Tengo una biblioteca modesta: según el
catálogo que mantengo en mi computadora, se está acercando a los 800 volúmenes.
Yo me encargo de mantenerla a raya, ya que por falta de espacio en mi
única habitación (que es todo mi hogar) no puedo añadir nuevos anaqueles y
entonces debo desprenderme de aquellos libros que (creo) ya no me interesarán
más, apuesta difícil la de proyectar a largo plazo el lector que ya no seré.
Esto evidencia una realidad: canjeo libros, desde hace años, en dos o tres
librerías de “usados” de la
Capital. Cada dos o tres meses emprendo un viaje
de 50 kilómetros
en tren, más otro de 8 en ómnibus (dos horas y media, con suerte), que me dejan
cerca de esas librerías donde compro, vendo, canjeo (y a veces robo) libros
usados. (Ah, y regalo: más de una vez me he “olvidado” entre los
anaqueles mis propias ediciones de autor.) Así me ahorro unos mangos y me
desprendo de textos que (supongo) ya no releeré.
Pero lo que quería contar viene a continuación, porque el mercado de los libros
usados ha hecho que mi reducida biblioteca personal esté conformada, diré en un
70 por ciento (cómo me gusta la precisión de las estadísticas) de libros que
han tenido otros dueños. Y
rastrear esas huellas que a veces aparecen me da una pista de los lectores que
transitaron sus páginas. “Por acá anduvo gente”, diría un humorista de
la radio local que además es un hombre culto. Y yo siento exactamente eso: que
abro un diálogo con los anteriores lectores, conversación que a veces es más
intensa que la que se espera entablar con el autor. He aquí algunas reacciones.
Con los subrayados me
incomodo, pues jamás le encontré sentido a marcar libros de ficción. Más aún
cuando es un subrayado grosero, que en el descuido a veces se le tira encima al
texto y pareciera querer tacharlo. Con los comentarios al margen la cosa se
pone más interesante, porque condicionan la lectura (la mía y la de su anterior
propietario en una hipotética relectura), y allí sí, ante esas notas
manuscritas me demoro con deleite en sus desciframientos, primero el de la
caligrafía, luego el de la interpretación del sentido. De estos
ejemplares, los profusamente anotados, hasta he llegado a encontrar,
prolijamente ensobrado en la cara interna de la contratapa, una ficha con el
resumen del libro y su valoración tipeados a máquina, como acostumbran a hacer
los bibliotecarios. Tales volúmenes
representan la apoteosis de los lectores con espíritu de críticos literarios
(Barthes: “Un crítico es un lector que escribe [y publica] sus lecturas”)
dentro de la geografía heredada de mi bibloteca.
Otras especies halladas: la de los libros con su “ex libris” estampado en la
portada con un sellito muy monono, coquetería que jamás le hubiese infringido a
mis libros (salvo los que tuve la desfachatez de publicar, claro). Algunos he
encontrado con el sello azul de “Ejemplar sin cargo, prohibida su venta”,
regalo de la editorial que algún periodista prefirió canjear por billetes luego
de la consabida reseña bibliográfica. Y, finalmente, y tal vez lo más valioso
para un coleccionista (no es mi caso), retengo dos volúmenes con dedicatoria y
firma manuscrita de su autor. Qué malicia, pensé al descubrirlo: el escritor le
ofrenda a este conocido (tal vez un amigo) una de sus criaturas y el
malagradecido se lo vende... Recuerdo que en alguna tertulia me crucé con uno de estos dos
autores, y estuve a punto de contárselo, con nombre y apellido, pero para qué
buchonear, o acaso qué lector no ha hecho sus maldades.

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