Me acabo de enterar
por el semanario local que ha muerto el “pintor de la ciudad”, o uno de ellos,
pero lejos el mejor de todos, Luis Nápoli. Tenía 90 años. Recuerdo que su casa
y atelier estaba sobre la misma calle por donde pasaba (y aún pasa) el
colectivo que me llevaba a la capital. Esa calle es una de las salidas rápidas
de la ciudad y yo habré pasado por su puerta infinidad de veces. Desde la
ventanilla alta del ómnibus, cuatro o cinco cuadras antes de salir a la ruta, yo
reconocía el cartelito de chapa que colgaba a cierta altura de un poste y que
decía, con modesta parquedad: “Taller”, y una flechita apuntaba hacia el fondo
del terreno abierto. A unos veinte metros se veía una casita blanca. La visión
duraba los segundos que tardaba el coche en pasar por allí. Pienso en esa
palabra, taller, y en cuántos de los que a diario pasaban por allí se habrán
imaginado no un atelier de artista, repleto de telas y témperas, sino en uno de
esos comercios que reparan cocinas o heladeras. Yo, en cambio, sabía que ahí
vivía un genio. Había llegado de Italia a los doce años y desde entonces,
aunque había expuesto sus cuadros en galerías de todo el mundo, se había
quedado en ese pueblo de la pampa.
Hará dos años llegué una
tarde de sábado a una tertulia literaria. El evento ya había empezado y me
encontré con un viejito amable pero circunspecto que, en tono tranquilo, sin
amplificación, le contaba a una veintena de vecinos “literatos” reunidos
alrededor de una mesa los pormenores del libro que acababa de publicar. No era
escritor, era pintor. Era don Luis. Es esa publicación reunía reproducciones de
sus pinturas que describían su Pérgamo natal, como un homenaje al lejano inmigrante
que llevaba adentro. Después de su exposición respondió a algunas preguntas,
nos regaló unos folletos con reproducciones de sus obras, saludó a uno por uno
de los presentes y se fue, sin esperar el final de la tertulia. Cuando don Luis
ya era un recuerdo fresco, varios de los contertulios comentaron con asombro que
el pintor hubiera aceptado la invitación para hablar sobre su libro: hacía años
que no salía a la calle.
Dos semanas después,
en una clase de gestión cultural, apareció en el aula un joven artista, medio
jipón, que se acercó a promocionar una muestra callejera que organizaba. Su
apellido lo delataba. Sí, nos contó, era el nieto de don Nápoli. “Vayan a
verlo, está muy solo”, recuerdo que nos dijo. “Pasen a charlar con el viejo, se
los va a agradecer”. Yo pensé que no estaría mal acercarme al taller de la
calle Mitre para hacerle una entrevista. ¿Serviría como excusa? Podría
publicarla en un semanario de una ciudad vecina. Pero lo que me cohibía era que
yo no sabía nada sobre pintura. Jamás pinté ni dibujé, desconozco los principios
elementales de este arte (de hecho, mi madre se encargaba de ilustrar la tarea
del colegio cuando ésta, como último ítem la solicitaba, en un intento fallido
de mi maestra por estimular mis competencias de expresión plástica.) Pensé que
don Luis se aburriría conmigo y otra vez me dejé ganar por la timidez.
Y hoy me entero que don Nápoli ha
muerto. Tuve la oportunidad de charlar con un artista de verdad. Era una en un
millón, y por pavote la desaproveché. Pensé en cuántas veces había pasado por
su casa y no fui capaz de golpear la puerta de su taller. Ni siquiera cuando,
con la soledad a cuestas, él nos esperaba, quienquiera que fuésemos, para tomar
unos mates y charlar de lo que fuese. Un gran artista, uno en un millón, y de
tan cerca que estaba no lo vi.
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