sábado, 28 de marzo de 2015

El Rematerializador recargado, o la muy-concreta Máquina del tiempo

Cuando se me da por soñar despierto, pienso que el último invento revolucionario que le resta a nuestra época desbocada es el teletransportador de materia, como el del Enterprise pero para transporte de pasajeros y mercancías. Todos los demás sueños ya lo han cumplido la informática y las redes. Pero más allá de mis desvaríos futuristas, lo cierto es que vivo en un triste país sudamericano en donde la ciencia ficción es bajada de un hondazo por el más crudo realismo decimonónico. Porque en épocas de recesión económica, al hipotético rayo desmaterializador de mi fantasía le gana su adversario diametralmente opuesto, producto no de la mente afiebrada de un Asimov sino de las urgencias de la supervivencia diaria de un Erdosain. Me refiero al rematerializador. Un aparato que reinstala en lo público aquello que parecía absorbido por el agujero negro de las modas y los usos.
Con las crisis económicas, la materialidad en los márgenes del mundo se vuelve más tangible. Las estrategias caseras de supervivencia en pos del mango que falta se multiplican con un ingenio que en épocas de vacas gordas nadie se esforzaría por practicar. Es el eterno retorno de lo mismo, la máquina del tiempo que, lejos de las elucubraciones metafísicas, regresan para volverse otra vez mercancía, valor de cambio, fuente extra de recursos.
Ejemplos que empiezo a re-ver desde la última crisis económica, la de los noventas (¿alguna vez algún economista brillante le encontrará un parche a estos agujeros del capitalismo, o es que el modelo ya salió pinchado de fábrica?) a estos días de 2015: el carro de madera que un desocupado engancha a un caballo (también desocupado hasta hacía poco), se sube al pescante, chasquea los labios, sacude las riendas y ¡vualá!: se rematerializa el “botellero”, el “cartonero”, suboficios suburbanos desaparecidos desde hacía años. Se reinstalan en la geografía barrial esos hombres que desde el pescante de sus carros reclaman al vecino, a voz en cuello (los mejor equipados llevan un megáfono) cualquier material de descarte antes de que se los lleve el camión de los basureros. O también están los autos que el rematerializador ha sacado de los galpones: Fiats 600 (llamado cariñosamente “fitito”), Renaults 12, Peugeots rastrojeros, con su caja de madera, Citroens 2 CV (como los de un tío mío que era mecánico y, cuando necesitaba probarlos, nos invitaba a arriesgados y vertiginosos paseos de 40 km/h), camionetas Ford F100 celestes como la que alguna vez tuvo mi padre... “Nada se pierde, todo se restaura”, pareciera ser el mensaje de la Madre Naturaleza de la pobreza. Ni qué decir de los “clubes del trueque”, donde todo se canjea (hasta la ropa interior) pues la necesidad, como ya se sabe, tiene cara de hereje y los remilgos son lujos de pudientes. Lo mismo a la hora de llevar lo que se apilaba en el galponcito del fondo a las casas de empeño para que su valor de uso reencarne en nueva vida.
Para estas épocas de conejas en desbandada también reaparecen las pseudo monedas provinciales, con la emisión de bonos y el endeudamiento a largo plazo de las provincias en su afán por pagar los aguinaldos. Infinidad de papelitos de colores que llevan a más de un ciudadano honesto a preguntarse por la idea de lo verdadero y lo falso. De tanto billete dando vuelta, uno ya se cansa de andar volteándolo al trasluz para comprobar su autenticidad. En ese abandono por cansancio, más de uno entenderá el patético juego ficcional que hay detrás del papel moneda. (¿O acaso Brecht, hace ya tanto, no se preguntaba qué era más vil, si robar un banco o fundarlo?)
Sólo un poder pareciera mantenerse incólume ante los efectos de la máquina del tiempo de las crisis capitalistas: el católico. Con su idea de sacar al pobre del apuro (pero no de pobre, eso ya no los incumbe), las asociaciones católicas siguen con sus sempiternas colectas de beneficencia. Claro que no son tontos y ven que la limosna ya no alcanza para la legión creciente de chicos que se refugian en los merenderos, los albergues para indigentes o los atrios aún no enrejados de sus propias iglesias. Pero el hundimiento general de la sociedad a ellos (que casualmente ya se han ganado una parcela de Cielo por sus actos de caridad) pareciera no sobrecogerlos. Uno esperaría de esta gente piadosa algún acto de arrojo, pero no. Con o sin crisis, la limosna es el pan de cada día para estos religiosos consagrados o laicos que tranquilizan conciencias y prometen redenciones mientras sacan de sus bolsillos una aguja y un camello.
En fin, la geografía urbana muta al ritmo de las crisis cíclicas de la economía de mercado. Lo retro no es por estas tierras una moda estética de las vanguardias chic: es parte de la diaria supervivencia del más apto. ¡Benditos los que nacieron en el Primer Mundo!

miércoles, 25 de marzo de 2015

Gente morosa

Gente morosa
Como los perros arrastran a sus paseadores hasta las plazas, también los libros llevan a sus lectores hasta esos bancos (algunos muy cómodos, de madera y con respaldar, otros ideados para sufridores profesionales, simples banquetas de cemento) y allí los ponen en pausa un buen rato, mientras el día fluye alrededor en ese simulacro de selva domesticada. Porque algunos buenos libros se parecen al Orgasmatrón, esa máquina que en el film Sleeper daba placer aislando a sus usuarios en una cápsula con capacidad para uno.
Piglia dice que si un marciano descubriera a un lector, digamos, en un tren, no entendería qué está haciendo ahí: quieto, silencioso, reconcentrado, perfectamente aislado del mundo pero conectado a ese artefacto sin cables ni conectores, hecho de simple papel y tinta.
En el transporte público, yo he sido muchas veces un casi-lector quisquilloso: sólo sacaba mi libro de la mochila si estaba cómodamente sentado, sin recordar que en Trópico de Capricornio Miller cuenta cómo se debatía en el apretujamiento de un tren para sacar a Nietzsche del bolsillo de su abrigo y charlar un rato. Mi prurito pavote de la comodidad física... cuando es sabido que una lectura productiva es siempre incómoda.
Pero tal vez lo más interesante de ver lectores en la calle, en las plazas, en el subte, sea ese gesto pre moderno de la lentitud. Porque la lectura (y el arte) sigue siendo el único (¿y último?) acto premeditado de pausa en la velocidad de la vida actual. Esa pausa que hace mucho, antes de la secularización radical de nuestras vidas, la proveían los ritos religiosos. Entrar en un cine o en un museo de tarde, especialmente un día laborable, y demorarse en una butaca o recorriendo con morosidad las salas. Luego salir a la calle, ya con la noche instalada, y descubrir que allí afuera el mundo había seguido girando, la gente había seguido con su rutina, con sus quehaceres, mientras a uno el tiempo se le diluía frente a un cuadro o una escena (o una página). Ese efecto de suspensión que nos da el arte es para mí una bendición en un mundo que percibo cada vez más hostil.

Pero a la mentalidad utilitaria, que de todo hace una ganancia, no iba hacer una excepción con la lectura. Nada se salva de las garras del Mercado. Recuerdo las modas (felizmente expiradas) de los “métodos de lectura veloz”, ridiculez rápidamente volatilizada, y el archiconocido chiste de Woody Allen, a propósito de esas estupideces del marketing que quieren conquistar el mundo armados con un palillo: “Hice un curso de lectura rápida y fui capaz de leerme ‘Guerra y paz’ en veinte minutos. Creo que decía algo de Rusia”.

lunes, 23 de marzo de 2015

Dos alienaciones

Humano, demasiado humano. Veo El caballo de Turín, la última película de Bela Tarr, que como un discípulo sincero de Andrei Tarkovski, es también un maestro de la lentitud. Sí, por estos días aún es posible un cine de morosa reflexión. No es por la gracia del cable (es impensable que pasen una película de Tarr) sino por la magia del Torrent. Es un film de 2011, y parte maravillosamente de una anécdota muy conocida sobre Nietzsche y su último gesto de cordura en este mundo, o el primero de insanía, según como se lo vea: el de abrazar a un caballo que está siendo azotado por su amo.
Pienso en los bodrios de Hollywood, sus muchas basuras que bastardean al cine e infestan el mundo con su “mercado” pochoclero, y me sorprendo de que aún pueda existir el cine “de autor”. Descolocado en la postmodernidad acelerada, éste (como el mismo acto de la lectura) es un cine perturbadoramente lento: unas pocas escenas de planos secuencia larguísimos que describen y describen sin que (al parecer) nada pase. Una economía de actores y de diálogos sorprendente (cuesta creer que se puedan sugerir tantas sensaciones con tal minimalismo de recursos), más el deslumbrante blanco y negro... esta película es la antítesis más lograda de la estética posmo berreta yanqui. Pero hay algo más perturbador aún: el tratamiento que hace el autor de lo cotidiano. Una y otra vez, vemos a un anciano (el carrero) y a su hija repetir las tareas cotidianas en medio de una simpleza perturbadora (para nuestras vidas de bienestar híper complejizado): el agua que hay que ir a buscar al aljibe, el caballo nietzscheano al que hay que alimentar, las papas que la hija hierve y ambos devoran con las manos como único alimento, el padre vestido por la hija al levantarse y desvestido al acostarse. Las escenas se repiten desde diferentes planos (o puntos de vista) durante los seis días que tarda ese mundo en destruirse. Perturba pero no aburre, ver la rutina de la vida cotidiana llevada al extremo de la rusticidad y la lentitud.
Yo hace años que pienso en lo imposible que es desprenderse de las tareas cotidianas: asearse, comer, lavar la ropa, limpiar el cuarto, un botón que se desprende, el pelo que crece... La vida doméstica es un tirano insistidor y silencioso. Minucias aparentes de la rutina que nos esclavizan hasta el último día de nuestras vidas, y hasta el final de ese mundo filmado que se va desangrando en los mismos días que dios se tomó para crearlo.


Posmo, demasiado posmo. Engancho en el cable la serie animada “American dad”, una entretenida sátira de la derecha nacionalista y militarizada yanqui. Me quedo con el extraterrestre, Roger, un ser asexuado o bisexual, no sé bien (debería ver el capítulo uno). Pero lo más llamativo que este alien, a diferencia del sensible y querible E.T., o del risueño Alf, o del histriónico Mork, es un muestrario muy completo de cinismos y bajezas humanas. Interesado, insensible, especulador, frívolo, a este extraterrestre lo humano se le ha pegado en un extraño fenómeno de aculturación descendente. Y yo que creía que a este mundo solamente lo podía salvar otra civilización verdaderamente inteligente... Pues no: ya nos imaginamos a seres de más allá de las estrellas que, en vez de venir a aleccionarnos sobre los peligros devastadores de las guerras termonucleares, terminan por parecerse demasiado a sus anfitriones. Pero entendámoslo, Pobre Roger, cómo para no volverse rastrero y egoísta, después de convivir al lado de un agente de la CIA durante tantos años...

jueves, 19 de marzo de 2015

Homo homini lupus

No era una audición para una adaptación del cuento “Caperucita Roja”, aunque yo sintiera que del otro lado del escritorio era el lobo el que me examinaba: “¡qué dientes más grandes tienes!” Ahí, sentado, me sentía peor que un sospechoso frente a la mesa del policía, que interroga desconfiado y cada tanto sacude un cachetazo. Hasta había una lámpara, pero el entrevistador no necesitó encenderla y encandilarme para que yo hablara. Lo denunciaba la hojita impresa que le había alcanzado: casi cuarenta años de edad y solicitando empleo.... ¿Debería ser yo culpable de algo tan grave? ¿Habré cometido tantos errores para estar postulándome para asalariado entre jóvenes de veinte años?
Pasé por situaciones así muchas veces. Por eso creo que ese famoso dictamen de Hobbes, “el hombre es el lobo del hombre”, a mí se me vuelve terriblemente cierto en las entrevistas laborales. Pareciera ser que en el siglo veintiuno el bien más escaso no será el agua ni el petróleo, sino el empleo. El asalariado es una especie en extinción, y quien aún se empecina por vender su fuerza de trabajo pareciera más bien un mendigo delirante que reclama almohada de plumas de ganso en el refugio para indigentes. Tal vez por eso la explotación del que vende su fuerza de trabajo sea algo ya naturalizado: “encima que te damos un trabajo, no pretenderás que te paguemos un salario justo...” (¿Pero qué es un salario “justo”, dear Karl? ¿Cómo se puede hablar de justicia en una relación de poder, es decir, desigual, entre empleador y empleado?).
Siempre di por sabido esto: me van a explotar. Es mejor ir convencido de que toda empresa compensa sus pérdidas ajustando donde no hay reclamo: en la “mano de obra”. Pero ya se sabe, preferible explotado que desempleado... Yo también he hecho de la entrevista laboral un ejercicio, casi un oficio “ad honorem”. Acostumbro a formar parte de la legión de “coleros”, que por la mañana bien temprano se acercan a los llamados minimalistas de los avisos clasificados (rubro empleo, solicitados), y puedo asegurar que ésa es la peor cola que uno pueda hacer: esperar por una entrevista laboral express, padecer la espera pero además angustiarse por la incertidumbre de qué estará pasando allá adentro. Tal vez a ese que sale (¿parecía que sonreía?) ya le confirmaron el puesto vacante, pero por inercia sigan con las entrevistas...
(“El patroncito”, solían llamar los peones de estancia, con vergonzosa humildad, a quienes consideraban sus benefactores de por vida. Algún rico estanciero, que en París seguía oliendo a bosta pampeana, le había permitido pasar de la categoría de “indigente” a la de “pobre digno”. Hoy el patroncito ha devenido en un pequeño burgués que nunca falta un domingo a misa, lo que no quita que de lunes a sábado siga explotando a sus empleados con religiosa fruición.)
Estando del otro lado del escritorio de mis examinadores, como en el banquillo de los acusados, siempre he tenido la sensación del más absoluto abandono. Nunca el mundo me pareció más hostil que frente a esos comerciantes cuentapropistas o esos jefes de personal que tienen bajo su poder “salvar” a uno de los tantos náufragos que estiran la mano. Son amables, piden que uno tome asiento. Sonríen, la careta de “civilizados” es parte del disfraz, al fin y al cabo está en juego la “imagen” de la empresa o del comercio, y el rechazado alguna vez puede volver como cliente... Yo los observo y siento que jamás desearía estar en ese lugar. Decidir la suerte de otro me parece más perverso que ocupar el lugar ridículo de mendigar un empleo a los 40 años. Hojean el impreso titulado “Currículum vitae” y cada tanto levantan la vista y me miran a los ojos, como buscando alguna señal que delate las “mentiras piadosas” puestas en el papel. Son máquinas insensibles, porque el sistema capitalista los ha transformado en eso: engranajes neutrales de un mecanismo que no entienden ni quieren entender. Obedecen órdenes, buscan al más eficiente, o al más preparado, o a la más tetona, o al más sumiso. Yo me anoto en esta última categoría, la del “explotado feliz”, por eso en el renglón que dice “Pretensiones económicas:” ya he dejado impreso la palabra “mínimas”.
Tengo todas en contra (falta de profesión, de oficio, de experiencia laboral) por errores míos y de nadie más, por eso me sincero por adelantado: sólo puedo ofrecer con humildad el redoblar la esquilmada: trabajar por menos del “sueldo mínimo vital y móvil” y en negro, claro. Como no tengo hijos y mi vida es muy austera, puedo ofrecerme bien baratito. Con sutileza le sugiero a mi examinador de turno que nos saquemos las caretas (yo la de Caperucita, él la del Lobo) y blanqueemos la situación: vengo a mendigar un empleo, explóteme a gusto.

Nunca rechazan de buenas a primeras, aunque uno intuye que ese llamado telefónico prometido nunca va a llegar. Tienen el escrúpulo pueril de no matarle las ilusiones a nadie allí mismo. Es más conveniente que el postulante lo sepa por omisión. Pero lo bueno de saberse rechazado, pienso cuando salgo de esa oficina hacia la calle y me cruzo con la cola de aspirantes que aún esperan por la entrevista, es que no tendré que malgastar mis días ahí adentro, haciendo un trabajo de mierda por un sueldo de mierda, y tratando con jefes de mierda (y hasta con “compañeros” de mierda). Más de una vez me he cruzado con linyeras que, a pesar de su abandono, no necesitan pasar por estas entrevistas pues la selva del mercado laboral ya no los alcanza: han perdido toda esperanza y eso es una liberación.

martes, 17 de marzo de 2015

Enroque de letra, cambio de paradigma

Acatar:
“Con Eloísa la historia es bien distinta. A diferencia de su marido ella no se había hecho monja por voluntad propia, sino por decisión de Abelardo. Obedecerlo era una manera personalísima de continuar su historia de amor (...). Eloísa había entrado al convento sin vocación y nunca se permitió el más mínimo engaño al respecto. (...) Nunca olvidó que había entrado allí por obediencia a Abelardo y en su interior siguió considerándose su amante”.

Atacar:

“¡Ahora yo me voy solo, discípulos míos! ¡También vosotros os vais ahora solos! Así lo quiero yo. En verdad, éste es mi consejo: ¡Alejaos de mí y guardaos de Zaratustra! Y aun mejor: ¡avergonzaos de él! Tal vez os ha engañado. (...) Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo. ¿Y por qué no vais a deshojar vosotros mi corona? Vosotros me veneráis: pero ¿qué ocurrirá si un día vuestra veneración se derrumba? ¡Cuidad de que no os aplaste una estatua! ¿Decís que creéis en Zaratustra? ¡Mas qué importa Zaratustra! Vosotros sois mis creyentes, ¡mas qué importan todos los creyentes! No os habíais buscado aún a vosotros: entonces me encontrasteis. Así hacen todos los creyentes: por eso vale tan poco toda fe. Ahora os ordeno que me perdáis a mí y que os encontréis a vosotros; y sólo cuando todos hayáis renegado de mí volveré entre vosotros.”

lunes, 16 de marzo de 2015

Visita al museo guerra


Llegué a un hospital municipal alrededor de la cinco y media de la madrugada. Qué hacía ahí, en una ciudad en donde no vivo y a esa hora. He venido por otros motivos, pero he llegado muy temprano. De hecho, faltaban más de tres horas para que el banco habilitara su sistema electrónico de depósitos y unas cuatro para que los comercios abrieran al público. El viejo dolor en mi pierna había vuelto, pero esta vez no había sido después de mis maratónicas caminatas repartiendo “currículums” donde ofertaban empleos. Esta vez el dolor me atenazó el muslo ni bien bajé del primer tren que pasaba por la ciudad, mientras caminaba las veintipico de cuadras que separan la estación ferroviaria del centro de la ciudad. Y en el camino pasé, sin calcularlo, por el hospital municipal de la ciudad. Pensé que en la sala de guardia me podrían dar algún calmante para zafar de la situación.
Entré.  La primera impresión que recibí del lugar me demolió. El cielorraso alto, las paredes descascaradas y sucias, el olor agrio a desinfectante barato y meadas de perro, las puertas de madera despintadas... y la gente: decenas de pacientes que aguardaban a esa hora de la madrugada, de noche aún aunque estuviéramos en pleno verano, para conseguir un turno. Sus caras ojerosas bajo la luz blanca de los tubos fluorescentes, haciendo la cola de pie o sentados, esperando a que abriesen los consultorios, me recordaron a las tantas películas de zombis que pululan en el cable. Muñecos de cera en un museo decadente. ¿Ya se habían levantado o todavía no se habían acostado? Yo me había acostado pero no había dormido: estos madrugones me alteran tanto que no puedo pegar un ojo.
Fundiéndome con la depresión general, avancé y me senté en la punta de un banco de madera instalado contra la pared del pasillo, que hacía las veces de sala de espera de la guardia. Por la decena de personas que me rodeaban, calculé que tendría más de una hora de espera. Aproveché para mirarlos con disimulo. Nadie hablaba, parecían vegetar ahí, con  las cabezas gachas o recostadas contra la pared. El pobre en este país ya ha aprendido a no quejarse, porque le han enseñado que “a caballo regalado no se le miran los dientes”. “Y si te molesta el mal servicio, andá a una clínica privada, qué tanto joder...” La resignación es ya una rutina en esta gente acostumbrada a esperar.
Al rato se abrió la puerta de la sala de guardia y salió un muchacho con una mano vendada. Detrás de él se asomó el médico. Es un viejo de unos sesenta años, petiso, los ojos hundidos, un bigote espeso a lo Friederich y la calva reluciente. Si no fuera por los mostachos y si su guardapolvo fuera negro en vez de blanco, aseguraría que estuve en presencia de otra reencarnación del tío Lucas (uncle Faster). Viéndolo sentí que ese tipo se había mimetizado con el entorno, o quizá trabajaba en la morgue y lo derivaron a la guardia para que espantase a los que se acercaban por pavadas. Y ahí parado en la puerta, dándole las últimas indicaciones al muchacho, yo pensé que mi dolor en la pierna era una nimiedad que podía seguir esperando. Le miré las manos: sentí que todo el edificio en ruinas, que todo el exangüe sistema de salud pública del país se concentraba en esas manos que en minutos más me iban a palpar. Sentí una gran repulsión solamente con pensarlo.
El muchacho se fue y el médico me miró por cercanía, pues me había sentado frente a la puerta. ¿Usted está para la guardia?, me preguntó el tío Lucas. Yo miré a mi alrededor y dije “están ellos antes”. Un murmullo general me informó que no, que estaban esperando que abriera “pediatría”, a la vuelta del pasillo. Como eran tantos, se habían adueñado del banco de la guardia. O sea que estaba solo: era el que seguía. “No”, le dije. El médico dudó un momento (“¿entonces para qué pregunté?”) y sin decirme nada volvió a encerrarse en la guardia.
Me paré y caminé hasta el baño, solamente para sumarle más angustia a la madrugada: ninguna canilla funcionaba, el piso era un lago. Decidí aguantarme hasta cruzarme con alguna confitería en el camino al centro. El dolor en la pierna había disminuido, y allí no tenía nada más que hacer. Salí con la primera penumbra del día.
A ese lugar lo recuerdo como si hubiera visitado un museo de guerra, pero de una guerra por venir: cifra terrible de una sociedad que se desmorona, de un país que apuntala sus ruinas mientras espera el final.

sábado, 14 de marzo de 2015

Las felices imperfecciones del fútbol

El zapping me hace pasar por un canal de deportes donde hay (como a toda hora) un partido de fútbol. La selección estadounidense juega un amistoso, pero hay algo raro, cierta molesta monotonía en la superficie del terreno de juego que tardo en entender: están jugando sobre una carpeta, o más sofisticado, sobre césped sintético. Parece ser que la institución rectora de este deporte (un monumental caja registradora que no deja de hace ¡chiquin!) ha reiniciado una arremetida para instaurar este tipo de superficie en lugar del céspede tradicional. Y no podían no ser los yanquis los que materializaran la avanzada. El fútbol profesional es cada vez un deporte más artificioso. La FIFA no se resigna a quitarle sus felices imperfecciones, a robotizar el espectáculo. No soporta que la lluvia embarre la cancha: los jugadores se ensucian, el pique de la pelota se vuelve errático... No: lo imprevisible no es visualmente atractivo para el espectáculo (como si los espectadores en las tribunas hubieran pagado para ver “El lago de los cisnes”). No: hay que seguir afeando el deporte más hermoso del mundo.
Jugar a la pelota en la calle (más que al fútbol) era, para los chicos que fuimos, un feliz riesgo. Porque se lo ejercía en la calle, es decir, en plena vida urbana. Riesgo de pegarle un pelotazo a una vieja del barrio, de que nos atropellara un auto, de que hiciéramos caer a un ciclista de un pelotazo, de romper alguna ventana de un vecino, de que nos enfermáramos corriendo en pleno invierno, la cara colorada, transpirando bajo varios pulóveres de lana. Y todo traía aparejado conflictos que nuestros tutores (los sufridos padres) debían enfrentar con vecinos, simples paseantes o hasta con la Municipalidad.
Recuerdo la cancha que con mi hermano imaginábamos y en la que jugábamos (porque teorizar, a esa edad, implicaba sí o sí una praxis, sin calcular las consecuencias), frente a la casa de mi abuela. Década del 80, en un barrio de un pueblo de provincia. Calle asfaltada pero no muy transitada, aunque un recorrido del colectivo local pasaba por allí, desde el centro y hacia a un barrio lindero llamado “Capilla San Cayetano”. La cosa es que los “arcos” de la “cancha” los conformaban cuatro árboles: dos crespones lilas en la vereda de mi abuela, y dos algarrobos en la vereda de enfrente, la un vecino amargado apodado “Fleco” (sería una especie de broma, porque era completamente calvo). El riesgo estaba en que jugar un “arco a arco”, con el asfalto de la calle como cancha y el pastito de la vereda como colchón para zambullirse en las  atajadas, presuponía varios peligros que ponían a prueba la paciencia del vecino. La responsabilidad mayor estaba en quien atacaba hacia el “arco” del vecino, puesto que un tiro muy elevado terminaría dentro del patio del mentado Fleco. Un tiro desviado era una marca gris, con una forma esférica inconfundible, en la pared amarilla del tapial perimetral del vecino; y un gol convertido era un estruendo, porque detrás de los árboles-postes había un portón de chapa. Las mismas inocentes calamidades del fútbol callejero se replicaban en la otra vereda, pero mi abuela no nos retaba si le ensuciábamos el frente de la casa o si le hacíamos volar de un pelotazo el bello portalámpara que colgaba del porche (como ocurrió). Sí, en cambio, se enojaba si recibía una queja del llorón de enfrente. No quería problemas con el tipo, y el tipo no entendía (como decía la abuela para justificarnos) que “éramos chicos”.
Eso era practicar un juego habilidoso, porque había que tener en cuenta muchos factores: transeúntes, autos, motos, bicicletas, y la mayor amenaza: el vecino, que cuando se cansaba de los pelotazos y de que los gritos no lo dejaran dormir la siesta se asomaba a la vereda y nos echaba sin vueltas.

Hay un hecho puntual que puedo fechar: julio de 1986. 11 años tenía yo, 7 mi hermano. Vacaciones de invierno de la escuela. Estaba el mundial de México y Argentina jugaba contra Bulgaria. En el entretiempo salimos con mi hermano a hacer unos tiritos. La tarde estaba muy fría y yo me saqué la campera deportiva de tela. Un pelotazo sonoro en el portón de chapa del vecino, producto de un puntinazo mío, hizo que mi hermano atinara a agarrar la pelota y meternos corriendo en la casa. Detrás de nuestra huida escuchábamos la puerta del vecino que salía a la calle para evaluar los daños. Volvimos a enfrascarnos en el mundial. Siguió la exhibición de Maradona y compañía en la tevé. Muy tarde, ya de noche, yo recordé que mi campera había quedado sobre la verja, en la vereda. Salimos a buscarla pero ya no estaba. (Recuerdo que en el bolsillo guardaba un fixture donde iba anotando los resultados del mundial.) Tampoco la abuela se enojó por esta torpeza, pero para no probar la bronca del de enfrente, el “arco a arco” de la vereda se suspendió por varias semanas.

jueves, 12 de marzo de 2015

El pacto de ficción, en dos actos


Cuentan los viejos actores de las compañías de teatro que, a mediados del siglo pasado, cuando representaban sus obras en los pueblitos del interior, aquellos que actuaban papeles de villanos, a la salida debían escaparse por los fondos de la manzana, cual verdaderos delincuentes, pues muchos de los ingenuos espectadores los esperaban en la puerta del teatro para fajarlos. A los “buenos” de la historia, en cambio, les regalaban pollos o verdura y les deseaban que fueran felices en su nueva vida de casados. Un pacto de ficción que fallaba para dejar al descubierto almas simples pero con corazones buenos.
Yo viví algo así hace unos años, en la puesta en escena “posmo” de una obra humorística. El grupo de cuatro actores, vestidos con trajes de pingüinos, bajaban las escaleras desde la cima de la platea, a los saltitos, con las luces ya apagadas. Todos mirábamos hacia adelante, al escenario, esperando que la obra comience allá arriba, cuando en realidad ya había comenzado entre nosotros. Esta ruptura espacial de lo escénico no fue captada por todos al mismo tiempo: varios aún miraban hacia adelante cuando los actores les pasaban por al lado. Un tipo que se sentaba en la punta del banco de una fila, en cuanto percibió, desde la altura de su butaca, a una de esas figuras rocambolescas, ahí parada, balanceándose cual pingüino antártico, fue tal el susto que se pegó que quiso salir corriendo, tropezándose en la huida con los pies de, supongo, su mujer, que lo manoteó del saco a tiempo para volver a sentarlo y explicarle. Todo siguió con normalidad. Fue un segundo y muy pocos notaron el fugaz mini drama ocurrido dentro de la comedia, en la penumbra de la sala.

 Esto me recordó otro pacto ficcional que también presencié y del que me hubiera encantado participar, ocurrido en mis años de sociabilidad literaria. Se terminaba la clase del taller literario que se daba en el museo municipal. Desde hacía un buen rato nuestras voces trastabillaban con la música de tango que venía del salón vecino. Habíamos cerrado puertas y ventanas de la habitación en la que nos reuníamos pero no había caso, había empezado el taller de danza con su música inevitablemente estruendosa. Terminado el taller, salíamos varios hacia la calle, y en el camino nos cruzamos con los bailarines. Unas seis parejas trataban de coordinar su cuerpo al ritmo de D’arienzo. Todos eran viejos, menos una joven rubia despampanante que nos dejó a los varones ahí, clavados en un costado, ya sin ganas de irnos. No podíamos creerlo, estábamos fascinados por la aparición de esa sirena de entrecasa. La libido se nos atragantó en los ojos: llevaba un vestido negro de satén, bien ceñido al cuerpo, tacos altos, un maquillaje sutil, y el escote generoso remataba el efecto de loba. Mientras que con el coordinador y otros compañeros simulábamos un súbito interés por el taller de danza, más de uno nos preguntábamos que hacía esa gacela en medio de tal zoológico geriátrico. Pero había algo más: la rubia bailaba bien agarrada por un viejo destartalado que, fuera de este pacto de ficción, la mujer no tocaría “ni con un palo”, como se suele decir. Yo me sentí un completo pelotudo: salía de un taller de poesía, de la apolínea asepsia de las letras, y allí afuera, en el dionisíaco juego de los cuerpos, una ménade se prestaba para algo mucho más interesante que andar contando las sílabas. Bailaba concentrada en su cuerpo y ni notó a esos hijos de Silenus que en un rincón se la comían con los ojos mientras no se decidían a seguir viaje. 

domingo, 8 de marzo de 2015

Esbozo de una historia de la coprología




Otra vez la escatología como tema de reflexión, como si con los de los perros el asunto no estuviera agotado. Bueno, pero el feísmo junto con lo libresco se compensa, y así la inevitable realidad binaria con que analizamos la vida se transforma en “lo pulsional/lo racional”, o el sarmientino “civilización/barbarie”, o “lo bajo/lo alto”, o “lo vulgar/lo intelectual”... En fin, se acostumbra a debatir (y debatirse) en estas duplicidades, y el cruce peligroso, por plantearse como par excluyente, da pie para la “reflexión escribible”. El mecanismo es siempre el mismo aunque los detalles varíen.
Empecemos por la lectura en el inodoro, un hábito muy extendido en cualquier latitud (se me viene a la mente John Travolta en Pulp Fiction, saliendo de cualquier cagadero con su sempiterna revista bajo el brazo). ¿Y por qué tanto fanatismo por leer mientras se evacúa? O dicho al revés: ¿Por qué para muchos solamente el trono de porcelana es un incentivo para la lectura? Sentados sobre la taza y “moviendo el vientre” (eufemismo de mi abuela) parecieran ser las condiciones de posibilidad de todo leer en serio. He aquí algunas experiencias.
Un jefe excéntrico que tuve, desoyendo nuestras sugerencias de qué pensaría si un cliente pedía pasar al excusado, había creado un verdadero rincón de lectura junto al inodoro del toilet de la oficina: dos libros sobre robótica más una novelita de ciencia ficción en inglés (gracias a mi intermediación) colgaban de sendos hilos amurados a los azulejos de la pared con sopapitas (como los bolígrafos públicos, para que no se los roben) justo al lado de la taza de porcelana. Nosotros, todos con claras tendencias de anglofilia, llamábamos a ese acto con el púdico nombre de “reading in the crapper”.
En este cruce de civilización y barbarie también recuerdo el baño de un tío soltero, que había acomodado en el bidet (que nunca usaba) una veintena de ejemplares de la colección del Reader’s Digest traducida en dialecto gallego. Entraban justo, como si ese artefacto de la higiene hubiese sido pensado para albergar esos libritos de bolsillo: el “usuario”, sentado en la taza, los podía recorrer con los dedos, como cuando se revisan las bateas de las librerías de usados. Era muy práctico, lástima el contenido. Todo esto lo supe de primera mano porque cierta vez que lo visité y pedí hacer uso de las instalaciones, me tenté con separar uno y hojearlo. Tratándose de “lecturas digeridas”, que esos textos acompañaran tan íntimamente al mecanismo de evacuación de intestinos, me pareció una coincidencia no exenta de sardónica poesía. Lecturas pre masticadas para amenizar la liberación del bolo fecal... (qué fea expresión). Recuerdo que cuando regresé al comedor le comenté a mi tío esta graciosa conexión, pero él no captó el doble sentido.
En otra oportunidad llegué a la populosa estación de trenes de Once, y debí acudir al excusado con urgencia, aunque a cien metros tenía los baños mucho mejores del MacDuck, pero el llamado del interior ya era acuciante desde Castelar, varias estaciones antes. Entonces tomé coraje y entré al baño público de la estación. Allí estaba el cuidador (especímenes que se merecen un artículo propio), un viejo sentado en su sillita, con cara de nada, repartiendo papel higiénico en servilletitas ya preparadas y jaboncitos a cambio de una moneda de colaboración. Yo entré medio a la carrera, con un ejemplar de bolsillo que venía leyendo de a ratos en el tren, segundos antes. El lugar era apestosamente deprimente. Me asomé al primer cubículo de la larga fila y me quedé congelado junto a la puerta: no había inodoro, sino un pestilente agujero con dos apoya-suelas de porcelana en el piso que reproducían la forma de los zapatos. Nunca había hecho “número dos” sin una taza en la que sentarme. El cuidador notó mi incertidumbre y me dijo “elegí el que quieras, nene: son todos iguales”. Para salir de la situación completé el movimiento y me encerré en el cubículo. Claro que se me fueron todas la ganas de leer, dada la posición tan incómoda: acuclillado tan cerca del suelo y con ese librito de tapas rojas en la mano me sentí como un anacrónico fan de Mao.
Y para ir acabando este esbozo: la coprología en la literatura. Primero un recuerdo personal. Corría al baño con una novela de Celine (me acuerdo de las tapas blancas de esas viejas ediciones de Seix Barral) y por el apuro, al intentar levantar la tapa interior (con forma de anillo) de la taza, el libro se me resbaló y fue a parar al agüita. Por suerte el líquido estaba, digamos, sin uso, y además ese inodoro de la casa de mi abuela, un viejo Traful, era de los de la arquitectura del pisito y el hueco, lo que disminuyó los daños de la mojadura a la contratapa y las últimas páginas. Más radical, pienso, como la cagada más prestigiosa de la gran literatura universal, es la genuinamente irlandesa “reading in the crapper” de Leopold Bloom, quien en esa mañana gloriosa de Dublín, allá por 1904, luego de materializar su “morning crap” leyendo un periódico literario, necesitó de papel higiénico y (cito eruditamente en ambos idiomas para quienes gustan de verificar la traducción) “he tore away half the prize story sharply and wiped himself with it” (“rasgó contundentemente por la mitad el cuento premiado y se limpió con él”).
En fin, me digo después de este alarde de enciclopedismo: si Joyce, quizás el mayor escritor del siglo veinte, se pudo dar el lujo de ser... a ver qué adjetivo conviene... procaz, yo estoy disculpado, sólo en este aspecto, claro, que no se me malinterprete por favor, que no me estoy comparando con dios.  


P.S.: Para el final, me ha quedado oportunamente esta duda que no puedo evacuar. La expresión “tirar la cadena”, en el sentido de hacer correr el agua del tanque o cisterna, ya no tiene sentido, pues los modernos inodoros ya no traen más esos tanques de metal que se amuraban de la pared, allá arriba, casi junto al cielorraso, y de los que colgaba una cadena con un mango de madera del que había que jalar con fuerza. De chico recuerdo que en casa usábamos la expresión “apretar el botón”, más acorde a la tecnología del momento, pero que tampoco me convence. ¿Cuál sería la mejor traducción del español para “flush the toilet”?

viernes, 6 de marzo de 2015

Telegráficas

Telegráficas I

Una utopía: Que los confesionarios sirvan para refugiar del frío a los sin techo.


Uno en un millón


Me acabo de enterar por el semanario local que ha muerto el “pintor de la ciudad”, o uno de ellos, pero lejos el mejor de todos, Luis Nápoli. Tenía 90 años. Recuerdo que su casa y atelier estaba sobre la misma calle por donde pasaba (y aún pasa) el colectivo que me llevaba a la capital. Esa calle es una de las salidas rápidas de la ciudad y yo habré pasado por su puerta infinidad de veces. Desde la ventanilla alta del ómnibus, cuatro o cinco cuadras antes de salir a la ruta, yo reconocía el cartelito de chapa que colgaba a cierta altura de un poste y que decía, con modesta parquedad: “Taller”, y una flechita apuntaba hacia el fondo del terreno abierto. A unos veinte metros se veía una casita blanca. La visión duraba los segundos que tardaba el coche en pasar por allí. Pienso en esa palabra, taller, y en cuántos de los que a diario pasaban por allí se habrán imaginado no un atelier de artista, repleto de telas y témperas, sino en uno de esos comercios que reparan cocinas o heladeras. Yo, en cambio, sabía que ahí vivía un genio. Había llegado de Italia a los doce años y desde entonces, aunque había expuesto sus cuadros en galerías de todo el mundo, se había quedado en ese pueblo de la pampa.
Hará dos años llegué una tarde de sábado a una tertulia literaria. El evento ya había empezado y me encontré con un viejito amable pero circunspecto que, en tono tranquilo, sin amplificación, le contaba a una veintena de vecinos “literatos” reunidos alrededor de una mesa los pormenores del libro que acababa de publicar. No era escritor, era pintor. Era don Luis. Es esa publicación reunía reproducciones de sus pinturas que describían su Pérgamo natal, como un homenaje al lejano inmigrante que llevaba adentro. Después de su exposición respondió a algunas preguntas, nos regaló unos folletos con reproducciones de sus obras, saludó a uno por uno de los presentes y se fue, sin esperar el final de la tertulia. Cuando don Luis ya era un recuerdo fresco, varios de los contertulios comentaron con asombro que el pintor hubiera aceptado la invitación para hablar sobre su libro: hacía años que no salía a la calle.
Dos semanas después, en una clase de gestión cultural, apareció en el aula un joven artista, medio jipón, que se acercó a promocionar una muestra callejera que organizaba. Su apellido lo delataba. Sí, nos contó, era el nieto de don Nápoli. “Vayan a verlo, está muy solo”, recuerdo que nos dijo. “Pasen a charlar con el viejo, se los va a agradecer”. Yo pensé que no estaría mal acercarme al taller de la calle Mitre para hacerle una entrevista. ¿Serviría como excusa? Podría publicarla en un semanario de una ciudad vecina. Pero lo que me cohibía era que yo no sabía nada sobre pintura. Jamás pinté ni dibujé, desconozco los principios elementales de este arte (de hecho, mi madre se encargaba de ilustrar la tarea del colegio cuando ésta, como último ítem la solicitaba, en un intento fallido de mi maestra por estimular mis competencias de expresión plástica.) Pensé que don Luis se aburriría conmigo y otra vez me dejé ganar por la timidez.

Y hoy me entero que don Nápoli ha muerto. Tuve la oportunidad de charlar con un artista de verdad. Era una en un millón, y por pavote la desaproveché. Pensé en cuántas veces había pasado por su casa y no fui capaz de golpear la puerta de su taller. Ni siquiera cuando, con la soledad a cuestas, él nos esperaba, quienquiera que fuésemos, para tomar unos mates y charlar de lo que fuese. Un gran artista, uno en un millón, y de tan cerca que estaba no lo vi.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Huellas



Tengo una biblioteca modesta: según el catálogo que mantengo en mi computadora, se está acercando a los 800 volúmenes. Yo me encargo de mantenerla a raya, ya que por falta de espacio en mi única habitación (que es todo mi hogar) no puedo añadir nuevos anaqueles y entonces debo desprenderme de aquellos libros que (creo) ya no me interesarán más, apuesta difícil la de proyectar a largo plazo el lector que ya no seré. Esto evidencia una realidad: canjeo libros, desde hace años, en dos o tres librerías de “usados” de la Capital. Cada dos o tres meses emprendo un viaje de 50 kilómetros en tren, más otro de 8 en ómnibus (dos horas y media, con suerte), que me dejan cerca de esas librerías donde compro, vendo, canjeo (y a veces robo) libros usados. (Ah, y regalo: más de una vez me he “olvidado” entre los anaqueles mis propias ediciones de autor.) Así me ahorro unos mangos y me desprendo de textos que (supongo) ya no releeré. 
Pero lo que quería contar viene a continuación, porque el mercado de los libros usados ha hecho que mi reducida biblioteca personal esté conformada, diré en un 70 por ciento (cómo me gusta la precisión de las estadísticas) de libros que han tenido otros dueños. Y rastrear esas huellas que a veces aparecen me da una pista de los lectores que transitaron sus páginas. “Por acá anduvo gente”, diría un humorista de la radio local que además es un hombre culto. Y yo siento exactamente eso: que abro un diálogo con los anteriores lectores, conversación que a veces es más intensa que la que se espera entablar con el autor. He aquí algunas reacciones.

Con los subrayados me incomodo, pues jamás le encontré sentido a marcar libros de ficción. Más aún cuando es un subrayado grosero, que en el descuido a veces se le tira encima al texto y pareciera querer tacharlo. Con los comentarios al margen la cosa se pone más interesante, porque condicionan la lectura (la mía y la de su anterior propietario en una hipotética relectura), y allí sí, ante esas notas manuscritas me demoro con deleite en sus desciframientos, primero el de la caligrafía, luego el de la interpretación del sentido. De estos ejemplares, los profusamente anotados, hasta he llegado a encontrar, prolijamente ensobrado en la cara interna de la contratapa, una ficha con el resumen del libro y su valoración tipeados a máquina, como acostumbran a hacer los bibliotecarios. Tales volúmenes representan la apoteosis de los lectores con espíritu de críticos literarios (Barthes: “Un crítico es un lector que escribe [y publica] sus lecturas”) dentro de la geografía heredada de mi bibloteca.
Otras especies halladas: la de los libros con su “ex libris” estampado en la portada con un sellito muy monono, coquetería que jamás le hubiese infringido a mis libros (salvo los que tuve la desfachatez de publicar, claro). Algunos he encontrado con el sello azul de “Ejemplar sin cargo, prohibida su venta”, regalo de la editorial que algún periodista prefirió canjear por billetes luego de la consabida reseña bibliográfica. Y, finalmente, y tal vez lo más valioso para un coleccionista (no es mi caso), retengo dos volúmenes con dedicatoria y firma manuscrita de su autor. Qué malicia, pensé al descubrirlo: el escritor le ofrenda a este conocido (tal vez un amigo) una de sus criaturas y el malagradecido se lo vende... Recuerdo que en alguna tertulia me crucé con uno de estos dos autores, y estuve a punto de contárselo, con nombre y apellido, pero para qué buchonear, o acaso qué lector no ha hecho sus maldades.

El extinto arte del puñetazo


Hemos reemplazado a la mayoría de nuestros artefactos mecánicos por otros electrónicos, como el devenir inevitable del Progreso lo exige. Miro a mi alrededor y lo único que conservo de aquella era tecnológica es un reloj despertador de plástico, de esos manufacturados en Taiwán o por ahí. Inocentito, sobre mi mesa de luz, es un triste testigo de una era de engranajes y transistores. Pero lo que yo más añoro es la interrelación troglodita que uno establecía con el aparato. Quiero decir: ante una avería, un desperfecto menor, ¡zas! Un puñetazo bien aplicado y el aparato volvía a obedecernos. Ahora, en cambio, la violencia ante un televisor de LCD es perfectamente inútil: debemos guardarnos nuestro ímpetu cavernícola y recurrir al más civilizado “servicio técnico”.

Yo añoro esas sesiones gratuitas de psicoanálisis que nos regalaban lo viejos televisores de tubos de rayos catódicos: la imagen se iba, uno se levantaba de su asiento, se acercaba y (como si fuera a palmearlo) juntaba toda la bronca del día y descargaba un certero puñetazo sobre su carcasa: ¡maravilla!, la tevé volvía a emitir como si nada hubiera pasado. Y uno regresaba a su asiento con la convicción de que la violencia física al fin y al cabo sí servía para arreglar algunas cosas. En cambio hoy eso ya no es posible: ¿de qué me serviría, por ejemplo, pegarle unos buenos sopapos a esta notebook en la que escribo si de repente se tildara? De nada, sé que el único camino que nos deja la informática hoy es la del resignado reseteo, y a recomenzar sin chistar con el texto desde el principio.

¿Pero esto significa un avance en el proyecto humanista del progreso de la especie? No me parece: siguiendo el caso de la tevé, hace unos veinte años se podía ejercer el impulso bárbaro de corregir un desperfecto a los puñetazos, pero como contrapartida lo que se veía por la “caja boba” (eufemismo ya pasado de moda hasta para los formadores de opinión) no era tan dañino para el cerebro: existía una programación, no diré inteligente, pero sí menos estupidizante que la de hoy: no se habían inventado los “reality shows” (uno de los mayores venenos esparcidos por los yanquis, después de sus invasiones), no existían los programas de chimentos de la farándula o del "corazón" como le dicen en la madre patria (¿la matria?), “Gran Hermano” era una referencia estrictamente literaria y la “tinellización” (léase idiotización) de la cultura era una expresión que los sociólogos en pantuflas no tenían la necesidad de inventar. 
Conclusión, que por la pantalla de maléficos rayos catódicos se veía poco, sí, pero la prehistórica televisión de antes de la era del cable casi que no hacía daño a las neuronas. Y además, por supuesto, ese aparato jorobado, cuando se retobaba, nos daba la excusa perfecta para descargar la tensión con unos cuantos mazazos de puño bien aplicados.


Declaración de principios

Apología de la parresía

Yo prefiero decirlo todo. Lo que no es adecuado hacer público en una clase o en un libro... pues bien: aquí está. 

“Bueno; pues déjate de mandangas y garliborleos, y cuando tengas que decir algo y no puedas guardarlo dentro de ti porque se te salga, dílo, y dílo derechamente. Sobre todo, dílo, ¿eh?  Decir no es escribir. Una cosa es escribir y otra decir por escrito (...)”.
Todo esto de las cacofonías y las asonancias y demás bobadas no son más que eso: bobadas. ¿De dónde has sacado que el repetir una misma sílaba en pocas palabras es cacofónico? Tonterías de preceptivos que, no teniendo nada que decir, inventan dificultades técnicas artificiosas para atribuirse el mérito de vencerlas.”
“¡Que se te quite la manía de la perfección, hombre! Si andas con eso de la perfección no acabarás nunca de hacer algo vivo. Y lo que no es vivo, ni se tiene en pie ni dura. (...) Déjate pues, de eso, y convéncete de que todo lo vivo, de veras vivo, es obra de dos, por lo menos. Y deja , por tanto, que hagan tus obras tus lectores tanto como tú.”
“Casi todos lo más grandes escritores han sido fecundos, muy fecundos, se han repetido mucho, muchísimo; a fuerza de repeticiones han llegado a la forma definitiva de expresión, y ha sido el público el que ha seleccionado sus obras. ¿Por qué has de ser tú quien seleccione lo tuyo? Déjate avasallar de ese modo”.
“En vez de andarles dando vueltas y más vueltas a las cosas, a la busca siempre de su expresión perfecta, deja que ellas rueden por el mundo (...)”
“Mira, has de modo que quién te haya oído hablar sienta dentro de sí al leerte el timbre y la entonación de tu voz, y sino te ha oído se figure una voz que le habla. Que te oigan al leerte, sobre todo esto, que te oigan, y no solo que te lean. Y para que te oigan y no solo te lean es preciso que les hables, que digas y no solo que escribas.”
“Ya sabes aquello que es tan antiguo, pero que hay que repetirlo tanto: ‘No un escritor, sino un hombre que escribe’. El escritor no es más que para los escritores, para los del oficio; el hombre que escribe es para los hombres que leen”.
“Déjate, pues, de garliborleos, y cuando no tengas nada que decir, cállate; y cuando sientas algo que decir, aunque sea lo que lo que muchos otros antes que tú han dicho, pero de decirlo, ¿eh?, de decirlo y no de escribirlo, dílo. De palabra o por escrito, lo mismo da. Pero dílo.”
“¡No hagas orfebrería literaria, por dios, no hagas orfebrería literaria!”.


De Miguel de Unamuno, “Orfebrería literaria”, publicado en “El Imparcial”, Madrid, 5 de mayo de 1913.