miércoles, 4 de marzo de 2015

Huellas



Tengo una biblioteca modesta: según el catálogo que mantengo en mi computadora, se está acercando a los 800 volúmenes. Yo me encargo de mantenerla a raya, ya que por falta de espacio en mi única habitación (que es todo mi hogar) no puedo añadir nuevos anaqueles y entonces debo desprenderme de aquellos libros que (creo) ya no me interesarán más, apuesta difícil la de proyectar a largo plazo el lector que ya no seré. Esto evidencia una realidad: canjeo libros, desde hace años, en dos o tres librerías de “usados” de la Capital. Cada dos o tres meses emprendo un viaje de 50 kilómetros en tren, más otro de 8 en ómnibus (dos horas y media, con suerte), que me dejan cerca de esas librerías donde compro, vendo, canjeo (y a veces robo) libros usados. (Ah, y regalo: más de una vez me he “olvidado” entre los anaqueles mis propias ediciones de autor.) Así me ahorro unos mangos y me desprendo de textos que (supongo) ya no releeré. 
Pero lo que quería contar viene a continuación, porque el mercado de los libros usados ha hecho que mi reducida biblioteca personal esté conformada, diré en un 70 por ciento (cómo me gusta la precisión de las estadísticas) de libros que han tenido otros dueños. Y rastrear esas huellas que a veces aparecen me da una pista de los lectores que transitaron sus páginas. “Por acá anduvo gente”, diría un humorista de la radio local que además es un hombre culto. Y yo siento exactamente eso: que abro un diálogo con los anteriores lectores, conversación que a veces es más intensa que la que se espera entablar con el autor. He aquí algunas reacciones.

Con los subrayados me incomodo, pues jamás le encontré sentido a marcar libros de ficción. Más aún cuando es un subrayado grosero, que en el descuido a veces se le tira encima al texto y pareciera querer tacharlo. Con los comentarios al margen la cosa se pone más interesante, porque condicionan la lectura (la mía y la de su anterior propietario en una hipotética relectura), y allí sí, ante esas notas manuscritas me demoro con deleite en sus desciframientos, primero el de la caligrafía, luego el de la interpretación del sentido. De estos ejemplares, los profusamente anotados, hasta he llegado a encontrar, prolijamente ensobrado en la cara interna de la contratapa, una ficha con el resumen del libro y su valoración tipeados a máquina, como acostumbran a hacer los bibliotecarios. Tales volúmenes representan la apoteosis de los lectores con espíritu de críticos literarios (Barthes: “Un crítico es un lector que escribe [y publica] sus lecturas”) dentro de la geografía heredada de mi bibloteca.
Otras especies halladas: la de los libros con su “ex libris” estampado en la portada con un sellito muy monono, coquetería que jamás le hubiese infringido a mis libros (salvo los que tuve la desfachatez de publicar, claro). Algunos he encontrado con el sello azul de “Ejemplar sin cargo, prohibida su venta”, regalo de la editorial que algún periodista prefirió canjear por billetes luego de la consabida reseña bibliográfica. Y, finalmente, y tal vez lo más valioso para un coleccionista (no es mi caso), retengo dos volúmenes con dedicatoria y firma manuscrita de su autor. Qué malicia, pensé al descubrirlo: el escritor le ofrenda a este conocido (tal vez un amigo) una de sus criaturas y el malagradecido se lo vende... Recuerdo que en alguna tertulia me crucé con uno de estos dos autores, y estuve a punto de contárselo, con nombre y apellido, pero para qué buchonear, o acaso qué lector no ha hecho sus maldades.

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