Esta memorabilia me lleva a buscar
en el diccionario esa palabra. Dice: “Coloquial: Objeto
generalmente alargado que cubre o forma parte de algo y que no se puede o no se
quiere designar”. Qué extraño, me digo, porque “Cachirulo”
llamaba mi tío, mecánico él, a un Citroen 2 CV blanco, coche que se había
armado él mismo en sus muchas décadas en el oficio de reparar exclusivamente esta marca francesa. En su oscuro
taller (que parecía un reducto secreto y decadente de la legión extranjera) sólo
había 2 CVs, 3 CVs, Amis 8, y muy de vez en cuando algún modelo importado que
nos maravillaba. La cosa era que en el Cachirulo nos llevaba, junto con mi
hermano y mi abuela, a pasear los sábados a la tarde. Hoy lo rememoro y me
sorprendo de que no nos hubiésemos matado. A ese modelo de auto le decían
“ranchito” porque era, literalmente, cuatro chapas y una lona. Si alguno se
subió alguna vez, habrá notado que las puertas se trababan con unos pestillos temerarios
que reíte de las normas de seguridad. Apoya cabezas o cinturones de seguridad
eran parte de la utopía futurista de una vida longeva. Si a esto le agregamos
la sordera y miopía de mi tío, allí al volante, la escena se parecía a una
versión lumpen de “Mad Max”, pero en cámara lenta: por suerte el Cachirulo no
pasaba de los 60 km/h .
Parecía una cifra del país que nos rodeaba: sobre una ruta provincial poceada, con
su carril de una sola mano sin demarcar, los cuatro avanzábamos lentos dentro
de ese coche tan rústico y despojado, tan minimalista como un cuento de Carver,
tan cercano al titular de prensa “accidente fatal de tránsito” que de milagro
nunca ocurrió.
miércoles, 29 de abril de 2015
martes, 28 de abril de 2015
La Matrix que los parió
(Primero una
digresión. Llego a la librería de usados
capitalina donde compro desde hace muchos años, cuando vivía en un
monoambiente a unas pocas cuadras de allí. Traigo mis cuatro o cinco ejemplares
para canjear. Son de allí mismo, tienen el sello del comercio y una letra que
refiere a un casillero de la lista de precios y que cada tanto reactualizan.
Eso mismo acababan de hacer hacía pocos días: de un plumazo, los libros que
valían, digamos, H [$ 12] pasan a valer H [$ 21]. Así de fácil se desquitan de
la inflación. La empleada me toma mis libros, calcula y me dice el monto que
tengo de crédito, y que debería ser el 50 % de lo que figura en la lista de
precios actual. Pero no: noto que faltan como 30 pesos. “Es que te lo coticé
con la lista vieja”, me dice sin inmutarse. “Pero yo voy a comprar con la lista
de precios nueva”, trato de razonar. “Tenemos que cubrirnos”, me dice la
librera por toda explicación, aunque yo siga sin entender cuál es la lógica
comercial de este trato. ¿Me compran a precio viejo y me venden a precio nuevo?
“Muy bien”, le digo. Doy media vuelta y me pongo a buscar libros que me
interesen para cubrir el escaso crédito que me ha reconocido. En una
distracción de la empleada, dejo que cuatro ejemplares [qué manos torpes que
tengo a veces] caigan dentro de mi mochila que espera en el piso,
arrinconadita, con la boca ya abierta, tanta era la sed de venganza que tenía
la pobre... Conclusión: por robarme 30 pesos, esta librera terminó perdiendo
más de 150. Business are business...)
Hay algo que en el
mundo ya casi no se discute, un
presupuesto, un “grund” de “sentido común” que se ha disuelto allá bajo
nuestros pies. Y si alguien lo hace nadie lo escucha. Tal vez porque,
concentrados como estamos en sacar ventaja, preferimos poner la energía en
conocer los tejemanejes del juego que intentar imaginar algo distinto. Ese algo
invisibilizado es la tijera que nos corta del molde a todos, ni bien nacemos y mientras
crecemos: el capitalismo. Es decir: la visión de mundo que ha ganado, que se ha
naturalizado en cada uno de nosotros como el alien cómodamente instalado dentro
del oficial Kane. ¿Cómo sería una vida más plena, más humana, más allá de la
lógica del mercado y de la dialéctica comprar/vender, más allá de la pulsión
por ponerle a todo un precio? ¿Cómo sería la vida en una comunidad, el trabajo
en común, abierto y sincero, sin estar con el esfuerzómetro en la mano,
midiendo y tasando hasta el menor trabajo de cada cuerpo? ¿Qué se sentiría formar
parte de una sociedad minúscula pero viva, sin pensar en la ganancia, en la
competencia, en el mérito? Me pregunto, porque proyectar algo distinto a la
lógica capitalista pareciera hoy algo tan difícil como imaginarse la cuarta
dimensión, y sin embargo hubo varios casos (efímeros y luminosos) en la
historia de esta especie deleznable donde la dignidad mató al alien íntimo de
la codicia y dejó paso a una experiencia superadora. (Y tal vez exista. Quizás en
este mismo momento, en esta misma mañana en la que escribo esto, algunos hombres
y mujeres parecidos a mí trabajan juntos, rezan juntos, comen juntos y se
sienten hermanos.)
Es que nuestra Matrix
(que otros llaman Mercado), a diferencia de la bidimensional y poco marketinera
caverna platónica, reboza de belleza y colorido. Cómo no obnubilarse con todas
esas luces. Todo para vender, todo para comprar. Salgamos a la calle: el mundo
es un gran mercado, y esa vidriera fantasmagórica repleta de espejitos de
colores podría recibir su píldora roja. “Ya no saben qué inventar”,
reflexionaba mi abuela, entre asombrada e indignada, cuando la industria del
juguete nos ponía en las manos, a mi hermano y a mí, nuevos y novedosos chiches
que nosotros habíamos visto promocionarse con insistencia en un comercial de
tevé. Cómo no maravillarse de todos esos juguetes que alimentan al alien del
deseo que llevamos dentro. Cual niño feral liberado en disneylandia, no dejamos
de devorar y devorarnos. “El mundo es una gran teta”, dice Erich Fromm en un
texto que me dieron a leer en una clase de filosofía, en la escuela secundaria,
y que sentí como revelador.
Porque sea un broker
de Nueva York o el kiosquero de acá a la vuelta, sea un poderoso empresario o una
jubilada que teje bufandas para pasar el rato, lo triste es que en el fondo (en
el “grund” existenciario) todos son lo mismo: sus aliens varían en el tamaño de
su codicia, eso es todo. ¿Y cómo no arrebujarse en la comodidad de lo conocido,
de lo cierto, si hasta Neo, luego de la píldora roja de la anamnesia, preguntó
si no podía volver a la tranquilidad de la mentira...? ¿En alguno de sus
bolsillos, Morpheus guardaría el prospecto de la píldora liberadora?
¡Aparézcaseme en sueños, Morfeo hollywoodense, y cuénteme cómo producir en
cantidades industriales su medicamento despabilador! Sin dudas el mercado farmacéutico
estará abierto a la novedad.
domingo, 26 de abril de 2015
Memorabilias VII
Extraños llamados
Otro episodio de mi vida en
departamentos capitalinos de propiedad vertical fue la llamativa relación que
entablé (si así puede llamarse) con un vecino. Yo ocupaba el monoambiente del
piso 15, y él el del 16. La configuración interna del departamento era la misma
(en veinte metros cuadrados no hay muchas variantes posibles después de todo),
así que teníamos hasta la cama en el mismo eje espacial: una encima de la otra,
junto a la única ventana que daba a los terrenos del ferrocarril norte. (¿Cómo
supe esto?, pues porque todos los viernes a eso de la medianoche, puntual, como
si el vecino sin cara y su partenaire cumplieran con un horario, la cama
“allende el cielorraso” empezaba a chirriar acompasadamente, y yo escuchaba
durante unos minutos sobre mi cabeza un molesto “criqui criqui” motorizado por
la pasión.) Volvamos a los hechos. Por
aquellos años yo sufría de somniloquía: hablaba y tal vez hasta gritaba en
sueños, tal como me contaba mi abuela que hacía cuando era adolescente. La
cuestión es que, en varias noches, me despertaba con el ring del teléfono de
línea. Saltaba de la cama y corría a atender, pues a esa hora uno se malicia algún
drama en puerta. Levantaba el tubo y automáticamente del otro lado colgaban.
Volvía a la cama contrariado pero con la sensación de recuperar el sueño más calmado.
Recuerdo que era verano, y dormía con la ventana abierta de par en par, con la
ilusión de aprovechar la brisa que ni a esas alturas atenuaba los calores del
día. Dándole vueltas al asunto, descubrí el misterio: con mis parlamentos oníricos
yo despertaba al vecino del 16 H; éste habría averiguado mi número telefónico
(estaba en la guía pública y con las bases de datos digitales que ya existían
por entonces era muy fácil hallar un número sabiendo la dirección; de hecho, yo
mismo lo había hecho con una vecina del 7 G ) y cuando yo empezaba a hablar me telefoneaba
para despertarme.
miércoles, 22 de abril de 2015
Algunos gestos (Memorabilias VI)
Los del cura, en el parque de un
geriátrico, bendiciendo la pantagruélica comida que nos rodeaba un segundo
antes de que se desatara la comilona, como si con el canto de su mano derecha dividiera
la mesa en cuatro mitades, coordenadas cartesianas que nos sugerían recato.
Los de la azafata, allá adelante, cuyos
aspavientos (histrionismo laboral anticipatorio de la tragedia posible) me recordaban
que en pocos minutos ellos pondrían mi cuerpo a ocho mil metros de altura.
Los del agente de tránsito, que en
medio de la avenida de seis carriles retrotraía el tiempo a una época en que
los semáforos eran de carne y le ponían el cuerpo a la confusión. El corte de
luz lo puso a hacer ejercicios, y su brazo, yendo y viniendo, parecía querer
curarle el empacho al Audi negro que le pasó finito por al lado, acelerando con
desdén modernista.
Los del profesor de aeróbica, que en
un balneario chic de Mar del Plata trataba de sincronizar a la fauna de señoras
turistas con sobrepeso, convocadas tal vez por la radiación que emitía una
protuberancia allá al frente, ceñida bajo las calzas blancas: avanzaba un paso hacia
el rebaño y pronto se arrepentía.
La del militar, que en el portón de
entrada al cuartel, para la revisación médica de un servicio militar
obligatorio que por suerte ya fue, instaba a un grupito de adolescentes
asustados a que se formaran prestos (sus brazos, paralelos como cuchilladas
frente a su cara de acero, querían decirles “hacer dos columnas”) para entrar
en el destacamento. No es ninguna novedad: momentos antes habían tomado distancia
en la escuela, pronto habrían de encolumnarse en la fábrica.
Los del mimo, en la peatonal de Mar
del Plata, corriendo contra un viento que pretendía ser imaginario pero no lo
era: un febrero tormentoso no le dejaba margen para la imaginación a este enharinado,
histriónico pronosticador del clima.
Los de doña Yolanda, la curandera del
barrio que nos sanaba del empacho o la ojeadura. La visitábamos con mi abuela
en su ranchito. Se la veía apaciguada, segura de sí como una matriarca esclarecida.
Y codo-dedo, codo-dedo, su antebrazo avanzaba por la cinta métrica hasta mi vientre
como una cobra percherona; luego finalizaba el rito haciendo cruces con su pulgar
contra mi esternón, a la par que decía en sotovocce conjuros exotéricos que yo
me esforzaba por decodificar. Los médicos la desautorizaban, los curas le
negaban el saludo; pero mi abuela creía, yo creía. Cosa`e mandinga (dirían ayer
los borrachos) o cuestión de placebos (dirán hoy los galenos), lo cierto era
que doña Yolanda nos curaba.
El de mi difunto tío, que cuando
quería significar que algo le parecía muy bueno (“regio” diría él), bajaba las
comisuras de sus labios y hacía un gesto muy común entonces entre los bonaerenses,
pero ya extinto: unía por las yemas índice y pulgar de su mano derecha, dejando
los otros tres dedos extendidos y rígidos, adelantaba la mano hasta la altura
de su pecho y sacudía el brazo de arriba abajo varias veces.
lunes, 20 de abril de 2015
Todo lo sólido se desvanece en el aire
Si en cuestiones de
batallas estéticas muchos se presentan, con cierto orgullo, como parte de la
vanguardia, yo, en la cuestión de la batalla librada por la tecnocracia (y
contra la tecnolatría), me asumo con modestia como parte de la retaguardia. Soy
el último de los últimos, el que va cerrando la línea de la huida hacia las
nuevas tecnologías, una resistencia pacífica que cuida mi espalda hasta donde
puede.
Un ejemplo: la semana
pasada (marzo de 2015), terminé por tirar a la basura las últimas dos cajas de disquetes
que aún guardaba en el cajón de mi escritorio. Eran de los pequeños, de dos
pulgadas y media, pues a los más viejos, de cinco pulgadas y un cuarto (700
kbytes de capacidad, si mal no recuerdo) ya los había enterrado hace unos años,
aunque conservo las prácticas cajas de acrílico para guardar chucherías. Aunque
mi vieja computadora aún tiene disquetera, con los pen drives ya no los usaba
ni siquiera para hacer copias de resguardo. Así que los despedí solemnemente
porque necesitaba espacio en los cajones del escritorio. (Aún recuerdo el
primer disquete que compré, para usar con una de las tres primeras y costosas PCs
modelo XT que mi escuela había adquirido, eran años [circa 1990] en donde la informática
era una cosa misteriosa sólo para jóvenes y expertos.) En esta autopista
despiadadamente utilitarista que nos propone el capitalismo de consumo, nada
que fuera útil debería retenerse, salvo, claro, el ejemplar guardado para los
museos del futuro cercano.
Pero hay algo aún más prehistórico
que el disquete, y que ocupando una caja completa, allá arriba de uno de los
módulos de la biblioteca, me interroga si no será ya hora de hacer lugar yendo
al crematorio de la tecnología obsoleta. Unos cuarenta casetes de cinta esperan
el veredicto. Necesito espacio, en este cuarto de quince metros cuadrados que es
todo mi hogar hoy. Pero a diferencia de los disquetes, en esas cintas guardo
material único: entrevistas a poetas, clases de profesores de la universidad,
charlas de café en donde las voces reconocibles cada tanto algo dicen que escapa
a la banalidad reinante. Todos productos de mi querida grabadora de periodista
que aún conservo. (Recuerdo con claridad el último casete que compré: en el
descanso de una clase de antropología, en el instituto, salí de urgencia a
buscar alguna tienda que me permitiera registrar las dos horas que quedaban de exposición.
Entré en una regalería y el joven chino que me atendió, que jamás había visto
una cinta magnetofónica en su vida, sin contar con la dificultad que tenía para
manejar el español, no lograba dar con mi pedido, hasta que yo mismo los
divisé, detrás de él, y se los señalé. El muchacho me lo envolvió observando
con curiosidad esa rareza que ni siquiera sabía que vendía.) En fin, la
pregunta es ¿debería tomarme el trabajo de digitalizar esas voces? ¿Vale la
pena semejante esfuerzo para librarme de los casetes? En el fondo, pienso, sigo
siendo un fetichista de las cosas. ¿Qué de trascendental me perdería yo (o el
mundo) al librarme de esas voces en cintas? ¿Hay algo que se pierda para
siempre?
Y sin embargo no he
hablado del objeto que más espacio cúbico me quita en este hábitat vitae, pues ante
la escasez de oxígeno urge mantener a raya las cosas. Obvio: los libros. ¿O
acaso no hay algo más demodé para el cibermundo actual que un artefacto
compuesto de papel y tinta? Sin duda, si digitalizara mi biblioteca y la guardara
en el disco rígido ahorraría muchos metros cúbicos de espacio vital. ¿Pero leer
de la pantalla, sería leer? Esta cuestión ni pasa por mi cabeza: estoy seguro
de que “libro” será para mí, hasta el final, libro en papel. Y aquí no hay
revolución digital que valga. El sentimentalismo fetichista se asoma, lo sé,
con más patetismo que nunca. Qué le vamos a hacer...
Le doy una vuelta más
al asunto y llego a este fenómeno de los foros virtuales. Son claros los beneficios
que dan el publicar en estos medios para un perejil como yo. Publico en dos blogs,
uno de filosofía y otro de literatura, intercalando textos ensayísticos y
ficcionales. Paso a enumerar sus beneficios, en comparación con la clásica
publicación en papel. Primero: publicar virtualmente sale gratis; en papel,
aunque sea en tirajes pequeños como ya he hecho, cuesta mucho (en esfuerzo y
billetes) y es muy difícil siquiera recuperar la inversión. Segundo: en el foro
virtual puedo recibir un feedback que me permita conocer opiniones de lectores
inteligentes y sensatos (ocurre muy pocas veces, porque no abundan, pero cuando
ocurre es un regalo del cielo) sobre mis textos, corregirlos y republicarlos;
en papel, difícilmente pueda conocer opiniones de lo que he publicado, tal vez
sí viniendo lectores emotivamente muy cercanos a mí, pero en estos casos la
objetividad tiende a cero y de poco sirven los comentarios entusiastas.
Tercero: la distribución en papel, para autores que se autoeditan como es mi
caso, es mínima, pues yo mismo me he encargado de “distribuir” los ejemplares en
las librerías de la zona hasta donde mis elementales medios de desplazamiento
me permiten; en cambio, en el más allá de la redes, los textos pueden llegar a
todo el mundo hispanohablante, cosa que ni siquiera escritores jóvenes talentosos
y con cierta obra encima pueden conseguir, valga el caso, que siendo
sudamericanos se los publique en España aún cuando publiquen en editoriales de
capitales ibéricos. Cuarto: los foros virtuales son un tubo de ensayo inmejorable
para poner a prueba los propios textos; en papel, no hay vuelta atrás una vez
que se entregaron a la imprenta las pruebas de galera.
Un momento: ¿y por qué
la publicación virtual no podría ser definitiva? Ajá: porque, a pesar de todas
las ventajas que acabo de enumerar, sigo creyendo que un texto está realmente
publicado cuando llega al papel, es decir, cuando se parece (al menos desde lo
exterior) a esos dispositivos rectangulares que alineo, bien apretaditos, en
los anaqueles que, con solo levantar un poco la vista de esta pantalla, puedo
ver reposando contra la pared noroeste de mi habitación. Es así: mi prejuicio
fetichista del papel y el encuadernado me siguen ganando. (¿Y acaso este mismo
artículo, escrito en mis horas de ocio para los foros virtuales, vale que me
pregunte, se merecería la “dignidad inmortal” del papel?)
Tres
tecnologías, tres prejuicios: disquetes finalmente exiliados, casetes aún amnistiados,
libros ni siquiera legalmente procesados en su alma de papel. (Me detengo antes
de terminar para volver al principio: entonces no todo lo sólido se desvanece
en mi aire, dear Karl.) Así están las cosas.
sábado, 18 de abril de 2015
Mis campos de batalla
Walter Benjamin cuenta
en El Narrador que los soldados que volvían del frente de batalla, acabada la
primera guerra mundial, estaban callados, sin experiencias que contar o sin
manera de verbalizarlas. ¿Perder la capacidad de narrar es también perder la
capacidad de experimentar? ¿Y los que se quedaron en la retaguardia, lejos de
la carnicería del frente, podían contar pero tal vez no tendrían nada fuerte
que decir? Experiencia y narración: de esto quería hablar.
Los recitales de heavy
metal, cuando quienes convocan son las legendarias bandas internacionales que estiran
sus giras mundiales hasta sudamérica, se organizan en estadios de fútbol. Yo,
si decido pagar una entrada, elijo ir al “campo”, pues creo que solamente con
la masa de cuerpos en ebullición se puede disfrutar con intensidad lo que pasa
sobre el inmenso y sofisticado escenario. La cercanía es una cuestión
importante. Ir a una butaca en la lejana tribuna para terminar viendo el
recital por la pantalla gigante, es como quedarse en casa y verlo por tevé.
Pero hay otro dato más: mido 1,63 de
altura. Todo un problema para ver qué pasa sobre el escenario, y desde lejos
termino, como diría Dolina, con dolor de “cogote de yesero”. Por eso debo avanzar
hacia el frente de batalla, cerca de las vallas, o mejor aún, literalmente abrazado
a ellas. Más allá hay un pasillito con tipos de seguridad (los cocodrilos del
foso perimetral que rodeaba a los castillos medievales) y luego sí, los músicos
admirados sobre el pedestal del escenario. El precio de vivenciar de cerca lo
que pasa allá arriba (más aún si se está tan cerca del suelo) es que esa zona
es muy sangrienta: apretujamiento, pogos multitudinarios, empujones, codazos,
los que hacen mosh y que cada tanto pasan arrastrándose por arriba de uno como
si nuestras cabezas fueran mullidas y vívidas baldosas... El frente de batalla
de un mega recital de heavy metal es una experiencia fuerte, sí, pero no para
cualquiera. Pues verlo desde el fondo del campo de juego, más allá del
mangrullo de sonido que se alza casi en la mitad de la cancha como un fuerte de
avanzada ante los indios que atacan, es casi como no haber ido.
Por eso yo voy al
frente. A codazos y manotazos me abro un sendero entre los cuerpos sudorosos,
entre las melenas revueltas, entre las camperas de cuero y los cinturones con
tachas. La experiencia de la batalla vale la pena, me digo, es una vez en la
vida, pues es difícil que estas bandas (por la edad de sus músicos y por el
kilometraje que deben hacerse hasta el culo del mundo) vuelvan otra vez por acá.
Entonces soy un bárbaro entre los bárbaros, y soporto uno y mil vendavales conviviendo
en esa ordalía pagana de veinte o treinta mil de almas en trance.
Pero, al terminar el
recital, al salir del estadio y reencontrarme con los amigos con que marché a
la batalla (algunos bajados de la platea sin un rasguño porque no soportan a la
indiada bruta, y los comprendo) yo estoy tan excitado que no puedo contar lo
que viví, allá en la vanguardia del campo de batalla. En la desconcentración de
miles de fans, caminamos (algunos transpirados de pies a cabeza, otros fresquitos
como si recién hubiesen llegado) hasta el estacionamiento donde dejamos el auto
que nos trajo. Tenemos un viaje de 50 kilómetros de regreso,
y en algún punto nos saldremos de la autopista y pararemos en algún kiosco de una
gasolinera para refrescarnos, tomar algo y contarnos las primeras impresiones
de la banda y del show en general. Allí sí, ya más sereno, puedo recuperar mi
voz, y mientras escucho lo que mis amigos vivieron, yo tal vez pueda intercalar
alguna experiencia de mi combate en el frente.
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lunes, 13 de abril de 2015
Memorabilias IV
Zócalos y zócalos
Esta palabra me remite
a la última infancia, a un juego y a un zócalo de granito negro que recorría
las tres paredes del garaje de la casa suburbana de una tía. Allí, con mi
admirado primo, cinco años mayor, jugábamos a este juego: a una cierta distancia,
hacíamos rodar bolitas de vidrio (que en otras latitudes llaman canicas) hasta
que rebotaran contra el zócalo, ganaba quien lograra dejarla lo más cerca de la
pared. El premio era la bolita del otro. Se jugaba con preseas del mismo valor:
japonesas contra japonesas (las más apreciadas), lecheras contra lecheras,
piojitos contra piojitos. Recuerdo que, con los años, en algún momento las
cambiamos por monedas de níquel de veinticinco o cincuenta centavos. Creo que
fue la única vez que aposté dinero en un juego.
Pero zócalo, además de
ser una banda angosta hecha de diversos materiales que protegen el borde inferior
de una pared, es también, y desde no hace mucho, el videgraph que transita las
pantallas de la tevé, en especial durante los noticieros. Y a pesar de que los
televisores, en su loca evolución de seres superiores, ganan en ancho, la
información mediante sobreimpresos que meten en algunos programas es tanta que
el espectador, más que observar, espía lo que pasa del otro lado de la pantalla,
como quien se asoma entre las hendijas de una ventana. Lo verifico hoy mismo. La
noticia llegada de una liga europea es un gol “olímpico”, es decir, convertido desde
la ejecución de un tiro de esquina sin intermediarios. Resulta que el eximio
jugador connacional (por eso es noticia) estaba shoteando allá abajo, en el
angulito inferior izquierdo de la pantalla, justo donde el grueso zócalo amarillo
anunciaba con letras negras “Golazo olímpico de...”. Y aunque el periodista que
narraba la noticia pidió que retiraran el videograph, desde el control no
pudieron o no quisieron hacerlo. Contradiciendo al autor de la “Galaxia
Gutemberg”, más que ver el gol, y aunque se tratara de lenguaje audiovisual, lo
escuché narrado, pues de la pelota sólo vi que, viniendo misteriosamente impulsada
desde un rincón “enzocalado” de la cancha, entraba ella sola en el arco como
por arte de magia.
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sábado, 11 de abril de 2015
Sólo para mis ojos
Cuando era adolescente,
uno de los primeros textos que en la escuela secundaria me dieron a leer fue un
poema poderoso de Borges que habla de las cosas, y que así se titula: Las cosas.
Recuerdo que cuando lo leí me cautivó su sencillez, pues yo encontraba en mi convivencia
con los objetos algo que confusamente sentía y que el poema me ponía en
palabras claras, pero además el mensaje venía maravillosamente codificado en lenguaje
poético. Es un soneto en endecasílabos, el formato que más le gustaba al argentado
poeta argentino. Todavía recuerdo su melancólica música.
El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,
un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde
De mi último viaje a
la costa atlántica me traje una piedra que me llamó la atención durante una de mis
largas caminatas por la playa. No sé cómo llegan allí, ni cómo se forman, pero
a veces aparecen cerca de la resaca espumosa de las olas. Ésta que encontré
tenía todas las cicatrices del leviatán salitroso que la cobijaba. La he sacado
de la repisa y aquí la tengo, sobre mi palma. En lugar de describirla podría
sacarle una foto y con ella ilustrar este artículo, pero eso sería facilitarles
las cosas a los lectores al estilo Facebook. Mejor ejercitemos el arte de las
palabras. La piedra es de forma ovalada, de color marrón oscuro y muestra muchas
perforaciones que el agua de mar le ha propinado. Es lo más hermoso que tiene
este objeto, las cicatrices de la erosión marina: algunas perforaciones la
atraviesan de lado a lado y los agujeros cobran una forma elipsoidal muy
estilizada, como si el mar se hubiera tomado el trabajo del orfebre sin ningún apuro,
tallándola con la paciencia del artesano cósmico. (Yo, para el caso, le
interrumpí el ejercicio para escribir estas líneas, y quizá alguna justicia
naturalis me reclame algún día la acción.) Vista de lejos, la piedra se parece
a un asteroide, como esos que orbitan en el cinturón que está entre Marte y
Júpiter. Si ven una foto de Ceres, se harán una idea de lo que describo.
una ilusoria aurora. ¡Cuántas
cosas,
láminas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,
ciegas y extrañamente
sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.
Que así sea. Pero
hasta que yo me vaya, esta piedra se quedará conmigo. Exiliada tierra adentro,
en plena llanura de humus fértil, esta cosa entre mis cosas deberá pagar su
extranjería exhibiéndose sobre la repisa. Ahora que lo pienso, contribuí al
saqueo hormiga de los turistas que los lugareños de la costa denunciaban con
afiches pegados en los comercios del pueblo: “no te las lleves”, le rogaban en
confianza al invasor estival, y en la foto había una conchilla de mar. Por
tener cerca de mí a esta pieza tallada por la Naturaleza , la he secuestrado
con total impunidad, la he vuelto una pieza de museo privado, y sólo para mis
ojos.
martes, 7 de abril de 2015
El capitalismo es un cazador solitario
De la fauna de objetos
urbanos hay una especie casi extinta que añoro: la de los bebederos de las
plazas. En una incursión por la ciudad de los no tan Buenos Aires, hago un alto
para descansar en una de esas plazas de los barrios del norte, tan bien
provistas de todo lo que el nivel de vida del buen vecino-contribuyente de la
zona reclamaría. El pasto cortado, los árboles podados, los bancos de fina madera,
un sector de juegos infantiles, el arenero para los perros... Pareciera no
faltar nada en esta plaza, aprobando unas hipotéticas normas ISO, excepto por el
inexistente bebedero. Y yo tengo sed. Estamos en enero, el sol brilla en este
reducto de la naturaleza de cien metros cuadrados emplazado entre el estruendo
de la ciudad capitalina. Todo muy agradable, hasta diría muy chic, pero del
bebedero ni noticias. Conclusión: Debí ir a un quiosco de allí enfrente y pagar
una botellita de agua mineral: 10 pesos por 250 centímetros
cúbicos de un agua mineral “fabricada” en una localidad cercana donde difícilmente
haya manantiales.
Esta ciudad no tiene
problemas presupuestarios, razono. Si hay fondos para instalar un banco tan
confortable como en el que descanso, no debería faltar para un modesto bebedero
con su necesario filtro potabilizador. Sin caer en especulaciones financieras
ni teorías conspirativas, supongo (pues pienso y pienso y no hallo otra causa)
que la ausencia de agua potable para los visitantes en la mayoría de las plazas
porteñas está en sintonía con la facturación de los comerciantes de la zona. Esta
deducción parece muy berreta, ¿verdad? Las plazas de Sábato y Piazzolla no
podrían rebajarse a manejo más rastrero. Pero el capitalismo, y más aún en
versión argenta, hace rato que ha perdido toda vergüenza. Dispara y dispara.
En fin, que el
progreso va y viene, pero lo que siempre va es la ganancia, esa que, al decir
de mi abuela, “nunca da puntada sin hilo”.
miércoles, 1 de abril de 2015
Erostratitos
Ya conocemos la
historia: un griego del montón, un mero ciudadano, quema el templo de Ártemis.
Es encarcelado y preguntado el porqué, él responde: porque quiero quedar en la
historia, ser famoso, que mi nombre sea recordado. Se prohíbe el registro de su
nombre pero el pirómano extrovertido se sale con la suya: lo seguimos
recordando.
En la adolescencia
tuve un amigo que le pedía el auto prestado a su padre para salir a “pistear”
por el pueblo: con frenadas bruscas y coleadas que malgastaban las llantas de
su ahorrativo progenitor él quería hacerse conocido entre los vecinos, más
especialmente entre las chicas. Un tranquilo domingo lo sorprendió un policía
de civil haciendo sus exhibiciones y le secuestró el auto: había conseguido lo
que buscaba, estar en la boca de las viejas chismosas de la cuadra, ser famoso
a cualquier precio.
Lo de mi amigo es
perdonable por la edad, si no se es irresponsable en esos años de la vida,
¿cuándo si no? Verdaderamente triste es lo que están haciendo los erostratitos de
este país. Los vemos bastante seguido: armar las “cat fights” en vivo en los “talk
shows” conducidos por modelos jubiladas, pagarse una primera fila en algún
desfile de moda para asegurarse varios primeros planos que parezcan casuales, o
invertir en una “entrevista” a doble página en alguna revista “del corazón”
para que los empresarios y futbolistas se enteren de que han vuelto a separarse
y están “disponibles” como los carteles de las oficinas en alquiler, y tantos
otros recursos de “reposicionamiento” dentro del salvaje mundo del
“espectáculo”. Más modestos que el griego que los engendró, ellos y ellas no
necesitan quemar ningún lugar sagrado para llamar la atención, ni tienen sed de
inmortalidad, claro.
Pero en estos últimos
tiempos, a la tradicional galería de frivolidades para la correcta
visibilización de sus cuerpos, estos erostratitos le han sumado un nuevo y
novedoso recurso (de oferta por tiempo limitado) de visualización mediática:
las visitas al papa. Claro, el santo padre es un compatriota, y consiguió lo
que muy, muy pocos consiguen: ser el top de los tops dentro de su organización,
que da la casualidad que es la más poderosa del mundo. Imagínense: A un amigo
nuestro le dejan la llave no de una mansión, ¡de una ciudad de mansiones!, para
que la cuide por un tiempo, ¿acaso no iríamos a tocarle el timbre para que nos
deje disfrutar, aunque sea por una tarde, de la vajilla de plata, el
hidromasaje y la piscina? Sería de mal amigo no compartir lo que le confiaron.
¿Y cómo Francisco no
recibiría, en su infinita misericordia, a esos pecadores públicos? Él debe dar
el ejemplo. Y el desfile asusta: (ex) futbolistas con (actuales) problemas de
drogas, políticos mafiosos en campaña, sindicalistas corruptos, “botineras” (prostitutas
caras de futbolistas) cual María Magdalena con obscenos implantes mamarios...
El zoológico argento se despliega por los palacetes de El Vaticano cada día,
barriendo con sus pies sudamericanos todo rastro de sacralidad de esos templos
de oro. Erostratitos sabios que se abusan del perdón cristiano. Los vemos por
tevé: están sonrientes frente al hombre de blanco, lo palmean, le presentan a
sus hijos y le dejan recuerdos, mientras no se olvidan de que las cámaras a su alrededor
le tomen su mejor perfil.
Se acercan las
elecciones presidenciales, ¿cuánto se cotizará una instantánea al lado de Jorgito
para septiembre? Pero cabe una pregunta, pues si llegó hasta allí es justamente
porque no se chupa el dedo: ¿el ex cardenal Bergoglio no se da cuenta de que todos
estos compatriotas que peregrinan a la Santa Sede en primera clase para
entrevistarse con él están abusando de su altísima dignidad? Cómo no darse
cuenta, si el religioso está cortado con la misma tijera. Yo creo que recibe a los
erostratitos para recordarles (y recordarnos) la parábola del médico que está
en los evangelios: hay que visitar, o en este caso dejarse visitar, por los
enfermos.
Concedido. Pero yo me
pregunto, ¿antes de despedirlos, Francisco no les sugerirá al menos que dejen
de pecar, o que al menos practiquen un poquito menos los pecados capitales de
la vanidad, la lujuria y la soberbia? Porque por lo visto, en lo moral, ellos parecieran
salir de la basílica de San Pedro igual que como entraron; en lo material no, claro,
se los ve cambiados, pues se traen la foto y el video junto al curita porteño
que llegó tan lejos... Algo, pienso, por lo menos cambió: la banda de ladrones
que ocupa el Gobierno, y que tanto lo odiaban cuando Francisco era apenas el obispo
Jorge, ahora lo aman. Un milagro más para su futura santificación: en su
infinito poder, el papa trocó odio por amor.
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