Cuando se me da por
soñar despierto, pienso que el último invento revolucionario que le resta a
nuestra época desbocada es el teletransportador de materia, como el del
Enterprise pero para transporte de pasajeros y mercancías. Todos los demás
sueños ya lo han cumplido la informática y las redes. Pero más allá de mis desvaríos
futuristas, lo cierto es que vivo en un triste país sudamericano en donde la ciencia
ficción es bajada de un hondazo por el más crudo realismo decimonónico. Porque en
épocas de recesión económica, al hipotético rayo desmaterializador de mi
fantasía le gana su adversario diametralmente opuesto, producto no de la mente afiebrada
de un Asimov sino de las urgencias de la supervivencia diaria de un Erdosain.
Me refiero al rematerializador. Un aparato que reinstala en lo público aquello
que parecía absorbido por el agujero negro de las modas y los usos.
Con las crisis
económicas, la materialidad en los márgenes del mundo se vuelve más tangible.
Las estrategias caseras de supervivencia en pos del mango que falta se
multiplican con un ingenio que en épocas de vacas gordas nadie se esforzaría
por practicar. Es el eterno retorno de lo mismo, la máquina del tiempo que,
lejos de las elucubraciones metafísicas, regresan para volverse otra vez mercancía,
valor de cambio, fuente extra de recursos.
Ejemplos que empiezo a
re-ver desde la última crisis económica, la de los noventas (¿alguna vez algún
economista brillante le encontrará un parche a estos agujeros del capitalismo,
o es que el modelo ya salió pinchado de fábrica?) a estos días de 2015: el
carro de madera que un desocupado engancha a un caballo (también desocupado hasta
hacía poco), se sube al pescante, chasquea los labios, sacude las riendas y ¡vualá!:
se rematerializa el “botellero”, el “cartonero”, suboficios suburbanos
desaparecidos desde hacía años. Se reinstalan en la geografía barrial esos hombres
que desde el pescante de sus carros reclaman al vecino, a voz en cuello (los
mejor equipados llevan un megáfono) cualquier material de descarte antes de que
se los lleve el camión de los basureros. O también están los autos que el
rematerializador ha sacado de los galpones: Fiats 600 (llamado cariñosamente “fitito”),
Renaults 12, Peugeots rastrojeros, con su caja de madera, Citroens 2 CV (como
los de un tío mío que era mecánico y, cuando necesitaba probarlos, nos invitaba
a arriesgados y vertiginosos paseos de 40 km/h ), camionetas Ford F100 celestes como la
que alguna vez tuvo mi padre... “Nada se pierde, todo se restaura”, pareciera
ser el mensaje de la
Madre Naturaleza de la pobreza. Ni qué decir de los “clubes
del trueque”, donde todo se canjea (hasta la ropa interior) pues la necesidad,
como ya se sabe, tiene cara de hereje y los remilgos son lujos de pudientes. Lo
mismo a la hora de llevar lo que se apilaba en el galponcito del fondo a las
casas de empeño para que su valor de uso reencarne en nueva vida.
Para estas épocas de
conejas en desbandada también reaparecen las pseudo monedas provinciales, con
la emisión de bonos y el endeudamiento a largo plazo de las provincias en su
afán por pagar los aguinaldos. Infinidad de papelitos de colores que llevan a
más de un ciudadano honesto a preguntarse por la idea de lo verdadero y lo
falso. De tanto billete dando vuelta, uno ya se cansa de andar volteándolo al
trasluz para comprobar su autenticidad. En ese abandono por cansancio, más de
uno entenderá el patético juego ficcional que hay detrás del papel moneda. (¿O
acaso Brecht, hace ya tanto, no se preguntaba qué era más vil, si robar un
banco o fundarlo?)
Sólo un poder pareciera
mantenerse incólume ante los efectos de la máquina del tiempo de las crisis
capitalistas: el católico. Con su idea de sacar al pobre del apuro (pero no de
pobre, eso ya no los incumbe), las asociaciones católicas siguen con sus
sempiternas colectas de beneficencia. Claro que no son tontos y ven que la
limosna ya no alcanza para la legión creciente de chicos que se refugian en los
merenderos, los albergues para indigentes o los atrios aún no enrejados de sus propias
iglesias. Pero el hundimiento general de la sociedad a ellos (que casualmente
ya se han ganado una parcela de Cielo por sus actos de caridad) pareciera no sobrecogerlos.
Uno esperaría de esta gente piadosa algún acto de arrojo, pero no. Con o sin
crisis, la limosna es el pan de cada día para estos religiosos consagrados o
laicos que tranquilizan conciencias y prometen redenciones mientras sacan de
sus bolsillos una aguja y un camello.
En fin, la geografía urbana
muta al ritmo de las crisis cíclicas de la economía de mercado. Lo retro no es
por estas tierras una moda estética de las vanguardias chic: es parte de la diaria
supervivencia del más apto. ¡Benditos los que nacieron en el Primer Mundo!

