sábado, 30 de mayo de 2015

Inmortales papeles póstumos

          Me entero, por el azar de la red, que el año pasado publicaron el tercer volumen de los “Papeles de trabajo” de Juan José Saer, extraídos, según su viuda, de los casi 20 cuadernos de notas que el autor dejó en su archivo personal al momento de morir en París, en 2005. Hay una reseña muy completa, que me demoro en leer. A primera vista me emociona la foto entrañable que incluye la edición de Seix Barral en su tapa: el “turco” aparece de pie, tomando mate, junto a uno de sus maestros y amigos, el poeta entrerriano Juanele Ortiz, hombre que encarnó como pocos a la poesía como forma de vida. También hay otra imagen que reproduce la reseña del suplemento, en donde Juani posa de pie, al borde de una ruta, junto al cartel de vialidad que indica “Serodino 1”, es decir, que está a un kilómetro de distancia de su pueblo natal. Esto me resulta muy significativo, pues la obra de Saer, tan atenta a la aristotélica noción de unidad de lugar, y a pesar de haber vivido en París sus últimos 37 años de vida, nunca salió de esa zona emblemática de referencia que es el litoral santafecino.
Adentrándome en la reseña de este matutino porteño no puedo dejar de pensar en los libros póstumos, en esa contradictoria combinación de textos que su autor no incluyó en ningún libro, pero que sin embargo arrastró consigo a lo largo de su vida sin decidirse a destruirlos. Algo así ha hecho la viuda de Borges, reeditando tres libros de juventud que el propio Borges había expurgado de las obras completas que publicó en vida, en 1974. Hay una aclaración en el prólogo del propio Borges que no deja dudas: dice que no reedita esos tres títulos porque prefiere que queden en el olvido. Y sin embargo, a la representante legal de una de las obras más emblemáticas del siglo XX eso no bastó para reeditar los  pecados de juventud que el poeta rioplatense prefería olvidar.
Pero volviendo a Saer, uno de los mejores prosistas del siglo XX en lengua española, la cosa se vuelve más difícil si tenemos en cuenta que él definió su propia voz, sin dudas, a partir de la novela Cicatrices, publicada a sus 32 años de edad. Por eso algunos de los poemas de juventud incluidos en este tercer volumen me resultan tan desubicados, más aún viniendo de un escritor que durante toda su vida demostró tener un gran control sobre su escritura: jamás publicó de más, y tan es así que cuesta encontrar colaboraciones cuyos textos no se incorporen con eficacia a su proyecto estético global. Del primer volumen editado, en cambio, hay textos interesantísimos, pues está compuesto por reflexiones teóricas que Juani fue haciendo durante las largas gestaciones de sus libros. Al lector que escribe y que está atento a la cocina de la escritura, y más aún viniendo de un verdadero estilista, muchas reflexiones y reelaboraciones de sus manuscritos, hasta llegar a la forma que publicó, puede resultarle interesante. Yo extraje para uno de mis futuros libros (si es que eso alguna vez sucede) este fragmento para usarlo como epígrafe:

Por el gusto de escribir algo: después de muchos días de silencio escritural me ha asaltado en el baño, mientras me lavaba las manos, antes de irme a acostar, el deseo de estar, a la luz de la lámpara, escribiendo. Deseo de escribir; no de decir algo. Pero deseo, también, de escribir en tanto que escritor: sin que ninguna razón, como no sea el deseo de estar a la luz de la lámpara, escribiendo, haya motivado mi acto. Mecerme en el equilibrio infrecuente y perecedero de la mano que va deslizándose de izquierda a derecha, oyendo los rasguidos de la pluma sobre la hoja del cuaderno, victorioso por haber comprendido por fin que el deseo de escribir es un estado independiente de toda razón y de todo saber, liberado de toda exigencia de estructura, de estilo o de calidad, y lleno del silencioso clamor de las palabras que no son de nadie, que nadie puede acumular ni guardar para sí –la voz del mundo y de cada uno que resuena a través de mí en la noche apacible.”  (11/2/75)

Me lo llevé porque en esas reflexiones descubrí cierta pulsión de todo narrador de verdad, la de “estar escribiendo”, la de habitar la geografía de la escritura como una segunda naturaleza, la de estar “en el lenguaje” porque sí, porque no se puede no escribir. Hay una pulsión irresistible que lleva a escribir casi como un acto fisiológico, yo lo he sentido muchas veces, y en ese fragmento de su diario está expresada tal percepción con maestría.
Pero este tercer volumen, salido de un continuo trabajo arqueológico sobre sus notas manuscritas que casualmente dirige un estudioso de su obra (Sergio Delgado) que fue su amigo y a quien Saer incluye dentro de su galería de personajes en su novela póstuma (La Grande, 2006, que releo por tercer vez y puedo ver sobre mi mesita de luz) con el nombre de Pinocho Soldi, publica poemas de la primera juventud de escritor, cuando éste escribía bajo la influencia de su comprovinciano, el poeta José Pedroni. Aquí se puede ver bien la inutilidad de querer publicarlo todo: Pedroni adhería a una estética coloquialista y sencillista distante a miles de años luz de la del Saer maduro, quien admiraba a Faulkner y era amigo de Robbe-Grillet. He aquí una simple comparación. Leo de sus textos de juventud estos versos recientemente publicados: "Congratulo al crepúsculo, a la tibia paloma,/ al río, porque canta con su múltiple boca,/ al ombú y a la loma". Y los pongo al lado de un poema de “El arte de narrar”, el único libro de versos que Saer quiso publicar en vida: “¡Pobre Petrus Borel! Con la señora pitufar y todo, / se hundió en el cielo estrellado. El Licántropo / comió desde dentro el pan de la poesía hasta las migas / porque vino a llenar, en la opinión de Carlos, / el lugar de los lobos. Ahora su nombre / no es más que un tambor metálico que resuena temblando / un segundo después de redoblar.”
Por eso me pregunto qué valor podría tener para su obra, tan sólida, tan solidaria entre sí con cada uno de sus libros, tan, en definitiva, “obra” en sentido pleno de la palabra, publicar estos poemas imitativos de juventud de un Saer que todavía no era él. Me parece que el riesgo de querer publicarlo todo es doble cuando la excavación arqueológica se practica sobre los yacimientos dejados por un experimentador y estilista tan seguro de lo que hacía. Saer era muy cuidadoso con lo que publicaba, sus borradores convivían con él durante años hasta que se decidía a darlo a la imprenta. De eso pueden dar fue, casualmente, sus manuscritos híper corregidos, saturados de notas al margen que reproducen estos “papeles de trabajo” a modo ilustrativo. Pero claro, uno vuelve a preguntarse: enfermo, sintiéndose que se moría, por qué no los destruyó, a sabiendas de lo que hacen las viudas y los críticos con los papeles abandonados.

En fin, preguntas abiertas que dejan los grandes artistas, pues confirman su condición: aún muertos siguen dando que hablar.

jueves, 28 de mayo de 2015

Espectadores y expectativas

Nunca antes habíamos tenido todo el arte a disposición como ahora: internet es el Aladino de los antojos ilimitados, del empacho de los ojos hasta decir basta (pero jamás decimos basta): nos permite consumir todo lo que queramos con sólo pedir. Ejemplos recientes: leyendo un artículo sobre Benjamin el comentador nombra al pintor Hopper y su famoso cuadro, “Trasnochadores”. Se me ocurre ponerlo como papel tapiz de la notebook, en cuestión de segundos la pintura cubre el fondo de mi pantalla. Un comentario al pasar sobre Robbe-grillet en una columna literaria me pone a la búsqueda de su última novela: consigo el pdf en francés y en español, y en la búsqueda me entero (wikipedia mediante) que el mayor difusor del “noveau roman” también se dedicó al cine: dicho y hecho, tecnología “torrent” mediante, me bajo dos películas de su producción. Reveo una película de los hermanos Marx donde Harpo interpreta pasajes de la rapsodia húngara nro. 2 de Liszt, quiero escucharla completa, así que froto la lámpara y en minutos tengo la música saliendo por los auriculares. Y si se trata de húngaros, gracias a esta delantera futbolera que forman “banda ancha-torrent-kickass” pude ver los primeros films de Miklos Jancsó, esos que los canales de cable, concentrados en la difusión de la basura hollywoodense, jamás pero jamás pasarán... Y todo esto en pocas horas. Soy el espectador insaciable, el deseador de la ilimitada industria de “bienes culturales”.
Espectador: “Del latín ‘spectator, spectatoris’, que significa el que tiene el hábito de mirar y observar, también el que ha contemplado algo y puede servir de testigo y todo aquel apreciador crítico de algo”. Spectare: contemplar, aguardar.

Apreciador crítico, aguardar... Esto me lleva a un anécdota. Año 2003, sábado a medianoche. Hacía yo la cola en el lujoso lobby de un complejo de cines emplazado en el también lujoso barrio de la Recoleta, frente al muy chic cementerio homónimo que guarda los huesitos de muchos famosos, como corresponde a la zona. Me había decidido a ver la primera versión fílmica de El señor de los anillos, que por esos días se estrenaba en el país. Recuerdo que miles de pavotes se habían plegado a la moda “Tolkien” por el fenómeno de Hollywood, y eso ya me incomodaba, porque yo era un lector de la primera hora del filólogo medievalista. La película me decepcionó, tanto que ni siquiera me molesté en ver sus secuelas. Pero lo que quería sacar a colación era este incidente: formaba yo parte de la fila multitudinaria para sacar los boletos, cola que hacía varios zigzags, entre un senderito construido por cordones del mismo color que la alfombra, y bajaba al amplio hall del primer piso del shopping center. Yo me ubicaba en las escaleras, a mitad de camino de las ventanillas, parado en un escalón. Temí que no quedaran localidades y consulté a una pareja que, delante de mí, aguardaban abrazados. “¿Qué película vienen a ver?”, les pregunté. “Cualquiera”, me respondieron casi al unísono. Me quedé helado, mirándolos. Pues así era: para ellos se trataba de “ir al cine”, no de un director, un elenco o un género. No: ellos iban al cine sin más. Debían pasar un sábado a la noche allí adentro. ¿Y si allá adelante emitían sólo bodrios yanquis, hubiesen entrado igual? Al parecer sí. Porque se trataba de “ir al cine”, de consumir. El fenómeno estético no importaba. No aguardaban nada, eran contempladores puros del fenómeno “ir al cine”. 

martes, 19 de mayo de 2015

La imaginación al poder

Me asomo por la ventana al sol de este domingo, el primero del otoño. Las temperaturas bajaron diez grados de un día para el otro y ahora es agradable buscar la luz de la mañana, cuando hasta antes de ayer se le escapaba. Me quedo mirando el edificio abandonado que a unos cien metros de donde vivo domina las alturas, entre casas bajas. Está así desde hace dos décadas, tiene doce pisos y, con puertas y ventanas, su terminación quedó paralizada por fallas en sus fundamentos. (Como el de tantas vanguardias estéticas, otro “grund” que fracasa antes de habitarse.) Sobre la terraza, revoloteando entre las antenas y los platos parabólicos, hay dos chajás (chauna torquata), aves carroñeras que en la calma de los domingos se acercan a la ciudad. Su tamaño impresiona allá arriba, pero más llamativa es la escenografía que se ve de fondo.
Esta torre abandonada ha sido visitada en los últimos años por varias oleadas de grafiteros. Chicos y chicas que con su mochila al hombro salen a la noche a pintar sus mensajes. Alguno habrá mirado hacia arriba y habrá pensado que las paredes de ese edificio inútil podían ser un buen lienzo para sus expresiones. Desde entonces se pueden divisar en la altura toda clase de frases o letras sueltas, como “LAO”, “FULL” o “BMX”. Quizás sean códigos que identifican al autor entre sus pares, ya que esas palabras nada significan para el común de los habitantes. Llegan hasta el edificio entrando por sus fondos, para eso cruzan el pulmón de la manzana. Yo los he visto trepar la reja de un gimnasio abandonado (es una manzana bastante devastada por la recesión) y caminar sobre el techo de chapas de cinc hasta dar con la medianera del edificio. No me lamento por la destrucción pública, me lamento por la falta de ideas. Tienen todo desde lo material: el tiempo, la plata para los aerosoles, la mochila y la ropa, la tranquilidad para colarse en una propiedad privada sin que los arresten aunque haya una comisaría a 50 metros, y hasta la temeridad inconsciente propia de la edad para escalar una torre a medio terminar y colgarse del vacío, a unos 40 metros de altura, para grafitear una pared entera. Lo que no tienen, me temo, es algo que decir.
Decía que con tantos riesgos tomados, con tanta audacia y temeridad, y teniendo a disposición una pared-cartel a semejante altura que se divisa desde muchas cuadras a la redonda, era una lástima que estos chicos no tuvieran algo sustancioso para comunicar. Ya que estropean el espacio público, qué bueno decir algo ¿no? Se me ocurre, no sé, “Dios ha muerto, somo libres” o “No vayas a votar”... Pero esta generación parece haber olvidado el poder transformador que tiene la palabra unida a la rebeldía. Esas letras gigantes, escritas en mayúsculas, no significan nada. Nada de nada. Pareciera más importante el hacerse ver, el gesto exhibicionista de decirle a sus amigos “yo me subí hasta acá” que el mensaje en sí. ¿Ni ideología, ni creencias, ni deseos de cambiar el mundo? ¿Aunque más no sea una frase hecha del mayo francés, del Che Guevara o del imaginario anarquista? ¿Alguna consigna provocadora del punk rock? ¿Nada de nada?

Nada de nada. Es un poco triste comprobar que esa yunta de chajás, que vuela en círculos entre los platos parabólicos, sea el mayor atractivo que tiene la torre abandonada esta mañana de domingo.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Sobre la amistad (una contra apología)

Acabo de releer un artículo de un escritor al que admiro y he tenido la suerte de tratarlo en persona algunas veces. Habla sobre un amigo suyo, su apellido titula el texto, y ese nombre propio le da pie para explayarse sobre la amistad en abstracto. Un ensayo casualmente parecido al que escribió el inventor del género y de la palabra “ensayo”, Miguelito de la Montaña. Claro que para el autor, que es una persona sensible y bondadosa, los amigos son una necesidad vital: Fabián hace un culto de la amistad y cada tanto lo pone por escrito. Motivado, porque el texto tiene su seducción, se me ocurrió hacer un examen de conciencia (sin cura ni dios) para preguntarme sobre la amistad en mi vida. Y llegué a una conclusión que será antipática para los cultores de la filantropía: yo no tengo amigos. Y no me importa no tenerlos. Lo digo sin pathos, como quien comprueba que está lloviendo. 
Por ejemplo, no me veo con ex compañeros de escuela, pues no tengo nada en común con ellos. Más de una vez me invitaron a reuniones de ex alumnos de esa primera promoción del colegio secundario, pero siempre me negué. ¿Para qué ir, si no encuentro la menor empatía con esos lejanos adolescentes que ahora, más veinte años después, están pelados, arrugadas y llenos de hijos? No sirvo para fingir una cortesía que no siento. Otro ejemplo: Alguien a quien alguna vez consideré mi amigo, viene una vez por mes a mi casa, pero para devolverme en cuotas el dinero que le he prestado. Ahora entiendo que en realidad sólo somos buenos vecinos con varios  recuerdos de infancia compartidos, pues si no fuera por este negocio en común no nos veríamos nunca, más allá de algunas palabras cruzadas en la calle, cuando coincidimos por una cuestión de proximidad espacial. En fin, si me remitiera a lo que Goethe llamaba las afinidades electivas, diré que sólo busco relacionarme con personas que tengan conmigo gustos y preocupaciones en común, y he verificado que sólo una persona me interesa ver en esta deprimente ciudad de casi cien mil habitantes de cuyo nombre sigo sin querer acordarme.
Pienso que en la amistad lo que prima es el sentimiento, la efusión del pathos al que yo trato de escapar como de la peste. Mucho mejor, me digo, es la camaradería. Allí la relación es de interés, un interés que no se oculta ni se disfraza de intenciones candorosas. Al fin y al cabo, la elección de las afinidades tiene que ver con eso, con romper con el determinismo de la familia y del lugar en que nos tocó nacer y crecer, y que no elegimos. “Todos nacen en el mismo mundo pero cada uno se dirige hacia su mundo”, decía no me acuerdo quién, y la elección de los compañeros de ruta es parte de ese acomodo en un mundo que pretendemos a nuestra medida. ¿Por qué fingir que siento empatía por personas o causas que no me significan nada? ¿Para ser “políticamente correcto”? El fingimiento profesional es cosa de políticos, presentadores de tevé o actores. El caer bien es una práctica muy difundida en esta sociedad del aparentar, y yo no tengo alma de zelig. Tengo, en cambio, intereses, preocupaciones, proyectos, y sé que con algunas pocas personas (inteligentes y sensatas) que compartan estas búsquedas podré establecer asociaciones de mutuo beneficio. Nada más. Sin patetismos sentimentaloides ni aspavientos pasionales. Colaboración con quienes pueden beneficiarnos (y verse beneficiados) en algún tramo de nuestra navegación. Y si el compañero o uno mismo cambia en sus búsquedas, irremediablemente nos alejaremos, sin resentimientos ni nostalgias. Apáticamente, que para “muestras de dolor y congoja” ya están las telenovelas mexicanas y la prensa sensacionalista.

Terminaré con una anécdota. Dije más arriba que en este pueblucho de cotillón en el que vivo había alguien al que sí tenía ganas de ver. Como yo, Hernán tiene (y comparte) preocupaciones de escritor. Él, a diferencia de mí, terminó la carrera de Letras, y es el único en muchos kilómetros a la redonda con quien se puede hablar en serio sobre literatura. Desde hace un tiempo que nos conocemos y  cada tanto nos mandamos textos vía correo electrónico en un cruce de críticas a la vieja usanza, esa colaboración ya perdida del “si me leés te leo”. Bueno, los inéditos con sus comentarios de vez en cuando van y vienen por la red de redes. Hasta que un día de la semana pasada me dije “tengo ganas de pasar a saludar a Hernán, hace como dos años que no nos vemos y vivimos a ocho cuadras de distancia”. Y esa misma noche de sábado, cuando saqué a pasear a la perrita de mi madre, encaré hacia su casa. Le toqué el timbre y lo sorprendí con mi inesperada visita. Hablamos largo y tendido hasta las cuatro de la madrugada, con él y con su esposa, mientras que la caniche de mi madre jugaba con la de su hijita. Intercambiamos opiniones sobre libros, cine, pintura, el budismo, el mercado editorial, la política nacional, los ideales y zonas aledañas. Opinamos y juzgamos sin voluntad de convencer al otro sobre nada, con sinceridad y respeto. En fin, tuve un impulso de ver a Hernán, alguien a quien no considero un amigo (pues ya he dicho que me resisto a esa categoría), sino un compañero de ruta en este, parafraseando a Paul Groussac, viaje intelectual. El hábitat de los libros es, ya lo sabemos, un páramo bastante solitario. Él es una persona sensata e inteligente, y con eso me basta. Nunca lloraremos abrazados, ni nos trenzaremos a las piñas, si es que estas muestras de patetismo conforman la galería de gestos de la amistad; pero a cambio seguiremos ejercitando el pensamiento. Así concibo las relaciones humanas, con esta saludable apatía, una distancia emocional y sentimental que me mantiene a salvo del insufrible pathos que infesta un Occidente signado por La Pasión de la Cruz. Y perdón si herí susceptibilidades.

sábado, 9 de mayo de 2015

Las reglas del Juego

I (Temprano, al despertar)
Hay un procedimiento y un proceder
ciertas reglas lúdicas mas no lúcidas
para practicar el Juego que juego.
Es mi Juego. Yo soy el Jugador.
Esta mañana ni bien desperté,
mi primer pensamiento fue para Él.
Me dije ya no queda mucho tiempo
es mejor que explique sus entrañas
los flujos invisibles que lo atraviesan.
Ya es hora, recuerdo que pensé
estando en decúbito supino:
es hora de volver exotérico lo esotérico.


II (A eso de las once, cuando en otoño el sol divide en dos mitades exactas el rectángulo del patio)
Hay una luz que viene del jardín
y me anega por fuera
pero la negrura de la mente se resiste
a expeler en un discurso
“coherente y cohesivo” como me
enseñaron en la escuela
las reglas del Juego que juego
sin necesitar describírmelo
a mí mismo pues de alguna manera sé
qué es cómo se alimenta cuánto vale.
Podría comenzar enumerando sus
componentes como si las partes
delicadamente membretadas
sobre la mesa de disección
formaran un todo
como el que captura el misterio
de un koan apenas
terminó de decirse.
Pero algo puedo articular:
El Juego es su narración
y quien narra crea de la nada
juega el juego de las combinatorias.


III (Pasado el mediodía, minutos antes del plato de comida)
Recuerdo que el Juego en sus días tempranos
era tan dubitativo como estas palabras.
Y sólo después de habitarlo mucho,
(de volverlo hábito y hábitat)
con el tiempo, tras sus correcciones
pude sentir su fluido amniótico.
O también podría compararlo
con el leve dolor en la piernas
que se siente cuando uno
recién se ha levantado
de un sueño prolongado,
esa sensación de fragilidad
en las articulaciones de los pies
como si recién se empezara a caminar.


IV (Recién levantado de la siesta)
Para que mi discurrir pierda un poco de abstracción
y tome ribetes más narrativos diré que
le he aplicado al Juego (mi ley)
varios modelos de la realidad (La Ley)
tales como el sistema de salud municipal,
la regulación de las tarifas aduaneras,
las figuras que forman las hormigas
durante sus peregrinaciones diurnas
y también el paso de la luz solar
por el territorio de mi habitación
durante todo un día, doce de mayo,
a los 34 grados sur, 58 grados oeste
de este orbe insondable.
Y en todos los casos la Realidad
pasada por el tamiz del Juego
exudó el olor de la fragancia
de la planta de maíz.
Y esa fragancia es bien real, por cierto.


V (A eso de las siete, cuando en otoño el sol comienza a flaquear)
Que les quede bien claro:
en el Juego
no hay un Más Allá
de lo hasta acá dicho
ni metafísicas ni improntas
místicas o míticas que puedan
subyugar el placer de
estar en el Juego.
Un presente imperfecto
un más acá del goce
un ejercicio pedestre
con chillidos de tripas
como música de fondo.
Es apenas una magia modesta:
la del jugador jugando el Juego
como la del creyente bajo el techo
de chapas de la capilla barrial.


VI (A eso de las diez, en la cocinita, entre platos sucios y migas)
El Juego consiste en cuatro dados
cada lado de cada cubo de marfil
consta de un color, un olor y cierta rugosidad
cuya delicada textura sólo pueden identificar
las yemas que han habitado el Juego desde el principio.
El Jugador solitario arroja los dados cuatro veces,
de la combinatoria surgen dieciséis
estados mentales posibles,
de allí podrán salir un verso, un dibujo
una melodía, un fotograma o simplemente
la excusa que el Jugador necesitaba
para quedarse echado fumando
mientras sigue los contornos
de las manchas de humedad del cielorraso
entre las volutas de humo.
En el Juego no hay ganadores ni perdedores
no hay señales biunívocas, ni certezas ni dudas.
Hay sí, sensaciones:
la de sentir los dados dentro del puño cerrado
la de escucharlos rodar sobre el tapete verde
entrechocándose, y al fin, ya detenidos en su rodar,
la de verlos formar tonos, figuras, ideas, reminiscencias.
El Juego no proyecta nada sobre el jugador a no ser
la sombra de cuatro pequeños cubos de marfil
bajo la luz cenital de las lámparas.


VII (Cerca de medianoche, antes de apagar la luz, otra vez en decúbito supino)
Relee los versos escritos durante el día
y siente que
como ese personaje de El Congreso
querer glosar el Juego
es tan inútil como querer catalogar el mundo.
Vivió en Él la mayor parte de sus días
otros también podrán hacerlo,
¿no es ésa bendición suficiente como
para no perturbar el fluir de Sus líquidos?
En la duermevela de los versos finales
bajo el sopor pringoso de los somníferos
la mente pareciera más lúcida (más lúbrica),
calmosa y tal vez ahora sí preparada
para narrar las Reglas.
Pero no.
Lo que importa es evidente:
el Juego, como dice el filósofo,
está-en-el-mundo,
se ha incrustado en la vida
como una cuña entre dos nervios.
Disculpenló que no pueda darles
mayores precisiones.
Va a apagar la luz.

La sonrisa vertical


De la profusa cartelería pública (gubernamental o particular) que informa, sugiere o amenaza, hay una con una frasecita muy difundida que me resulta particularmente patética. Bancos, comercios, oficinas estatales o clubes deportivos nos quieren advertir ni bien entramos, a nosotros, humildes clientes, contribuyentes o socios, de que estamos siendo observados. No, dear Jean-Jacques, no somos buenos por naturaleza, ellos no confían en nuestra buena fe y por eso nos alertan con un toque de patético humorismo, ni bien pisamos sus señoríos: “Sonría lo estamos filmando”.
¿Acaso es un casting? ¿O presuponen que si delinco y el video llega a un noticiero, desearía verme risueño en la televisión nacional, contento de estar haciendo lo que hago? ¿Querrán guardar de mí un registro festivo de mi paso por el local comercial? ¿O nuestras forzadas sonrisas, compiladas y bien editadas, serán parte de la folletería de futuras campañas publicitarias de la empresa? ¿O, más sencillo, me piden que sonría porque el que primero que pensó esa frase, en los albores de los sistemas cerrados de cámaras de seguridad, era un ser tan imbécil y taimado que no se le ocurrió nada más sincero para anunciar la venida de la era del Bigbrotherismo, tal como lo predijo un profeta profano? De allí, parece que fue un simple copiar y pegar.
Hay otra variante, igual de canalla, pero menos ridícula que la anterior: “Por su seguridad lo estamos filmando”. ¿Y en dónde se juega mi seguridad personal? ¿Qué ganaría yo al evitarse un atraco? Como si una cámara disuadiera a un ladrón de dar el golpe... Mienten otra vez, pero por lo menos evitan el mal gusto de reclamar una sonrisa imbécil. Es el efecto del panóptico benthamiano. La verdad es que uno no ve ninguna cámara, ni cree que ese comercio rasposo pueda comprarse una, y si las ve, le dejan a uno la sensación de que no están filmando, o filman pero no graban. Pero por las dudas... (¿las dudas de qué, si yo no tenía pensado hacer nada malo?). Lo más gracioso es que cuando las imágenes del accionar de las “mecheras” (mujeres robadoras de tiendas minoristas) llega a un noticiero mañanero, el telespectador comprueba que el comerciante pudo filmar a los ladrones pero no pudo evitar ser robado. Sigo sin verle la gracia, más allá de la publicidad gratuita que le hacen al comercio. ¿Les servirá como prueba para el seguro, o al menos para “fichar” las caras de esas señoras con una capacidad admirable para guardarse bajo su pollera y entre los muslos, en un santiamén, cuatro jeans a la vez?

Yo, como soy escéptico de que muchos de esos carteles tengan un correlato fílmico, más de una vez estuve tentado de bajarme los pantalones y apuntar mis nalgas al ojo eléctrico, allá arriba. Esa, mi sonrisa vertical que les ofrendaría a los comerciantes, ¿no respondería al taimado mensaje de velada amenaza, pero devuelto con un original toque de gracia? (Pues tu panóptico funciona, dear Jeremy, verás que aunque lo pensé nunca me animé a saludarlos de manera tan “vellamente” impúdica.)

jueves, 7 de mayo de 2015

El hombre gastado


De chico, recuerdo el domingo en que mi vecino me invitó, en el auto de su padre y con su hermano, a pescar en “lo del Viejo Llesca”. Por su terreno, ya en el campo, cruzaba un arroyito bucólico, y el hombre trataba de ganarse unos pesos con esa modesta atracción. Por eso había un cartelito colgado de la tranquera de su ranchito que decía algo así como “Para pasar al río $ 5”. Recuerdo que el padre de mi amigo, que era bastante usurero, le llevó como obsequio una botella de vino tinto nacional, ahorrándose con esta “gentileza” de pagar cuatro “pases”. Unas tres horas después, cuando nos volvíamos, nos bajamos del auto para saludar al viejo, que seguía allí tal como lo vimos cuando llegamos: sentado en una silla de paja, bajo un árbol, inmóvil como un buda telúrico en pleno trance contemplativo del vacío de la llanura. Parco en gestos y palabras, aceptó con una sonrisa mansa nuestra cordialidad. De regreso en el auto, yo, que lo veía por primera vez, comenté algo sobre su condición de inmovilidad, que traducido por un criollista sería “el anciano se confundía con el paisaje”. “Está gastado”, me dijo el padre de mi amigo, y me explicó que así quedaban los hombres de campo, luego de una vida de trabajar a la intemperie en las tareas rurales. “Y así como lo ves, capaz que no tiene más de cincuenta”, me dijo mirándome por el espejito. Yo giré mi cabeza para verlo una última vez por la luneta trasera del auto, mientras atravesábamos la tranquera de entrada: el viejo parecía un muñeco de cera custodiando su propio museo.