado y cada tanto sacude un cachetazo. Hasta había una lámpara, pero el entrevistador no necesitó encenderla y encandilarme para que yo hablara. Lo denunciaba la hojita impresa que le había alcanzado: casi cuarenta años de edad y solicitando empleo.... ¿Debería ser yo culpable de algo tan grave? ¿Habré cometido tantos errores para estar postulándome para asalariado entre jóvenes de veinte años?
Pasé por situaciones así muchas veces. Por eso creo que ese famoso dictamen de Hobbes, “el hombre es el lobo del hombre”, a mí se me vuelve terriblemente cierto en las entrevistas laborales. Pareciera ser que en el siglo veintiuno el bien más escaso no será el agua ni el petróleo, sino el empleo. El asalariado es una especie en extinción, y quien aún se empecina por vender su fuerza de trabajo pareciera más bien un mendigo delirante que reclama almohada de plumas de ganso en el refugio para indigentes. Tal vez por eso la explotación del que vende su fuerza de trabajo sea algo ya naturalizado: “encima que te damos un trabajo, no pretenderás que te paguemos un salario justo...” (¿Pero qué es un salario “justo”, dear Karl? ¿Cómo se puede hablar de justicia en una relación de poder, es decir, desigual, entre empleador y empleado?).
Siempre di por sabido esto: me van a explotar. Es mejor ir convencido de que toda empresa compensa sus pérdidas ajustando donde no hay reclamo: en la “mano de obra”. Pero ya se sabe, preferible explotado que desempleado... Yo también he hecho de la entrevista laboral un ejercicio, casi un oficio “ad honorem”. Acostumbro a formar parte de la legión de “coleros”, que por la mañana bien temprano se acercan a los llamados minimalistas de los avisos clasificados (rubro empleo, solicitados), y puedo asegurar que ésa es la peor cola que uno pueda hacer: esperar por una entrevista laboral express, padecer la espera pero además angustiarse por la incertidumbre de qué estará pasando allá adentro. Tal vez a ese que sale (¿parecía que sonreía?) ya le confirmaron el puesto vacante, pero por inercia sigan con las entrevistas...
(“El patroncito”, solían llamar los peones de estancia, con vergonzosa humildad, a quienes consideraban sus benefactores de por vida. Algún rico estanciero, que en París seguía oliendo a bosta pampeana, le había permitido pasar de la categoría de “indigente” a la de “pobre digno”. Hoy el patroncito ha devenido en un pequeño burgués que nunca falta un domingo a misa, lo que no quita que de lunes a sábado siga explotando a sus empleados con religiosa fruición.)
Estando del otro lado del escritorio de mis examinadores, como en el banquillo de los acusados, siempre he tenido la sensación del más absoluto abandono. Nunca el mundo me pareció más hostil que frente a esos comerciantes cuentapropistas o esos jefes de personal que tienen bajo su poder “salvar” a uno de los tantos náufragos que estiran la mano. Son amables, piden que uno tome asiento. Sonríen, la careta de “civilizados” es parte del disfraz, al fin y al cabo está en juego la “imagen” de la empresa o del comercio, y el rechazado alguna vez puede volver como cliente... Yo los observo y siento que jamás desearía estar en ese lugar. Decidir la suerte de otro me parece más perverso que ocupar el lugar ridículo de mendigar un empleo a los 40 años. Hojean el impreso titulado “Currículum vitae” y cada tanto levantan la vista y me miran a los ojos, como buscando alguna señal que delate las “mentiras piadosas” puestas en el papel. Son máquinas insensibles, porque el sistema capitalista los ha transformado en eso: engranajes neutrales de un mecanismo que no entienden ni quieren entender. Obedecen órdenes, buscan al más eficiente, o al más preparado, o a la más tetona, o al más sumiso. Yo me anoto en esta última categoría, la del “explotado feliz”, por eso en el renglón que dice “Pretensiones económicas:” ya he dejado impreso la palabra “mínimas”.
Tengo todas en contra (falta de profesión, de oficio, de experiencia laboral) por errores míos y de nadie más, por eso me sincero por adelantado: sólo puedo ofrecer con humildad el redoblar la esquilmada: trabajar por menos del “sueldo mínimo vital y móvil” y en negro, claro. Como no tengo hijos y mi vida es muy austera, puedo ofrecerme bien baratito. Con sutileza le sugiero a mi examinador de turno que nos saquemos las caretas (yo la de Caperucita, él la del Lobo) y blanqueemos la situación: vengo a mendigar un empleo, explóteme a gusto.

Nunca rechazan de buenas a primeras, aunque uno intuye que ese llamado telefónico prometido nunca va a llegar. Tienen el escrúpulo pueril de no matarle las ilusiones a nadie allí mismo. Es más conveniente que el postulante lo sepa por omisión. Pero lo bueno de saberse rechazado, pienso cuando salgo de esa oficina hacia la calle y me cruzo con la cola de aspirantes que aún esperan por la entrevista, es que no tendré que malgastar mis días ahí adentro, haciendo un trabajo de mierda por un sueldo de mierda, y tratando con jefes de mierda (y hasta con “compañeros” de mierda). Más de una vez me he cruzado con linyeras que, a pesar de su abandono, no necesitan pasar por estas entrevistas pues la selva del mercado laboral ya no los alcanza: han perdido toda esperanza y eso es una liberación.

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