sábado, 14 de marzo de 2015

Las felices imperfecciones del fútbol

El zapping me hace pasar por un canal de deportes donde hay (como a toda hora) un partido de fútbol. La selección estadounidense juega un amistoso, pero hay algo raro, cierta molesta monotonía en la superficie del terreno de juego que tardo en entender: están jugando sobre una carpeta, o más sofisticado, sobre césped sintético. Parece ser que la institución rectora de este deporte (un monumental caja registradora que no deja de hace ¡chiquin!) ha reiniciado una arremetida para instaurar este tipo de superficie en lugar del céspede tradicional. Y no podían no ser los yanquis los que materializaran la avanzada. El fútbol profesional es cada vez un deporte más artificioso. La FIFA no se resigna a quitarle sus felices imperfecciones, a robotizar el espectáculo. No soporta que la lluvia embarre la cancha: los jugadores se ensucian, el pique de la pelota se vuelve errático... No: lo imprevisible no es visualmente atractivo para el espectáculo (como si los espectadores en las tribunas hubieran pagado para ver “El lago de los cisnes”). No: hay que seguir afeando el deporte más hermoso del mundo.
Jugar a la pelota en la calle (más que al fútbol) era, para los chicos que fuimos, un feliz riesgo. Porque se lo ejercía en la calle, es decir, en plena vida urbana. Riesgo de pegarle un pelotazo a una vieja del barrio, de que nos atropellara un auto, de que hiciéramos caer a un ciclista de un pelotazo, de romper alguna ventana de un vecino, de que nos enfermáramos corriendo en pleno invierno, la cara colorada, transpirando bajo varios pulóveres de lana. Y todo traía aparejado conflictos que nuestros tutores (los sufridos padres) debían enfrentar con vecinos, simples paseantes o hasta con la Municipalidad.
Recuerdo la cancha que con mi hermano imaginábamos y en la que jugábamos (porque teorizar, a esa edad, implicaba sí o sí una praxis, sin calcular las consecuencias), frente a la casa de mi abuela. Década del 80, en un barrio de un pueblo de provincia. Calle asfaltada pero no muy transitada, aunque un recorrido del colectivo local pasaba por allí, desde el centro y hacia a un barrio lindero llamado “Capilla San Cayetano”. La cosa es que los “arcos” de la “cancha” los conformaban cuatro árboles: dos crespones lilas en la vereda de mi abuela, y dos algarrobos en la vereda de enfrente, la un vecino amargado apodado “Fleco” (sería una especie de broma, porque era completamente calvo). El riesgo estaba en que jugar un “arco a arco”, con el asfalto de la calle como cancha y el pastito de la vereda como colchón para zambullirse en las  atajadas, presuponía varios peligros que ponían a prueba la paciencia del vecino. La responsabilidad mayor estaba en quien atacaba hacia el “arco” del vecino, puesto que un tiro muy elevado terminaría dentro del patio del mentado Fleco. Un tiro desviado era una marca gris, con una forma esférica inconfundible, en la pared amarilla del tapial perimetral del vecino; y un gol convertido era un estruendo, porque detrás de los árboles-postes había un portón de chapa. Las mismas inocentes calamidades del fútbol callejero se replicaban en la otra vereda, pero mi abuela no nos retaba si le ensuciábamos el frente de la casa o si le hacíamos volar de un pelotazo el bello portalámpara que colgaba del porche (como ocurrió). Sí, en cambio, se enojaba si recibía una queja del llorón de enfrente. No quería problemas con el tipo, y el tipo no entendía (como decía la abuela para justificarnos) que “éramos chicos”.
Eso era practicar un juego habilidoso, porque había que tener en cuenta muchos factores: transeúntes, autos, motos, bicicletas, y la mayor amenaza: el vecino, que cuando se cansaba de los pelotazos y de que los gritos no lo dejaran dormir la siesta se asomaba a la vereda y nos echaba sin vueltas.

Hay un hecho puntual que puedo fechar: julio de 1986. 11 años tenía yo, 7 mi hermano. Vacaciones de invierno de la escuela. Estaba el mundial de México y Argentina jugaba contra Bulgaria. En el entretiempo salimos con mi hermano a hacer unos tiritos. La tarde estaba muy fría y yo me saqué la campera deportiva de tela. Un pelotazo sonoro en el portón de chapa del vecino, producto de un puntinazo mío, hizo que mi hermano atinara a agarrar la pelota y meternos corriendo en la casa. Detrás de nuestra huida escuchábamos la puerta del vecino que salía a la calle para evaluar los daños. Volvimos a enfrascarnos en el mundial. Siguió la exhibición de Maradona y compañía en la tevé. Muy tarde, ya de noche, yo recordé que mi campera había quedado sobre la verja, en la vereda. Salimos a buscarla pero ya no estaba. (Recuerdo que en el bolsillo guardaba un fixture donde iba anotando los resultados del mundial.) Tampoco la abuela se enojó por esta torpeza, pero para no probar la bronca del de enfrente, el “arco a arco” de la vereda se suspendió por varias semanas.

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