miércoles, 29 de abril de 2015

Cachirulo



Esta memorabilia me lleva a buscar en el diccionario esa palabra. Dice: “Coloquial: Objeto generalmente alargado que cubre o forma parte de algo y que no se puede o no se quiere designar”. Qué extraño, me digo, porque “Cachirulo” llamaba mi tío, mecánico él, a un Citroen 2 CV blanco, coche que se había armado él mismo en sus muchas décadas en el oficio de reparar  exclusivamente esta marca francesa. En su oscuro taller (que parecía un reducto secreto y decadente de la legión extranjera) sólo había 2 CVs, 3 CVs, Amis 8, y muy de vez en cuando algún modelo importado que nos maravillaba. La cosa era que en el Cachirulo nos llevaba, junto con mi hermano y mi abuela, a pasear los sábados a la tarde. Hoy lo rememoro y me sorprendo de que no nos hubiésemos matado. A ese modelo de auto le decían “ranchito” porque era, literalmente, cuatro chapas y una lona. Si alguno se subió alguna vez, habrá notado que las puertas se trababan con unos pestillos temerarios que reíte de las normas de seguridad. Apoya cabezas o cinturones de seguridad eran parte de la utopía futurista de una vida longeva. Si a esto le agregamos la sordera y miopía de mi tío, allí al volante, la escena se parecía a una versión lumpen de “Mad Max”, pero en cámara lenta: por suerte el Cachirulo no pasaba de los 60 km/h. Parecía una cifra del país que nos rodeaba: sobre una ruta provincial poceada, con su carril de una sola mano sin demarcar, los cuatro avanzábamos lentos dentro de ese coche tan rústico y despojado, tan minimalista como un cuento de Carver, tan cercano al titular de prensa “accidente fatal de tránsito” que de milagro nunca ocurrió.

martes, 28 de abril de 2015

La Matrix que los parió

(Primero una digresión. Llego a la librería de usados  capitalina donde compro desde hace muchos años, cuando vivía en un monoambiente a unas pocas cuadras de allí. Traigo mis cuatro o cinco ejemplares para canjear. Son de allí mismo, tienen el sello del comercio y una letra que refiere a un casillero de la lista de precios y que cada tanto reactualizan. Eso mismo acababan de hacer hacía pocos días: de un plumazo, los libros que valían, digamos, H [$ 12] pasan a valer H [$ 21]. Así de fácil se desquitan de la inflación. La empleada me toma mis libros, calcula y me dice el monto que tengo de crédito, y que debería ser el 50 % de lo que figura en la lista de precios actual. Pero no: noto que faltan como 30 pesos. “Es que te lo coticé con la lista vieja”, me dice sin inmutarse. “Pero yo voy a comprar con la lista de precios nueva”, trato de razonar. “Tenemos que cubrirnos”, me dice la librera por toda explicación, aunque yo siga sin entender cuál es la lógica comercial de este trato. ¿Me compran a precio viejo y me venden a precio nuevo? “Muy bien”, le digo. Doy media vuelta y me pongo a buscar libros que me interesen para cubrir el escaso crédito que me ha reconocido. En una distracción de la empleada, dejo que cuatro ejemplares [qué manos torpes que tengo a veces] caigan dentro de mi mochila que espera en el piso, arrinconadita, con la boca ya abierta, tanta era la sed de venganza que tenía la pobre... Conclusión: por robarme 30 pesos, esta librera terminó perdiendo más de 150. Business are business...)
Hay algo que en el mundo ya casi no se discute, un  presupuesto, un “grund” de “sentido común” que se ha disuelto allá bajo nuestros pies. Y si alguien lo hace nadie lo escucha. Tal vez porque, concentrados como estamos en sacar ventaja, preferimos poner la energía en conocer los tejemanejes del juego que intentar imaginar algo distinto. Ese algo invisibilizado es la tijera que nos corta del molde a todos, ni bien nacemos y mientras crecemos: el capitalismo. Es decir: la visión de mundo que ha ganado, que se ha naturalizado en cada uno de nosotros como el alien cómodamente instalado dentro del oficial Kane. ¿Cómo sería una vida más plena, más humana, más allá de la lógica del mercado y de la dialéctica comprar/vender, más allá de la pulsión por ponerle a todo un precio? ¿Cómo sería la vida en una comunidad, el trabajo en común, abierto y sincero, sin estar con el esfuerzómetro en la mano, midiendo y tasando hasta el menor trabajo de cada cuerpo? ¿Qué se sentiría formar parte de una sociedad minúscula pero viva, sin pensar en la ganancia, en la competencia, en el mérito? Me pregunto, porque proyectar algo distinto a la lógica capitalista pareciera hoy algo tan difícil como imaginarse la cuarta dimensión, y sin embargo hubo varios casos (efímeros y luminosos) en la historia de esta especie deleznable donde la dignidad mató al alien íntimo de la codicia y dejó paso a una experiencia superadora. (Y tal vez exista. Quizás en este mismo momento, en esta misma mañana en la que escribo esto, algunos hombres y mujeres parecidos a mí trabajan juntos, rezan juntos, comen juntos y se sienten hermanos.)
Es que nuestra Matrix (que otros llaman Mercado), a diferencia de la bidimensional y poco marketinera caverna platónica, reboza de belleza y colorido. Cómo no obnubilarse con todas esas luces. Todo para vender, todo para comprar. Salgamos a la calle: el mundo es un gran mercado, y esa vidriera fantasmagórica repleta de espejitos de colores podría recibir su píldora roja. “Ya no saben qué inventar”, reflexionaba mi abuela, entre asombrada e indignada, cuando la industria del juguete nos ponía en las manos, a mi hermano y a mí, nuevos y novedosos chiches que nosotros habíamos visto promocionarse con insistencia en un comercial de tevé. Cómo no maravillarse de todos esos juguetes que alimentan al alien del deseo que llevamos dentro. Cual niño feral liberado en disneylandia, no dejamos de devorar y devorarnos. “El mundo es una gran teta”, dice Erich Fromm en un texto que me dieron a leer en una clase de filosofía, en la escuela secundaria, y que sentí como revelador.

Porque sea un broker de Nueva York o el kiosquero de acá a la vuelta, sea un poderoso empresario o una jubilada que teje bufandas para pasar el rato, lo triste es que en el fondo (en el “grund” existenciario) todos son lo mismo: sus aliens varían en el tamaño de su codicia, eso es todo. ¿Y cómo no arrebujarse en la comodidad de lo conocido, de lo cierto, si hasta Neo, luego de la píldora roja de la anamnesia, preguntó si no podía volver a la tranquilidad de la mentira...? ¿En alguno de sus bolsillos, Morpheus guardaría el prospecto de la píldora liberadora? ¡Aparézcaseme en sueños, Morfeo hollywoodense, y cuénteme cómo producir en cantidades industriales su medicamento despabilador! Sin dudas el mercado farmacéutico estará abierto a la novedad.

domingo, 26 de abril de 2015

Memorabilias VII

Extraños llamados

Otro episodio de mi vida en departamentos capitalinos de propiedad vertical fue la llamativa relación que entablé (si así puede llamarse) con un vecino. Yo ocupaba el monoambiente del piso 15, y él el del 16. La configuración interna del departamento era la misma (en veinte metros cuadrados no hay muchas variantes posibles después de todo), así que teníamos hasta la cama en el mismo eje espacial: una encima de la otra, junto a la única ventana que daba a los terrenos del ferrocarril norte. (¿Cómo supe esto?, pues porque todos los viernes a eso de la medianoche, puntual, como si el vecino sin cara y su partenaire cumplieran con un horario, la cama “allende el cielorraso” empezaba a chirriar acompasadamente, y yo escuchaba durante unos minutos sobre mi cabeza un molesto “criqui criqui” motorizado por la pasión.)  Volvamos a los hechos. Por aquellos años yo sufría de somniloquía: hablaba y tal vez hasta gritaba en sueños, tal como me contaba mi abuela que hacía cuando era adolescente. La cuestión es que, en varias noches, me despertaba con el ring del teléfono de línea. Saltaba de la cama y corría a atender, pues a esa hora uno se malicia algún drama en puerta. Levantaba el tubo y automáticamente del otro lado colgaban. Volvía a la cama contrariado pero con la sensación de recuperar el sueño más calmado. Recuerdo que era verano, y dormía con la ventana abierta de par en par, con la ilusión de aprovechar la brisa que ni a esas alturas atenuaba los calores del día. Dándole vueltas al asunto, descubrí el misterio: con mis parlamentos oníricos yo despertaba al vecino del 16 H; éste habría averiguado mi número telefónico (estaba en la guía pública y con las bases de datos digitales que ya existían por entonces era muy fácil hallar un número sabiendo la dirección; de hecho, yo mismo lo había hecho con una vecina del 7 G) y cuando yo empezaba a hablar me telefoneaba para despertarme. 

miércoles, 22 de abril de 2015

Algunos gestos (Memorabilias VI)

Los del cura, en el parque de un geriátrico, bendiciendo la pantagruélica comida que nos rodeaba un segundo antes de que se desatara la comilona, como si con el canto de su mano derecha dividiera la mesa en cuatro mitades, coordenadas cartesianas que nos sugerían recato.
Los de la azafata, allá adelante, cuyos aspavientos (histrionismo laboral anticipatorio de la tragedia posible) me recordaban que en pocos minutos ellos pondrían mi cuerpo a ocho mil metros de altura.
Los del agente de tránsito, que en medio de la avenida de seis carriles retrotraía el tiempo a una época en que los semáforos eran de carne y le ponían el cuerpo a la confusión. El corte de luz lo puso a hacer ejercicios, y su brazo, yendo y viniendo, parecía querer curarle el empacho al Audi negro que le pasó finito por al lado, acelerando con desdén modernista.
Los del profesor de aeróbica, que en un balneario chic de Mar del Plata trataba de sincronizar a la fauna de señoras turistas con sobrepeso, convocadas tal vez por la radiación que emitía una protuberancia allá al frente, ceñida bajo las calzas blancas: avanzaba un paso hacia el rebaño y pronto se arrepentía.
La del militar, que en el portón de entrada al cuartel, para la revisación médica de un servicio militar obligatorio que por suerte ya fue, instaba a un grupito de adolescentes asustados a que se formaran prestos (sus brazos, paralelos como cuchilladas frente a su cara de acero, querían decirles “hacer dos columnas”) para entrar en el destacamento. No es ninguna novedad: momentos antes habían tomado distancia en la escuela, pronto habrían de encolumnarse en la fábrica.
Los del mimo, en la peatonal de Mar del Plata, corriendo contra un viento que pretendía ser imaginario pero no lo era: un febrero tormentoso no le dejaba margen para la imaginación a este enharinado, histriónico pronosticador del clima.
Los de doña Yolanda, la curandera del barrio que nos sanaba del empacho o la ojeadura. La visitábamos con mi abuela en su ranchito. Se la veía apaciguada, segura de sí como una matriarca esclarecida. Y codo-dedo, codo-dedo, su antebrazo avanzaba por la cinta métrica hasta mi vientre como una cobra percherona; luego finalizaba el rito haciendo cruces con su pulgar contra mi esternón, a la par que decía en sotovocce conjuros exotéricos que yo me esforzaba por decodificar. Los médicos la desautorizaban, los curas le negaban el saludo; pero mi abuela creía, yo creía. Cosa`e mandinga (dirían ayer los borrachos) o cuestión de placebos (dirán hoy los galenos), lo cierto era que doña Yolanda nos curaba.

El de mi difunto tío, que cuando quería significar que algo le parecía muy bueno (“regio” diría él), bajaba las comisuras de sus labios y hacía un gesto muy común entonces entre los bonaerenses, pero ya extinto: unía por las yemas índice y pulgar de su mano derecha, dejando los otros tres dedos extendidos y rígidos, adelantaba la mano hasta la altura de su pecho y sacudía el brazo de arriba abajo varias veces. 

lunes, 20 de abril de 2015

Todo lo sólido se desvanece en el aire

Si en cuestiones de batallas estéticas muchos se presentan, con cierto orgullo, como parte de la vanguardia, yo, en la cuestión de la batalla librada por la tecnocracia (y contra la tecnolatría), me asumo con modestia como parte de la retaguardia. Soy el último de los últimos, el que va cerrando la línea de la huida hacia las nuevas tecnologías, una resistencia pacífica que cuida mi espalda hasta donde puede.  
Un ejemplo: la semana pasada (marzo de 2015), terminé por tirar a la basura las últimas dos cajas de disquetes que aún guardaba en el cajón de mi escritorio. Eran de los pequeños, de dos pulgadas y media, pues a los más viejos, de cinco pulgadas y un cuarto (700 kbytes de capacidad, si mal no recuerdo) ya los había enterrado hace unos años, aunque conservo las prácticas cajas de acrílico para guardar chucherías. Aunque mi vieja computadora aún tiene disquetera, con los pen drives ya no los usaba ni siquiera para hacer copias de resguardo. Así que los despedí solemnemente porque necesitaba espacio en los cajones del escritorio. (Aún recuerdo el primer disquete que compré, para usar con una de las tres primeras y costosas PCs modelo XT que mi escuela había adquirido, eran años [circa 1990] en donde la informática era una cosa misteriosa sólo para jóvenes y expertos.) En esta autopista despiadadamente utilitarista que nos propone el capitalismo de consumo, nada que fuera útil debería retenerse, salvo, claro, el ejemplar guardado para los museos del futuro cercano.
Pero hay algo aún más prehistórico que el disquete, y que ocupando una caja completa, allá arriba de uno de los módulos de la biblioteca, me interroga si no será ya hora de hacer lugar yendo al crematorio de la tecnología obsoleta. Unos cuarenta casetes de cinta esperan el veredicto. Necesito espacio, en este cuarto de quince metros cuadrados que es todo mi hogar hoy. Pero a diferencia de los disquetes, en esas cintas guardo material único: entrevistas a poetas, clases de profesores de la universidad, charlas de café en donde las voces reconocibles cada tanto algo dicen que escapa a la banalidad reinante. Todos productos de mi querida grabadora de periodista que aún conservo. (Recuerdo con claridad el último casete que compré: en el descanso de una clase de antropología, en el instituto, salí de urgencia a buscar alguna tienda que me permitiera registrar las dos horas que quedaban de exposición. Entré en una regalería y el joven chino que me atendió, que jamás había visto una cinta magnetofónica en su vida, sin contar con la dificultad que tenía para manejar el español, no lograba dar con mi pedido, hasta que yo mismo los divisé, detrás de él, y se los señalé. El muchacho me lo envolvió observando con curiosidad esa rareza que ni siquiera sabía que vendía.) En fin, la pregunta es ¿debería tomarme el trabajo de digitalizar esas voces? ¿Vale la pena semejante esfuerzo para librarme de los casetes? En el fondo, pienso, sigo siendo un fetichista de las cosas. ¿Qué de trascendental me perdería yo (o el mundo) al librarme de esas voces en cintas? ¿Hay algo que se pierda para siempre?
Y sin embargo no he hablado del objeto que más espacio cúbico me quita en este hábitat vitae, pues ante la escasez de oxígeno urge mantener a raya las cosas. Obvio: los libros. ¿O acaso no hay algo más demodé para el cibermundo actual que un artefacto compuesto de papel y tinta? Sin duda, si digitalizara mi biblioteca y la guardara en el disco rígido ahorraría muchos metros cúbicos de espacio vital. ¿Pero leer de la pantalla, sería leer? Esta cuestión ni pasa por mi cabeza: estoy seguro de que “libro” será para mí, hasta el final, libro en papel. Y aquí no hay revolución digital que valga. El sentimentalismo fetichista se asoma, lo sé, con más patetismo que nunca. Qué le vamos a hacer...
Le doy una vuelta más al asunto y llego a este fenómeno de los foros virtuales. Son claros los beneficios que dan el publicar en estos medios para un perejil como yo. Publico en dos blogs, uno de filosofía y otro de literatura, intercalando textos ensayísticos y ficcionales. Paso a enumerar sus beneficios, en comparación con la clásica publicación en papel. Primero: publicar virtualmente sale gratis; en papel, aunque sea en tirajes pequeños como ya he hecho, cuesta mucho (en esfuerzo y billetes) y es muy difícil siquiera recuperar la inversión. Segundo: en el foro virtual puedo recibir un feedback que me permita conocer opiniones de lectores inteligentes y sensatos (ocurre muy pocas veces, porque no abundan, pero cuando ocurre es un regalo del cielo) sobre mis textos, corregirlos y republicarlos; en papel, difícilmente pueda conocer opiniones de lo que he publicado, tal vez sí viniendo lectores emotivamente muy cercanos a mí, pero en estos casos la objetividad tiende a cero y de poco sirven los comentarios entusiastas. Tercero: la distribución en papel, para autores que se autoeditan como es mi caso, es mínima, pues yo mismo me he encargado de “distribuir” los ejemplares en las librerías de la zona hasta donde mis elementales medios de desplazamiento me permiten; en cambio, en el más allá de la redes, los textos pueden llegar a todo el mundo hispanohablante, cosa que ni siquiera escritores jóvenes talentosos y con cierta obra encima pueden conseguir, valga el caso, que siendo sudamericanos se los publique en España aún cuando publiquen en editoriales de capitales ibéricos. Cuarto: los foros virtuales son un tubo de ensayo inmejorable para poner a prueba los propios textos; en papel, no hay vuelta atrás una vez que se entregaron a la imprenta las pruebas de galera.
Un momento: ¿y por qué la publicación virtual no podría ser definitiva? Ajá: porque, a pesar de todas las ventajas que acabo de enumerar, sigo creyendo que un texto está realmente publicado cuando llega al papel, es decir, cuando se parece (al menos desde lo exterior) a esos dispositivos rectangulares que alineo, bien apretaditos, en los anaqueles que, con solo levantar un poco la vista de esta pantalla, puedo ver reposando contra la pared noroeste de mi habitación. Es así: mi prejuicio fetichista del papel y el encuadernado me siguen ganando. (¿Y acaso este mismo artículo, escrito en mis horas de ocio para los foros virtuales, vale que me pregunte, se merecería la “dignidad inmortal” del papel?)
Tres tecnologías, tres prejuicios: disquetes finalmente exiliados, casetes aún amnistiados, libros ni siquiera legalmente procesados en su alma de papel. (Me detengo antes de terminar para volver al principio: entonces no todo lo sólido se desvanece en mi aire, dear Karl.) Así están las cosas.

sábado, 18 de abril de 2015

Mis campos de batalla

Walter Benjamin cuenta en El Narrador que los soldados que volvían del frente de batalla, acabada la primera guerra mundial, estaban callados, sin experiencias que contar o sin manera de verbalizarlas. ¿Perder la capacidad de narrar es también perder la capacidad de experimentar? ¿Y los que se quedaron en la retaguardia, lejos de la carnicería del frente, podían contar pero tal vez no tendrían nada fuerte que decir? Experiencia y narración: de esto quería hablar.
Los recitales de heavy metal, cuando quienes convocan son las legendarias bandas internacionales que estiran sus giras mundiales hasta sudamérica, se organizan en estadios de fútbol. Yo, si decido pagar una entrada, elijo ir al “campo”, pues creo que solamente con la masa de cuerpos en ebullición se puede disfrutar con intensidad lo que pasa sobre el inmenso y sofisticado escenario. La cercanía es una cuestión importante. Ir a una butaca en la lejana tribuna para terminar viendo el recital por la pantalla gigante, es como quedarse en casa y verlo por tevé.
Pero hay otro dato más: mido 1,63 de altura. Todo un problema para ver qué pasa sobre el escenario, y desde lejos termino, como diría Dolina, con dolor de “cogote de yesero”. Por eso debo avanzar hacia el frente de batalla, cerca de las vallas, o mejor aún, literalmente abrazado a ellas. Más allá hay un pasillito con tipos de seguridad (los cocodrilos del foso perimetral que rodeaba a los castillos medievales) y luego sí, los músicos admirados sobre el pedestal del escenario. El precio de vivenciar de cerca lo que pasa allá arriba (más aún si se está tan cerca del suelo) es que esa zona es muy sangrienta: apretujamiento, pogos multitudinarios, empujones, codazos, los que hacen mosh y que cada tanto pasan arrastrándose por arriba de uno como si nuestras cabezas fueran mullidas y vívidas baldosas... El frente de batalla de un mega recital de heavy metal es una experiencia fuerte, sí, pero no para cualquiera. Pues verlo desde el fondo del campo de juego, más allá del mangrullo de sonido que se alza casi en la mitad de la cancha como un fuerte de avanzada ante los indios que atacan, es casi como no haber ido.
Por eso yo voy al frente. A codazos y manotazos me abro un sendero entre los cuerpos sudorosos, entre las melenas revueltas, entre las camperas de cuero y los cinturones con tachas. La experiencia de la batalla vale la pena, me digo, es una vez en la vida, pues es difícil que estas bandas (por la edad de sus músicos y por el kilometraje que deben hacerse hasta el culo del mundo) vuelvan otra vez por acá. Entonces soy un bárbaro entre los bárbaros, y soporto uno y mil vendavales conviviendo en esa ordalía pagana de veinte o treinta mil de almas en trance.
Pero, al terminar el recital, al salir del estadio y reencontrarme con los amigos con que marché a la batalla (algunos bajados de la platea sin un rasguño porque no soportan a la indiada bruta, y los comprendo) yo estoy tan excitado que no puedo contar lo que viví, allá en la vanguardia del campo de batalla. En la desconcentración de miles de fans, caminamos (algunos transpirados de pies a cabeza, otros fresquitos como si recién hubiesen llegado) hasta el estacionamiento donde dejamos el auto que nos trajo. Tenemos un viaje de 50 kilómetros de regreso, y en algún punto nos saldremos de la autopista y pararemos en algún kiosco de una gasolinera para refrescarnos, tomar algo y contarnos las primeras impresiones de la banda y del show en general. Allí sí, ya más sereno, puedo recuperar mi voz, y mientras escucho lo que mis amigos vivieron, yo tal vez pueda intercalar alguna experiencia de mi combate en el frente.

lunes, 13 de abril de 2015

Memorabilias IV

Zócalos y zócalos
Esta palabra me remite a la última infancia, a un juego y a un zócalo de granito negro que recorría las tres paredes del garaje de la casa suburbana de una tía. Allí, con mi admirado primo, cinco años mayor, jugábamos a este juego: a una cierta distancia, hacíamos rodar bolitas de vidrio (que en otras latitudes llaman canicas) hasta que rebotaran contra el zócalo, ganaba quien lograra dejarla lo más cerca de la pared. El premio era la bolita del otro. Se jugaba con preseas del mismo valor: japonesas contra japonesas (las más apreciadas), lecheras contra lecheras, piojitos contra piojitos. Recuerdo que, con los años, en algún momento las cambiamos por monedas de níquel de veinticinco o cincuenta centavos. Creo que fue la única vez que aposté dinero en un juego.

Pero zócalo, además de ser una banda angosta hecha de diversos materiales que protegen el borde inferior de una pared, es también, y desde no hace mucho, el videgraph que transita las pantallas de la tevé, en especial durante los noticieros. Y a pesar de que los televisores, en su loca evolución de seres superiores, ganan en ancho, la información mediante sobreimpresos que meten en algunos programas es tanta que el espectador, más que observar, espía lo que pasa del otro lado de la pantalla, como quien se asoma entre las hendijas de una ventana. Lo verifico hoy mismo. La noticia llegada de una liga europea es un gol “olímpico”, es decir, convertido desde la ejecución de un tiro de esquina sin intermediarios. Resulta que el eximio jugador connacional (por eso es noticia) estaba shoteando allá abajo, en el angulito inferior izquierdo de la pantalla, justo donde el grueso zócalo amarillo anunciaba con letras negras “Golazo olímpico de...”. Y aunque el periodista que narraba la noticia pidió que retiraran el videograph, desde el control no pudieron o no quisieron hacerlo. Contradiciendo al autor de la “Galaxia Gutemberg”, más que ver el gol, y aunque se tratara de lenguaje audiovisual, lo escuché narrado, pues de la pelota sólo vi que, viniendo misteriosamente impulsada desde un rincón “enzocalado” de la cancha, entraba ella sola en el arco como por arte de magia.

sábado, 11 de abril de 2015

Sólo para mis ojos


Cuando era adolescente, uno de los primeros textos que en la escuela secundaria me dieron a leer fue un poema poderoso de Borges que habla de las cosas, y que así se titula: Las cosas. Recuerdo que cuando lo leí me cautivó su sencillez, pues yo encontraba en mi convivencia con los objetos algo que confusamente sentía y que el poema me ponía en palabras claras, pero además el mensaje venía maravillosamente codificado en lenguaje poético. Es un soneto en endecasílabos, el formato que más le gustaba al argentado poeta argentino. Todavía recuerdo su melancólica música.

El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde


De mi último viaje a la costa atlántica me traje una piedra que me llamó la atención durante una de mis largas caminatas por la playa. No sé cómo llegan allí, ni cómo se forman, pero a veces aparecen cerca de la resaca espumosa de las olas. Ésta que encontré tenía todas las cicatrices del leviatán salitroso que la cobijaba. La he sacado de la repisa y aquí la tengo, sobre mi palma. En lugar de describirla podría sacarle una foto y con ella ilustrar este artículo, pero eso sería facilitarles las cosas a los lectores al estilo Facebook. Mejor ejercitemos el arte de las palabras. La piedra es de forma ovalada, de color marrón oscuro y muestra muchas perforaciones que el agua de mar le ha propinado. Es lo más hermoso que tiene este objeto, las cicatrices de la erosión marina: algunas perforaciones la atraviesan de lado a lado y los agujeros cobran una forma elipsoidal muy estilizada, como si el mar se hubiera tomado el trabajo del orfebre sin ningún apuro, tallándola con la paciencia del artesano cósmico. (Yo, para el caso, le interrumpí el ejercicio para escribir estas líneas, y quizá alguna justicia naturalis me reclame algún día la acción.) Vista de lejos, la piedra se parece a un asteroide, como esos que orbitan en el cinturón que está entre Marte y Júpiter. Si ven una foto de Ceres, se harán una idea de lo que describo.


una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
láminas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,


ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.



Que así sea. Pero hasta que yo me vaya, esta piedra se quedará conmigo. Exiliada tierra adentro, en plena llanura de humus fértil, esta cosa entre mis cosas deberá pagar su extranjería exhibiéndose sobre la repisa. Ahora que lo pienso, contribuí al saqueo hormiga de los turistas que los lugareños de la costa denunciaban con afiches pegados en los comercios del pueblo: “no te las lleves”, le rogaban en confianza al invasor estival, y en la foto había una conchilla de mar. Por tener cerca de mí a esta pieza tallada por la Naturaleza, la he secuestrado con total impunidad, la he vuelto una pieza de museo privado, y sólo para mis ojos. 

martes, 7 de abril de 2015

El capitalismo es un cazador solitario

         De la fauna de objetos urbanos hay una especie casi extinta que añoro: la de los bebederos de las plazas. En una incursión por la ciudad de los no tan Buenos Aires, hago un alto para descansar en una de esas plazas de los barrios del norte, tan bien provistas de todo lo que el nivel de vida del buen vecino-contribuyente de la zona reclamaría. El pasto cortado, los árboles podados, los bancos de fina madera, un sector de juegos infantiles, el arenero para los perros... Pareciera no faltar nada en esta plaza, aprobando unas hipotéticas normas ISO, excepto por el inexistente bebedero. Y yo tengo sed. Estamos en enero, el sol brilla en este reducto de la naturaleza de cien metros cuadrados emplazado entre el estruendo de la ciudad capitalina. Todo muy agradable, hasta diría muy chic, pero del bebedero ni noticias. Conclusión: Debí ir a un quiosco de allí enfrente y pagar una botellita de agua mineral: 10 pesos por 250 centímetros cúbicos de un agua mineral “fabricada” en una localidad cercana donde difícilmente haya manantiales.
Esta ciudad no tiene problemas presupuestarios, razono. Si hay fondos para instalar un banco tan confortable como en el que descanso, no debería faltar para un modesto bebedero con su necesario filtro potabilizador. Sin caer en especulaciones financieras ni teorías conspirativas, supongo (pues pienso y pienso y no hallo otra causa) que la ausencia de agua potable para los visitantes en la mayoría de las plazas porteñas está en sintonía con la facturación de los comerciantes de la zona. Esta deducción parece muy berreta, ¿verdad? Las plazas de Sábato y Piazzolla no podrían rebajarse a manejo más rastrero. Pero el capitalismo, y más aún en versión argenta, hace rato que ha perdido toda vergüenza. Dispara y dispara.

En fin, que el progreso va y viene, pero lo que siempre va es la ganancia, esa que, al decir de mi abuela, “nunca da puntada sin hilo”. 

miércoles, 1 de abril de 2015

Erostratitos

          Ya conocemos la historia: un griego del montón, un mero ciudadano, quema el templo de Ártemis. Es encarcelado y preguntado el porqué, él responde: porque quiero quedar en la historia, ser famoso, que mi nombre sea recordado. Se prohíbe el registro de su nombre pero el pirómano extrovertido se sale con la suya: lo seguimos recordando.
En la adolescencia tuve un amigo que le pedía el auto prestado a su padre para salir a “pistear” por el pueblo: con frenadas bruscas y coleadas que malgastaban las llantas de su ahorrativo progenitor él quería hacerse conocido entre los vecinos, más especialmente entre las chicas. Un tranquilo domingo lo sorprendió un policía de civil haciendo sus exhibiciones y le secuestró el auto: había conseguido lo que buscaba, estar en la boca de las viejas chismosas de la cuadra, ser famoso a cualquier precio.
Lo de mi amigo es perdonable por la edad, si no se es irresponsable en esos años de la vida, ¿cuándo si no? Verdaderamente triste es lo que están haciendo los erostratitos de este país. Los vemos bastante seguido: armar las “cat fights” en vivo en los “talk shows” conducidos por modelos jubiladas, pagarse una primera fila en algún desfile de moda para asegurarse varios primeros planos que parezcan casuales, o invertir en una “entrevista” a doble página en alguna revista “del corazón” para que los empresarios y futbolistas se enteren de que han vuelto a separarse y están “disponibles” como los carteles de las oficinas en alquiler, y tantos otros recursos de “reposicionamiento” dentro del salvaje mundo del “espectáculo”. Más modestos que el griego que los engendró, ellos y ellas no necesitan quemar ningún lugar sagrado para llamar la atención, ni tienen sed de inmortalidad, claro.
Pero en estos últimos tiempos, a la tradicional galería de frivolidades para la correcta visibilización de sus cuerpos, estos erostratitos le han sumado un nuevo y novedoso recurso (de oferta por tiempo limitado) de visualización mediática: las visitas al papa. Claro, el santo padre es un compatriota, y consiguió lo que muy, muy pocos consiguen: ser el top de los tops dentro de su organización, que da la casualidad que es la más poderosa del mundo. Imagínense: A un amigo nuestro le dejan la llave no de una mansión, ¡de una ciudad de mansiones!, para que la cuide por un tiempo, ¿acaso no iríamos a tocarle el timbre para que nos deje disfrutar, aunque sea por una tarde, de la vajilla de plata, el hidromasaje y la piscina? Sería de mal amigo no compartir lo que le confiaron.
¿Y cómo Francisco no recibiría, en su infinita misericordia, a esos pecadores públicos? Él debe dar el ejemplo. Y el desfile asusta: (ex) futbolistas con (actuales) problemas de drogas, políticos mafiosos en campaña, sindicalistas corruptos, “botineras” (prostitutas caras de futbolistas) cual María Magdalena con obscenos implantes mamarios... El zoológico argento se despliega por los palacetes de El Vaticano cada día, barriendo con sus pies sudamericanos todo rastro de sacralidad de esos templos de oro. Erostratitos sabios que se abusan del perdón cristiano. Los vemos por tevé: están sonrientes frente al hombre de blanco, lo palmean, le presentan a sus hijos y le dejan recuerdos, mientras no se olvidan de que las cámaras a su alrededor le tomen su mejor perfil.
Se acercan las elecciones presidenciales, ¿cuánto se cotizará una instantánea al lado de Jorgito para septiembre? Pero cabe una pregunta, pues si llegó hasta allí es justamente porque no se chupa el dedo: ¿el ex cardenal Bergoglio no se da cuenta de que todos estos compatriotas que peregrinan a la Santa Sede en primera clase para entrevistarse con él están abusando de su altísima dignidad? Cómo no darse cuenta, si el religioso está cortado con la misma tijera. Yo creo que recibe a los erostratitos para recordarles (y recordarnos) la parábola del médico que está en los evangelios: hay que visitar, o en este caso dejarse visitar, por los enfermos.
Concedido. Pero yo me pregunto, ¿antes de despedirlos, Francisco no les sugerirá al menos que dejen de pecar, o que al menos practiquen un poquito menos los pecados capitales de la vanidad, la lujuria y la soberbia? Porque por lo visto, en lo moral, ellos parecieran salir de la basílica de San Pedro igual que como entraron; en lo material no, claro, se los ve cambiados, pues se traen la foto y el video junto al curita porteño que llegó tan lejos... Algo, pienso, por lo menos cambió: la banda de ladrones que ocupa el Gobierno, y que tanto lo odiaban cuando Francisco era apenas el obispo Jorge, ahora lo aman. Un milagro más para su futura santificación: en su infinito poder, el papa trocó odio por amor.