domingo, 8 de marzo de 2015

Esbozo de una historia de la coprología




Otra vez la escatología como tema de reflexión, como si con los de los perros el asunto no estuviera agotado. Bueno, pero el feísmo junto con lo libresco se compensa, y así la inevitable realidad binaria con que analizamos la vida se transforma en “lo pulsional/lo racional”, o el sarmientino “civilización/barbarie”, o “lo bajo/lo alto”, o “lo vulgar/lo intelectual”... En fin, se acostumbra a debatir (y debatirse) en estas duplicidades, y el cruce peligroso, por plantearse como par excluyente, da pie para la “reflexión escribible”. El mecanismo es siempre el mismo aunque los detalles varíen.
Empecemos por la lectura en el inodoro, un hábito muy extendido en cualquier latitud (se me viene a la mente John Travolta en Pulp Fiction, saliendo de cualquier cagadero con su sempiterna revista bajo el brazo). ¿Y por qué tanto fanatismo por leer mientras se evacúa? O dicho al revés: ¿Por qué para muchos solamente el trono de porcelana es un incentivo para la lectura? Sentados sobre la taza y “moviendo el vientre” (eufemismo de mi abuela) parecieran ser las condiciones de posibilidad de todo leer en serio. He aquí algunas experiencias.
Un jefe excéntrico que tuve, desoyendo nuestras sugerencias de qué pensaría si un cliente pedía pasar al excusado, había creado un verdadero rincón de lectura junto al inodoro del toilet de la oficina: dos libros sobre robótica más una novelita de ciencia ficción en inglés (gracias a mi intermediación) colgaban de sendos hilos amurados a los azulejos de la pared con sopapitas (como los bolígrafos públicos, para que no se los roben) justo al lado de la taza de porcelana. Nosotros, todos con claras tendencias de anglofilia, llamábamos a ese acto con el púdico nombre de “reading in the crapper”.
En este cruce de civilización y barbarie también recuerdo el baño de un tío soltero, que había acomodado en el bidet (que nunca usaba) una veintena de ejemplares de la colección del Reader’s Digest traducida en dialecto gallego. Entraban justo, como si ese artefacto de la higiene hubiese sido pensado para albergar esos libritos de bolsillo: el “usuario”, sentado en la taza, los podía recorrer con los dedos, como cuando se revisan las bateas de las librerías de usados. Era muy práctico, lástima el contenido. Todo esto lo supe de primera mano porque cierta vez que lo visité y pedí hacer uso de las instalaciones, me tenté con separar uno y hojearlo. Tratándose de “lecturas digeridas”, que esos textos acompañaran tan íntimamente al mecanismo de evacuación de intestinos, me pareció una coincidencia no exenta de sardónica poesía. Lecturas pre masticadas para amenizar la liberación del bolo fecal... (qué fea expresión). Recuerdo que cuando regresé al comedor le comenté a mi tío esta graciosa conexión, pero él no captó el doble sentido.
En otra oportunidad llegué a la populosa estación de trenes de Once, y debí acudir al excusado con urgencia, aunque a cien metros tenía los baños mucho mejores del MacDuck, pero el llamado del interior ya era acuciante desde Castelar, varias estaciones antes. Entonces tomé coraje y entré al baño público de la estación. Allí estaba el cuidador (especímenes que se merecen un artículo propio), un viejo sentado en su sillita, con cara de nada, repartiendo papel higiénico en servilletitas ya preparadas y jaboncitos a cambio de una moneda de colaboración. Yo entré medio a la carrera, con un ejemplar de bolsillo que venía leyendo de a ratos en el tren, segundos antes. El lugar era apestosamente deprimente. Me asomé al primer cubículo de la larga fila y me quedé congelado junto a la puerta: no había inodoro, sino un pestilente agujero con dos apoya-suelas de porcelana en el piso que reproducían la forma de los zapatos. Nunca había hecho “número dos” sin una taza en la que sentarme. El cuidador notó mi incertidumbre y me dijo “elegí el que quieras, nene: son todos iguales”. Para salir de la situación completé el movimiento y me encerré en el cubículo. Claro que se me fueron todas la ganas de leer, dada la posición tan incómoda: acuclillado tan cerca del suelo y con ese librito de tapas rojas en la mano me sentí como un anacrónico fan de Mao.
Y para ir acabando este esbozo: la coprología en la literatura. Primero un recuerdo personal. Corría al baño con una novela de Celine (me acuerdo de las tapas blancas de esas viejas ediciones de Seix Barral) y por el apuro, al intentar levantar la tapa interior (con forma de anillo) de la taza, el libro se me resbaló y fue a parar al agüita. Por suerte el líquido estaba, digamos, sin uso, y además ese inodoro de la casa de mi abuela, un viejo Traful, era de los de la arquitectura del pisito y el hueco, lo que disminuyó los daños de la mojadura a la contratapa y las últimas páginas. Más radical, pienso, como la cagada más prestigiosa de la gran literatura universal, es la genuinamente irlandesa “reading in the crapper” de Leopold Bloom, quien en esa mañana gloriosa de Dublín, allá por 1904, luego de materializar su “morning crap” leyendo un periódico literario, necesitó de papel higiénico y (cito eruditamente en ambos idiomas para quienes gustan de verificar la traducción) “he tore away half the prize story sharply and wiped himself with it” (“rasgó contundentemente por la mitad el cuento premiado y se limpió con él”).
En fin, me digo después de este alarde de enciclopedismo: si Joyce, quizás el mayor escritor del siglo veinte, se pudo dar el lujo de ser... a ver qué adjetivo conviene... procaz, yo estoy disculpado, sólo en este aspecto, claro, que no se me malinterprete por favor, que no me estoy comparando con dios.  


P.S.: Para el final, me ha quedado oportunamente esta duda que no puedo evacuar. La expresión “tirar la cadena”, en el sentido de hacer correr el agua del tanque o cisterna, ya no tiene sentido, pues los modernos inodoros ya no traen más esos tanques de metal que se amuraban de la pared, allá arriba, casi junto al cielorraso, y de los que colgaba una cadena con un mango de madera del que había que jalar con fuerza. De chico recuerdo que en casa usábamos la expresión “apretar el botón”, más acorde a la tecnología del momento, pero que tampoco me convence. ¿Cuál sería la mejor traducción del español para “flush the toilet”?

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