Hemos reemplazado a la mayoría de nuestros
artefactos mecánicos por otros electrónicos, como el devenir inevitable del
Progreso lo exige. Miro a mi alrededor y lo único que conservo de aquella era
tecnológica es un reloj despertador de plástico, de esos manufacturados en Taiwán o por ahí. Inocentito, sobre mi mesa de luz, es un triste testigo de una
era de engranajes y transistores. Pero lo que yo más añoro es la interrelación
troglodita que uno establecía con el aparato. Quiero decir: ante una avería, un desperfecto
menor, ¡zas! Un puñetazo bien aplicado y el aparato volvía a obedecernos.
Ahora, en cambio, la violencia ante un televisor de LCD es perfectamente
inútil: debemos guardarnos nuestro ímpetu cavernícola y recurrir al más
civilizado “servicio técnico”.
Yo añoro esas sesiones gratuitas de
psicoanálisis que nos regalaban lo viejos televisores de tubos de rayos
catódicos: la imagen se iba, uno se levantaba de su asiento, se acercaba y
(como si fuera a palmearlo) juntaba toda la bronca del día y descargaba un
certero puñetazo sobre su carcasa: ¡maravilla!, la tevé volvía a emitir como si
nada hubiera pasado. Y
uno regresaba a su asiento con la convicción de que la violencia física al fin
y al cabo sí servía para arreglar algunas cosas. En cambio hoy eso ya no es
posible: ¿de qué me serviría, por ejemplo, pegarle unos buenos sopapos a esta
notebook en la que escribo si de repente se tildara? De nada, sé que el
único camino que nos deja la informática hoy es la del resignado reseteo, y a
recomenzar sin chistar con el texto desde el principio.
¿Pero esto significa un avance en el proyecto humanista del progreso de la
especie? No me parece:
siguiendo el caso de la tevé, hace unos veinte años se podía ejercer el impulso
bárbaro de corregir un desperfecto a los puñetazos, pero como contrapartida lo
que se veía por la “caja boba” (eufemismo ya pasado de moda hasta para los
formadores de opinión) no era tan dañino para el cerebro: existía una
programación, no diré inteligente, pero sí menos estupidizante que la de hoy:
no se habían inventado los “reality shows” (uno de los mayores venenos
esparcidos por los yanquis, después de sus invasiones), no existían los
programas de chimentos de la farándula o del "corazón" como le dicen
en la madre patria (¿la matria?), “Gran Hermano” era una referencia
estrictamente literaria y la “tinellización” (léase idiotización) de la cultura
era una expresión que los sociólogos en pantuflas no tenían la necesidad de
inventar.
Conclusión, que por la pantalla de maléficos rayos catódicos se veía
poco, sí, pero la prehistórica televisión de antes de la era del cable casi que
no hacía daño a las neuronas. Y
además, por supuesto, ese aparato jorobado, cuando se retobaba, nos daba la
excusa perfecta para descargar la tensión con unos cuantos mazazos de puño bien
aplicados.
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