Ayer, en viaje
libresco por, como diría un ensayista, “La cabeza de Goliat”, conocí un poco
más (sin querer) algunas fachadas del ambiente literario. Fue así. Hice mi
recorrido habitual por tres librerías de usados, como ya he dicho alguna vez, ejercitando
mis tres actividades con el ambiente: canjeando, comprando y (si la situación
lo amerita) hurtando ejemplares. Pero claro, en ese tipo de librerías uno
encuentra lo que el azar de ese mercado tan peculiar ofrece. Y yo estaba ansioso
como un chico por conseguir libros de dos autores puntuales. Dentro de mi
infantilismo incurable, creía (y aún creo) que leerlos iba a estimular (¡y
hasta mejorar!) mi escritura de manera instantánea, como quien se toma una
aspirina. Esa creencia ingenua en la espinaca encuadernada me lleva pensar que es
ahora o nunca, que debo conseguir esas prosas sin pérdida de tiempo (otra ingenuidad:
como si el mundo sin mis textos se perdiera de algo).
En fin, por eso, cuando
terminé con el canje y no hallé libros de estos dos autores, en vez de no
gastar más plata y volverme temprano a casa, evitando la hora pico del tren y
el frío de la noche, me subí a un colectivo local para seguir la búsqueda, ya
en librerías de libros nuevos. Primero fui a la de la Biblioteca Nacional ,
que funciona en la planta baja del propio edificio, institución que edita
buenos títulos y a un precio un poco más accesible. Allí, después de la compra,
subí hasta el auditorio del tercer piso para ver si había alguna actividad; y
sí, me encontré con una conferencia a punto de comenzar. Trataba sobre hermenéutica
del postcolonialismo. Esas dos palabras me interesaron. El público lo
componíamos seis personas, creo que incluyendo a los tres panelistas de la mesa
que venía a continuación. Un jueves laborable a las dos de la tarde, allí, en
la cápsula de la intelectualidad, me sentí un aristócrata ocioso, un
privilegiado, escuchando hablar sobre Said y compañía mientras la gente afuera
tenía que trabajar para, como decían los viejos, parar la olla. Grabé las
ponencias, charlé con una de las expositoras, después chusmeé un rato una
muestra que había allí sobre Marechal y me fui. Salí de ese edificio construido
bajo la estética brutalista (mucho cemento y caño impúdicamente exhibido) que tanto
me recuerda a la nave nodriza de la serie “V invasión extraterrestre”, y
consideré que este primer desvío había valido la pena.
De allí, nuevamente en
colectivo para costearme hasta otro barrio, a buscar el otro de los talismanes yendo
hasta la librería de la editorial que lo puso en el mercado. Entré y descubrí
que allí, sentado en un sillón, charlando con el editor/librero y su empleado,
estaba el autor, a quien llamaré S, del libro que había ido a buscar. El
empleado (N) me preguntó qué andaba buscando y yo, sin mentir, algo incómodo
por la sorpresa, le dije “el último libro del señor” señalándolo con una mano. Ellos se interrumpieron y me miraron,
divertidos. El empleado me dijo “mirá qué suerte, te lo llevás autografiado”,
cosa que hice a pesar de que estos gestos de divismo/cholulismo no me interesan
en lo más mínimo. Me sumé de a ratos a la charla, con cuidado, no por él, sino
por el editor (a quién llamaré F), un gordito fanfarrón e histriónico que
publica sus poemas en su propia editorial. Editor y autor, ya lo sabía, son
amigos, por eso S (que también dirige y guiona films) alterna sus publicaciones
en una editorial de las grandes y en ésta, la de su amistad. Este escritor es
un tipo sencillo y amable, como lo he visto en las entrevistas de tevé, y , ya
en confianza, aproveché para comentarle algo de sus dos novelas que había leído
hasta ese momento. Pero me incomodaba el revoloteo cercano de F, con sus aires herraldianos.
Finalmente S se fue y me quedé solo con el editor y el empleado de la librería.
Seguí revisando algunos de los libros supuestamente “usados”, y cada tanto consultaba
el precio de algunos. Eran carísimos, con valores típicos para coleccionistas. Ahora
entendía la humorada del nombre que le habían puesto a la librería (llamémosla
IA), de un aparente compromiso ideológico que en el fondo era pura ironía. Pretensiones
de libros “proletas” con precios de anticuario... Muy gracioso. Me dejaban solo
en el saloncito de venta, y cada tanto me llegaban desde la trastienda partes
de lo que hablaban F y N. Claro: acabado el show, busines are busines... Finalmente pagué y salí de allí con el otro
libro que creía fundamental para alimentar la máquina de mi escritura. En el
viaje de regreso me sentí bastante embroncado conmigo mismo, estos tipos son
unos fallutos, pensé; pero por qué la sorpresa: el literario, al fin y al cabo,
y como cualquier otro ambiente comercial, está lleno de revolucionarios que sobre
el podio se dicen progres, pero que en bambalinas cuentan billetes y hacen
balances. Editores y libreros no escapan a las generales de la ley del hombre
de negocios: por la plata y nada más, y el resto es pose.
En fin, una de cal y
una de arena.