miércoles, 25 de marzo de 2015

Gente morosa

Gente morosa
Como los perros arrastran a sus paseadores hasta las plazas, también los libros llevan a sus lectores hasta esos bancos (algunos muy cómodos, de madera y con respaldar, otros ideados para sufridores profesionales, simples banquetas de cemento) y allí los ponen en pausa un buen rato, mientras el día fluye alrededor en ese simulacro de selva domesticada. Porque algunos buenos libros se parecen al Orgasmatrón, esa máquina que en el film Sleeper daba placer aislando a sus usuarios en una cápsula con capacidad para uno.
Piglia dice que si un marciano descubriera a un lector, digamos, en un tren, no entendería qué está haciendo ahí: quieto, silencioso, reconcentrado, perfectamente aislado del mundo pero conectado a ese artefacto sin cables ni conectores, hecho de simple papel y tinta.
En el transporte público, yo he sido muchas veces un casi-lector quisquilloso: sólo sacaba mi libro de la mochila si estaba cómodamente sentado, sin recordar que en Trópico de Capricornio Miller cuenta cómo se debatía en el apretujamiento de un tren para sacar a Nietzsche del bolsillo de su abrigo y charlar un rato. Mi prurito pavote de la comodidad física... cuando es sabido que una lectura productiva es siempre incómoda.
Pero tal vez lo más interesante de ver lectores en la calle, en las plazas, en el subte, sea ese gesto pre moderno de la lentitud. Porque la lectura (y el arte) sigue siendo el único (¿y último?) acto premeditado de pausa en la velocidad de la vida actual. Esa pausa que hace mucho, antes de la secularización radical de nuestras vidas, la proveían los ritos religiosos. Entrar en un cine o en un museo de tarde, especialmente un día laborable, y demorarse en una butaca o recorriendo con morosidad las salas. Luego salir a la calle, ya con la noche instalada, y descubrir que allí afuera el mundo había seguido girando, la gente había seguido con su rutina, con sus quehaceres, mientras a uno el tiempo se le diluía frente a un cuadro o una escena (o una página). Ese efecto de suspensión que nos da el arte es para mí una bendición en un mundo que percibo cada vez más hostil.

Pero a la mentalidad utilitaria, que de todo hace una ganancia, no iba hacer una excepción con la lectura. Nada se salva de las garras del Mercado. Recuerdo las modas (felizmente expiradas) de los “métodos de lectura veloz”, ridiculez rápidamente volatilizada, y el archiconocido chiste de Woody Allen, a propósito de esas estupideces del marketing que quieren conquistar el mundo armados con un palillo: “Hice un curso de lectura rápida y fui capaz de leerme ‘Guerra y paz’ en veinte minutos. Creo que decía algo de Rusia”.

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