El zapping me hace pasar por un
canal de deportes donde hay (como a toda hora) un partido de fútbol. La
selección estadounidense juega un amistoso, pero hay algo raro, cierta molesta monotonía
en la superficie del terreno de juego que tardo en entender: están jugando
sobre una carpeta, o más sofisticado, sobre césped sintético. Parece ser que la
institución rectora de este deporte (un monumental caja registradora que no
deja de hace ¡chiquin!) ha reiniciado una arremetida para instaurar este tipo
de superficie en lugar del céspede tradicional. Y no podían no ser los yanquis
los que materializaran la avanzada. El fútbol profesional es cada vez un
deporte más artificioso. La FIFA
no se resigna a quitarle sus felices imperfecciones, a robotizar el espectáculo.
No soporta que la lluvia embarre la cancha: los jugadores se ensucian, el pique
de la pelota se vuelve errático... No: lo imprevisible no es visualmente
atractivo para el espectáculo (como si los espectadores en las tribunas hubieran
pagado para ver “El lago de los cisnes”). No: hay que seguir afeando el deporte
más hermoso del mundo.
Jugar a la pelota en la calle (más
que al fútbol) era, para los chicos que fuimos, un feliz riesgo. Porque se lo
ejercía en la calle, es decir, en plena vida urbana. Riesgo de pegarle un
pelotazo a una vieja del barrio, de que nos atropellara un auto, de que
hiciéramos caer a un ciclista de un pelotazo, de romper alguna ventana de un
vecino, de que nos enfermáramos corriendo en pleno invierno, la cara colorada, transpirando
bajo varios pulóveres de lana. Y todo traía aparejado conflictos que nuestros
tutores (los sufridos padres) debían enfrentar con vecinos, simples paseantes o
hasta con la Municipalidad.
Recuerdo la cancha que con mi
hermano imaginábamos y en la que jugábamos (porque teorizar, a esa edad, implicaba
sí o sí una praxis, sin calcular las consecuencias), frente a la casa de mi
abuela. Década del 80, en un barrio de un pueblo de provincia. Calle asfaltada
pero no muy transitada, aunque un recorrido del colectivo local pasaba por
allí, desde el centro y hacia a un barrio lindero llamado “Capilla San
Cayetano”. La cosa es que los “arcos” de la “cancha” los conformaban cuatro
árboles: dos crespones lilas en la vereda de mi abuela, y dos algarrobos en la
vereda de enfrente, la un vecino amargado apodado “Fleco” (sería una especie de
broma, porque era completamente calvo). El riesgo estaba en que jugar un “arco
a arco”, con el asfalto de la calle como cancha y el pastito de la vereda como
colchón para zambullirse en las atajadas,
presuponía varios peligros que ponían a prueba la paciencia del vecino. La
responsabilidad mayor estaba en quien atacaba hacia el “arco” del vecino,
puesto que un tiro muy elevado terminaría dentro del patio del mentado Fleco. Un
tiro desviado era una marca gris, con una forma esférica inconfundible, en la
pared amarilla del tapial perimetral del vecino; y un gol convertido era un
estruendo, porque detrás de los árboles-postes había un portón de chapa. Las
mismas inocentes calamidades del fútbol callejero se replicaban en la otra
vereda, pero mi abuela no nos retaba si le ensuciábamos el frente de la casa o
si le hacíamos volar de un pelotazo el bello portalámpara que colgaba del
porche (como ocurrió). Sí, en cambio, se enojaba si recibía una queja del llorón
de enfrente. No quería problemas con el tipo, y el tipo no entendía (como decía
la abuela para justificarnos) que “éramos chicos”.
Eso era practicar un
juego habilidoso, porque había que tener en cuenta muchos factores:
transeúntes, autos, motos, bicicletas, y la mayor amenaza: el vecino, que
cuando se cansaba de los pelotazos y de que los gritos no lo dejaran dormir la
siesta se asomaba a la vereda y nos echaba sin vueltas.
Hay un hecho puntual
que puedo fechar: julio de 1986. 11 años tenía yo, 7 mi hermano. Vacaciones de
invierno de la escuela. Estaba el mundial de México y Argentina jugaba contra
Bulgaria. En el entretiempo salimos con mi hermano a hacer unos tiritos. La
tarde estaba muy fría y yo me saqué la campera deportiva de tela. Un pelotazo
sonoro en el portón de chapa del vecino, producto de un puntinazo mío, hizo que
mi hermano atinara a agarrar la pelota y meternos corriendo en la casa. Detrás
de nuestra huida escuchábamos la puerta del vecino que salía a la calle para
evaluar los daños. Volvimos a enfrascarnos en el mundial. Siguió la exhibición
de Maradona y compañía en la tevé. Muy tarde, ya de noche, yo recordé que mi
campera había quedado sobre la verja, en la vereda. Salimos a buscarla pero ya
no estaba. (Recuerdo que en el bolsillo guardaba un fixture donde iba anotando
los resultados del mundial.) Tampoco la abuela se enojó por esta torpeza, pero
para no probar la bronca del de enfrente, el “arco a arco” de la vereda se
suspendió por varias semanas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario